Acto 9
Desde las primeras horas de
aquel martes once de febrero, la actividad bélica asumió características de
gran movilidad en todos los rumbos de la ciudad, pero, lógicamente,
concentrándose sobre el punto toral que era la ciudadela, sitio en que estaban
perfectamente bien parapetados y abastecidos los elementos, tanto civiles
cuanto militares, que secundaban al general Félix Díaz.
Como detalle que, pudiera
decirse, se observaba en la ciudad, como una consecuencia lógica de la
situación que en ella prevalecía, ya el hambre estaba haciendo de las suyas,
hincando sus garras, como siempre, en forma preferente en las clases
económicamente más débiles. Era el tercer día de acontecimientos guerreros y,
desde el primer, ya el ritmo usual de la vida capitalina había sufrido un
dislocamiento y quebranto que significaba la falta de abastos casi en toda la
línea. No se podía conseguir carne, legumbres, cereales, pan, leche, etc. Y la
poca gente que se aventuraba a salir de casa, iba de un lado para otro
exhibiendo en su rostro, al par que el
terror, pánico ante la inminente posibilidad, presente en sus mentes, de
resultar victima de una descarga o de una bala “perdida”, el hambre que adquiría
categoría de imperativo imprescindible, inaplazable y fatal.
En Tacubaya, la gente que llego
de Cuernavaca bajo el mando del general Ángeles, después de ser revistada.
Dotada convenientemente de municiones de guerra, partió de su cuartel rumbo a
la ciudad de México. Era su formación, en dos largas hileras. Toda la fuerza
estaba compuesta por elementos de infantería pertenecientes al 7º. Batallón.
Cerraba su formación en la retaguardia, un numero de acumulas que llevaban
sobre sus lomos, las ametralladoras y las municiones de repuesto.
A la cabeza, montado, marchaba
el coronel Castillo, hombre de complexión robusta, más bien gordo, de corta estatura
y que, como era la usanza del tiempo, gastaba grandes mostachos. Inmediatamente
a sus lados formaban un oficial ayudante y un subteniente sub-ayudante, era
este el autor de estas líneas.
Caminaba aquella gente por la
calzada de Tacubaya, como se ha dicho, en dos largas hileras. Rebasan el cerro
de Chapultepec y entran por el paseo de la reforma.
En formación semejante a la que
guardaba el 7º. Batallón que venia de Tacubaya, por la avenida Juárez marcha
otra tropa. Mas gente de armas viene haciendo rumbo hacia el centro de
operaciones, caminando por el campo de florido y las calles de San Miguel.
En diversos lugares están
emplazadas varias baterías de artillería, aparentemente listas para entrar en
acción. Su espectacularidad hace que sobre ellas converja la curiosidad de los
civiles que se han atrevido a salir a la calle.
En una de aquellas baterías
esta el coronel Rubio Navarrete, acompañado por varios oficiales, con los que
comenta y observa.
Frente a la alameda central
esta un regimiento de rurales vistiendo su típico traje de charro y tocados con
amplios sombreros. Avanza sin precipitación, pero listo para entrar en acción,
pues todos sus elementos portan sus respectivos sables en la mano diestra.
Convergiendo sobre los
alrededores de la ciudadela, casi no hay una calle en la que no se vean elementos
militares en movimiento o haciendo sus preparativos indispensables para entrar
en la acción que se ha señalado para las diez de la mañana.
En la misma ciudadela, las
azoteas están materialmente coronadas de fusiles que sostienen elementos
militares y civiles, codo con codo, y que están perfectamente preparados para
entrar en combate. Los jefes y oficiales que les mandan, no cesan de observar
los movimientos que se distinguen perfectamente desde sus posiciones, entre los
distintos puntos en que las tropas del gobierno están tomando posiciones para
combatirlos.
En las calles que circundaba la
ciudadela, se han ubicado varios puestos avanzados, emplazándose
ametralladoras, cuyos servidores están ya listos para disparar sobre el enemigo
en cuanto sea avistado. Igualmente, en los puestos avanzados que protegen la
ciudadela, se han emplazado piezas de artillería, cañones cuyas bocas apuntan
para todos los rumbos, como si estuvieran ansiosas de escupir sus andanadas de
fuego y metralla.
En el interior de la ciudadela,
convertida en una verdadera fortaleza, los generales Félix Díaz y Manuel
Mondragón, acompañados de varios oficiales de distintas graduaciones y armas,
observan un plano extendido sobre una mesa y hacen comparaciones con otro
plano, este de la ciudad, que esta sujeto a la pared.
-Con estas piezas batiremos
directamente al palacio nacional –señala el general Mondragón un determinado
punto en el mapa mientras habla.
-Y con estas desmontaremos a
esta batería que tienen emplazada en el Campo Florido. Estas otras las
emplearemos para batir al enemigo que venga por las calles de Balderas y que
será objetivo fácil para nosotros.
Todos los circunstantes oyen y
observan los lugares que el general Mondragón va señalando en los dos mapas y
apenas si hacen algún ligero comentario en voz baja.
En otro lugar de la ciudad esta
el hombre que tiene en sus manos, en cierto modo, el destino de las cosas; los
hilos que pueden hacer que los acontecimientos que van a iniciarse en breves
minutos, tengan un resultado determinante. Es, en esos momentos, quien puede
inclinar la balanza al lado que sus personales determinaciones lo prefieran… y así
lo hizo. Es el general Victoriano Huerta que, como casualmente lo hace, lleva
lentes obscuros cubriendo sus ojos glaucos de mirada impersonal y huidiza. Va
uniformado de caqui, y se cubre con un grueso capote. Pende de su cuello, hacia
el pecho, el estuche que contiene los gemelos de campaña.
En torno del comandante militar
de la plaza y, de hecho, el hombre más fuerte, militarmente hablando, están los
oficiales de su estado mayor.
Todos ocupan la azotea de una
casa desde la que pueden dominar, ayudados de sus gemelos, el campo sobre que
se han de desarrollar las operaciones.
El general Huerta observa
atentamente la marcha de las manecillas de su reloj, que en forma fatal van
caminando, golpe a golpe, como si fueran latidos de un corazón mecánico, hasta
llegar a la hora convenida: ¡las diez de la mañana!
Por la avenida Morelos avanza
el 7º batallón, con el coronel Castillo y sus ayudantes a la cabeza, y entra en
acción exactamente a la hora que previamente le había sido ordenada.
Se rompe el fuego de forma
intensamente…
A los primeros disparos cae
muerto instantáneamente el coronel Castillo, y otro de sus ayudantes le sigue
en el viaje sin regreso. El otro, el subteniente Urquiza, rueda por tierra al
ser muerto su caballo.
Entre las filas de tropa, las
bajas son numerosas. El fuego de los defensores de la ciudadela es trágicamente
certero y mortífero.
Las ametralladoras de los
puestos avanzados que están ubicados en torno a la ciudadela y las que están
emplazadas en las azoteas de la misma fortaleza, no cesan de bramar con sus
lenguas de fuego, y su tableteo que parece que va marcando el ritmo en que va
segando las vidas con su fuego, entre las filas reales que atacan para
reconquistar aquella posición.
La infantería sigue,
inexorable, su avance sobre la ciudadela. Paso a paso va acercándose,
combatiendo sin cesar, por la alameda central hasta llegar a la calle ancha,
hoy de Luis Moya.
Los roncos truenos de la
artillería estremecen los ámbitos en los dos lados, tanto en el bando leal al
gobierno como en el de os infidentes. El silbar de la metralla pone un lúgubre
alarido en el aire.
En un puesto que esta servido
por gente leal al gobierno, esta una granada infidente estalla precisamente
bajo una pieza de artillería, desmontándola, dando muerta a numerosos hombres
de los que combaten y a varios curiosos de los que se han ido acercando al
cobijo de la pared.
Frente a la alameda central están
a la expectativa de órdenes para entrar en acción, los rurales, que integran un
regimiento.
Se llega hasta su comandante,
un oficial de los que forman en el estado mayor del general Victoriano Huerta y
le comunica ordenes del comandante militar de la plaza y jefe de operaciones
contra la ciudadela.
-Ordena mi general Huerta que
usted, con su regimiento, de una carga a fondo por las calles de Balderas,
abatiendo los puestos rebeldes hasta la esquina de la Asociación cristiana
–comunica el oficial.
-Pero ¡como! ¿Vamos a cargar a
caballo? ... ¡No quedaremos ninguno!
–comenta asombrado el comandante de los rurales, ante una orden tan
descabellada.
-Esa es la orden –dice,
impersonalmente, el oficial.
Ante la evidencia de lo
inevitable, el comandante del cuerpo de rurales se yergue en los estribos de su
cabalgadura y, con voz entera y enérgica dice:
-¡Se cumplirá la orden! –y volviéndose para que su gente lo
escuche ordena:
-¡Escuadrones! ¡Por secciones,
a la derecha, para marchar en columna! ¡Marchen!
La fuerza integrada por los
rurales toma el dispositivo de columna por secciones –la sección con dieciséis
hombres en fila al frente y otros dieciséis atrás. Y emprende la marcha.
A medida que van acercándose
los rurales, con sable en mano, a las calles de Balderas, el comandante, que
marcha a la cabeza, ordena:
-¡al trote!
Esta orden es transmitida a
todo el regimiento por una trompeta que lanza el toque de “al trote”.
A los pocos segundos, y ya casi
para entrar a la calle de Balderas, el comandante vuelve a ordenar a su
trompeta de órdenes:
-¡A galope!
El toque es lanzado al aire con
los tonos bravíos de la trompeta. La columna galopa ahora y, al entrar a la
calle de Balderas, la orden del comandante es:
-¡Para cargar!
Al escuchar la orden que les
envía la trompeta, la tropa se tiende sobre los caballos, adelantando la punta
de su sable por un lado de la cabeza de su cabalgadura.
La mirada de los rurales busca
ansiosa al enemigo sobre el que ha de hincar el acero que lleva en la diestra.
Los caballos resoplan en el esfuerzo de la carga cerrada.
Están ya en plena calle de
Balderas, el regimiento viene al galope largo, y nuevamente el comandante hace
que la trompeta ordene:
-¡carguen!
La calle que se abre ante los
rurales, aparece enteramente desierta. Solamente allá, cerca de la esquina de
la asociación cristiana, esta un puesto avanzado de los rebeldes. Guardan
silencio sus armas mientras los rurales lanzan sus cabalgaduras en cara cerrada
sobre ellos.
Los oficiales encargados del
puesto mantienen su gente en quietud, viendo como los rurales avanzan por la
calle de Balderas, acercándose vertiginosamente, levando por delante los
amenazadores sables.
Cuando los hombres vestidos de
charro han entrado al campo que los defensores del puesto infidente estiman
conveniente para ejecutarlos, como simples blancos de entrenamiento, se ordena
el fuego de las ametralladoras y la fusilería de infantes.
Las primeras filas de jinetes
ruedan por tierra, muertos los hombres con sus caballos.
La banda de trompetas de los
rurales toca: “carga cerrada”
Varios de los trompetas no
pueden terminar de lanzar al aire el toque bravío, expresión máxima de
caballería, por que las balas enemigas, que los tiene enfilados sin ningún
estorbo, los hacen caer muertos o gravemente heridos.
A medida que atruena el aire el
fuego, el toque va menguando en intensidad y fogosidad. Su ataque decrece a
medida que los hombres van cayendo atravesados por las balas enemigas… hasta
que la banda de trompeta calla, calla en silencio eterno.
El regimiento de rurales ha quedado
desecho.
La calle esta materialmente tapizada
de cadáveres de charros y sus caballos.
La sangre comienza a corres
silenciosamente en arrollo hacia las coladeras.
Acto 10
Aun para quienes no estaban
acostumbrados a observar el desarrollo de una acción militar, la marcha de la
batalla por la recuperación de la ciudadela ya estaba resultando un tanto rara,
extraña, fuera de lo que era natural que de ella se esperara y, sobre todo, si
se tomaba en cuenta las declaraciones que reiteradamente había hecho el
comandante militar de la plaza y jefe de operaciones en la ciudad, general
Victoriano Huerta, quien había asegurado una y otra vez, ante quien quiso
oírlo, que el tomar posesión de la ciudadela y acabar con sus defensores, era
una operación sumamente sencilla y que no entrañaba ningún peligro de fracaso
Sin embargo, las perdidas de
vidas de parte de los leales al gobierno eran desproporcionadas y escandalosas.
De cada contingente de ataque que se destacaba por cualquier parte sobre la
ciudadela, por una u otra razón, el resultado era siempre que las bajas
obligaban a parar la acción y volverla a empezar con nuevos elementos humanos.
Y en el intervalo entre una y otra operación, la ciudadela se mantenía incólume
y sus defensores no habían llegado a resentir, como era de esperarse, el
verdadero rigor de un combate.
Había muchos rumores que corrían
de boca en boca por los corrillos, las antesalas y hasta entre los oficiales
mismos: se hablaba de órdenes equivocadas, de falta de tino en la dirección de
las operaciones, de excesivos sacrificios humanos ordenados a sabiendas de que
de poco o nada serviría el que se realizaran. En fin, las cosas estaban en el
punto en que la filosofía popular, mas sabida que cualquier otra, justifica
aquello de que “cuando el rio suena, es que agua lleva”. Sonaba el rio de los
comentarios y de simples cuchicheos que empezaron a enturbiar el cielo de la
concordia entre los elementos participantes en la contienda, iba subiendo el
tono de la escala y ya las cosas andaban por sitios en los que su presencia si
determinaba la formación de un ambiente incomodo.
¿Era esa la intención que
animaba a los que daban pábulo a semejantes rumores? ¿Estaba en su mente y en
sus planes el que las líneas leales al gobierno de Madero se reblandecieran bajo
el impacto de la desconfianza?
Evidentemente algo había
Se palpaba en el ambiente y ya
era notable para todos y comentado por todos.
Y tan era verdad lo que la
gente husmeaba con esa intuición rara que hace al soldado saber, conocer,
presentir dijéramos, de donde y en que magnitud se acerca el peligro, que ello
queda demostrado plenamente con los acontecimientos que mas tarde fueron
desarrollándose en forma inexorable, fatal.
En las oficinas del comandante
militar de la plaza, general Victoriano Huerta, la animación era notable,
aunque en el talante de sus allegados para nada se evidenciaba que tomaran mucha
prisa en la realización de sus operaciones y cometidos.
En su oficina particular esta
el general Huerta. Sobre su escritorio descansa una botella de coñac en una
charola y hay una copa a medio agotar. Están con los varios jefes, tanto de su
estado mayor como de otras dependencias, de las que ahora están bajo su
control. Se habla sobre temas que nada tienen que ver con el desarrollo de los
sucesos que están bañando materialmente de sangre a la ciudad de México.
Entra, sin previo aviso, el
oficial que fuera portador de la orden girada por el general Huerta para que el
regimiento de rurales diera carga contra los puestos avanzados de la ciudadela,
por la calle de Balderas. Al llegar frente al general Huerta, se cuadra
marcialmente y rinde parte con las siguientes palabras:
-Se comunico la orden, mi
general.
-¿obedecieron?-pregunta Huerta,
como queriendo confirmar lo que ya imaginaba.
-Si, mi general-afirma el
oficial y, esbozando una sonrisa agrega, a guisa de comentario-: Probablemente
a estas horas ya no quedara ninguno de los maderistas.
Nadie habla una sola palabra más.
Parece que pasa por el aire de aquel recinto un hálito de crimen que sobrecoge
a los presentes, menos al general Huerta que, largando el brazo, toma la copa y
con la otra mano empuña la botella con coñac y sin derramar una sola gota del
liquido, llena su coma y mientras deja nuevamente la botella sobre la charola,
rodea la copa con su mano para calentaren la forma clásica el licor; pasea la
mirada por los rostros de los ahí presentes y poco a poco deja que aparezca su
recia faz una especie de sonrisa enigmática que juega con sus facciones
prolongadamente.
Fuera, en las calles, especialmente
en torno a la ciudadela, el fragor de las ametralladoras hace sincope con el
esporádico, y a veces precipitado tronar de los cañones, mientras que los
trallazos de la fusilería hacen como un coro trágico en aquella sinfonía de
muerte. Hay momentos en que parece que el cansancio obliga a los fusiles a ir
espaciando su tronar, parece que el estrepito mengua y cuando todo induce a
creer que la batalla para, el combate cobra nuevos bríos y truenan nuevos tonos
de metralla desgarrando los aires con su ulular espeluznante y tremendo.
Con la cercanía de la noche, el
combate va cobrando aspectos más impresionantes, pues a medida que cierra la
obscuridad, tal parece que las armas: cañones, ametralladoras, fusiles y
pistolas intentan desbaratarla, inundando el ambiente con la pirotecnia de sus
disparos que rubrican la noche con fuego y metralla.
Trabajosamente se realizan
operaciones de rescate de algunos heridos, arrastrándolos hacia sitios a
cubierto del fuego enemigo. Los quejidos y lamentos de los lesionados hacen mas
dura la jornada para los que combaten.
Hay heridos que han quedado en
el campo de nadie, sin que haya la menor posibilidad de rescatarlos. Ahí están,
sintiendo como se les va la vida y como, por encima de sus cuerpos silban las
balas de los dos bandos, que andan buscando carne en la cual incrustarse.
El cansancio va mermando las
posibilidades de los hombres y hay en sus gargantas y estómagos los espasmos
del tiempo, la sed y el hambre.
Cuando, ocasionalmente, parece
alguno de los automóviles en que Gustavo Madero y otros elementos civiles
designados por el para que le auxilien, o espontáneamente que se han ofrecido
para hacerlo, van llevando provisiones de boca a los combatientes, parece que
cayera sobre el desierto una lluvia bienhechora. Se reparte a la gente pan, tortillas,
pedazos de carne asada, o lo que buenamente se puede obtener es siempre
bienvenido por quien lo recibe, que lo devora mientras continua haciendo hablar
su arma en procura de llevarse por delante a un enemigo.
Y así van transcurriendo las
horas son que haya noción del tiempo como signo de vida, ni dato alguno de su
medida. Los instantes se cuentan solamente entre disparo y disparo, entre el
tiempo transcurrido en agotar un “peine” y en el necesario para reponerlo en
las entrañas del arma.
En el ambiente de la población
civil, la situación va cobrando signos de tragedia quieta, callada, miserable.
Es la tragedia del que no puede comer, no por que no tenga con que comprar lo
necesario, sino por que no hay donde ir a comprarlo, ni el valor para
arriesgarse a salir en su búsqueda.
No hay que comer y cuando en
algún hogar hay algo con que preparar un platillo cualquier, surge la tragedia
de que no hay como cocinarlo, por que ese otro elemento indispensable en
aquellos días: el carbón, se ha agotado.
Ahí empieza el sacrificio
tremendo, de la gente que no participa en la contienda. Hay que destruir un
mueble para convertirlo en fuego, un cuadro de mucha estimación se transforma
en leña y así, en cada casa, sin más variación que la diversidad de posiciones
económicas.
Se dio el caso de familias que
–mas afortunadas o mas previsoras- sin determinar su previsión, se encontraron
con que poseían elementos suficientes no solamente para su propia subsistencias
sino hasta para acudir en auxilio de la familia amiga o el pariente al que se
sabia en critica situación, dadas las circunstancias. Pero, ¿Cómo hacer llegar
la ayuda de a quien iba destinada, sin exhibir una posesión que podría resultar
peligrosa? Si la gente menos afortunada se daba cuenta de que en aquel hogar
había elementos de consumo, era posible que se lanzaran sobre la casa, y quien
sabe que podría pasar.
Pero, como siempre, el ingenio
de nuestro pueblo es fuente inagotable de recursos, se pensó: si se manda un
“bocadillo” en el consabido portaviandas o en el platito o cosa semejante, todo
el mundo lo va a notar. Hay que hacer que parezca que el envió es todo, menos
una cosa comestible. Y así se hizo; una persona muy bien arreglada, dijéramos
elegante, lleva un balso en la mano, que a todas luces es una simple caja en la
que van todas las cosas imaginables, menos un plato de frijoles refritos o
media docena de tortillas de maíz.
Así se auxiliaban en esos días
los que tenían la suerte de poder hacerlo.
El pueblo, el miserable pueblo;
carne sufrida y masa hambrienta, sufrió como siempre, en su propia carne y en
su propio cuerpo, las torturas del hambre y la mordedura de las balas. No podía
quedarse en casa por que ello equivalía a morir de inanición. Valía la pena
salir a la calle a buscar algo; siempre seria mejor morir de balazos que de un retortijón
de “tripas” vacías, y así salieron los de la clase humilde. Con esa trágica
determinación de que hace alarde nuestro pueblo cuando, encogiéndose de
hombros, declara: “nadie se muere la víspera”. Fueron a jugar a las escondidas
con las balas, para hurgar en donde fuera posible encontrar algo de comer, y
muchos de ellos si murieron en esa víspera, muchos de ellos llegaron a su raya
fatal, tropezándola en mitad de una calle, cuando tuvieron la mala fortuna de
interponerse en el paso de una bala.
Y esto es tan cierto que aun
pueden verse infinidad de fotografías capturadas por periodistas valerosos,
impresas en distintos rubros. En todas ellas aparecen los cadáveres, que eran
el tema obligado en el paisaje citadino. Si se observa un poco en esas
fotografías, de cada cien muertos, dos o tres llevan sacos con comida, o van
con ropas de cierta calidad, los demás son el ejemplo típico de nuestro humilde
pueblo.
Al tercer día de combate, la
ciudad era un muladar en su aspecto y en los miasmas que de cadáveres de
personas y animales llevaban al aire.
Los servicios, muy precarios
por cierto, que había en aquel tiempo para atender a la limpieza publica, no
era de esperarse que prestaran la menor atención a sus obligaciones, estando,
como estaba la ciudad, sujeta a la contingencia de una batalla cuyo final no se
podía predecir.
Sectores completos de la ciudad
permanecían durante la noche sumidos en la más completa oscuridad, solamente
desgarrada por las rayas de fuego que trazaban en el aire las granadas y los
disparos.
Canes hambrientos se daban un festín
en mitad de la calle con los caballos y personas muertas por causa de los
disparos. Ellos tenían la felicidad de comer sin temor alguno, pues tenían la
trágica sabiduría de la ignorancia del peligro que pululaba por las calles
metropolitanas.
Había dos extremos que
polarizaban los valores del espíritu, si cabe decirlo así, por encima de los
acontecimientos o quizás precisamente a causa de ellos:
En el palacio nacional, el
presidente de la república, desechando todos los avisos que le llegaban en los
que se le hacia notar la traición de que estaba siendo objeto. Para el aquello
era intriga y cosa de poco valor. No creía en la perfidia de los hombres y en
los más pérfidos puso su mayor confianza.
El otro extremo era la
comandancia militar de la plaza, en la que el general Huerta, avieso y taimado,
estaba utilizando a los hombres para fincar su propia situación. No pensó jamás
en que lo que hacia era un crimen sin nombre ni medida, inaudito y
desproporcionado. Para el los hombres, fuera quien fuesen, solamente eran piezas
de ajedrez y nada mas.
Mientras agotaba botellas tras
botella de coñac, preparaba su jaque-mate traídor y asesino.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario