viernes, 25 de abril de 2014

decena trágica (parte cinco)

Acto 9
Desde las primeras horas de aquel martes once de febrero, la actividad bélica asumió características de gran movilidad en todos los rumbos de la ciudad, pero, lógicamente, concentrándose sobre el punto toral que era la ciudadela, sitio en que estaban perfectamente bien parapetados y abastecidos los elementos, tanto civiles cuanto militares, que secundaban al general Félix Díaz.
Como detalle que, pudiera decirse, se observaba en la ciudad, como una consecuencia lógica de la situación que en ella prevalecía, ya el hambre estaba haciendo de las suyas, hincando sus garras, como siempre, en forma preferente en las clases económicamente más débiles. Era el tercer día de acontecimientos guerreros y, desde el primer, ya el ritmo usual de la vida capitalina había sufrido un dislocamiento y quebranto que significaba la falta de abastos casi en toda la línea. No se podía conseguir carne, legumbres, cereales, pan, leche, etc. Y la poca gente que se aventuraba a salir de casa, iba de un lado para otro exhibiendo  en su rostro, al par que el terror, pánico ante la inminente posibilidad, presente en sus mentes, de resultar victima de una descarga o de una bala “perdida”, el hambre que adquiría categoría de imperativo imprescindible, inaplazable y fatal.
En Tacubaya, la gente que llego de Cuernavaca bajo el mando del general Ángeles, después de ser revistada. Dotada convenientemente de municiones de guerra, partió de su cuartel rumbo a la ciudad de México. Era su formación, en dos largas hileras. Toda la fuerza estaba compuesta por elementos de infantería pertenecientes al 7º. Batallón. Cerraba su formación en la retaguardia, un numero de acumulas que llevaban sobre sus lomos, las ametralladoras y las municiones de repuesto.
A la cabeza, montado, marchaba el coronel Castillo, hombre de complexión robusta, más bien gordo, de corta estatura y que, como era la usanza del tiempo, gastaba grandes mostachos. Inmediatamente a sus lados formaban un oficial ayudante y un subteniente sub-ayudante, era este el autor de estas líneas.
Caminaba aquella gente por la calzada de Tacubaya, como se ha dicho, en dos largas hileras. Rebasan el cerro de Chapultepec y entran por el paseo de la reforma.
En formación semejante a la que guardaba el 7º. Batallón que venia de Tacubaya, por la avenida Juárez marcha otra tropa. Mas gente de armas viene haciendo rumbo hacia el centro de operaciones, caminando por el campo de florido y las calles de San Miguel.
En diversos lugares están emplazadas varias baterías de artillería, aparentemente listas para entrar en acción. Su espectacularidad hace que sobre ellas converja la curiosidad de los civiles que se han atrevido a salir a la calle.
En una de aquellas baterías esta el coronel Rubio Navarrete, acompañado por varios oficiales, con los que comenta y observa.
Frente a la alameda central esta un regimiento de rurales vistiendo su típico traje de charro y tocados con amplios sombreros. Avanza sin precipitación, pero listo para entrar en acción, pues todos sus elementos portan sus respectivos sables en la mano diestra.
Convergiendo sobre los alrededores de la ciudadela, casi no hay una calle en la que no se vean elementos militares en movimiento o haciendo sus preparativos indispensables para entrar en la acción que se ha señalado para las diez de la mañana.
En la misma ciudadela, las azoteas están materialmente coronadas de fusiles que sostienen elementos militares y civiles, codo con codo, y que están perfectamente preparados para entrar en combate. Los jefes y oficiales que les mandan, no cesan de observar los movimientos que se distinguen perfectamente desde sus posiciones, entre los distintos puntos en que las tropas del gobierno están tomando posiciones para combatirlos.
En las calles que circundaba la ciudadela, se han ubicado varios puestos avanzados, emplazándose ametralladoras, cuyos servidores están ya listos para disparar sobre el enemigo en cuanto sea avistado. Igualmente, en los puestos avanzados que protegen la ciudadela, se han emplazado piezas de artillería, cañones cuyas bocas apuntan para todos los rumbos, como si estuvieran ansiosas de escupir sus andanadas de fuego y metralla.
En el interior de la ciudadela, convertida en una verdadera fortaleza, los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón, acompañados de varios oficiales de distintas graduaciones y armas, observan un plano extendido sobre una mesa y hacen comparaciones con otro plano, este de la ciudad, que esta sujeto a la pared.
-Con estas piezas batiremos directamente al palacio nacional –señala el general Mondragón un determinado punto en el mapa mientras habla.
-Y con estas desmontaremos a esta batería que tienen emplazada en el Campo Florido. Estas otras las emplearemos para batir al enemigo que venga por las calles de Balderas y que será objetivo fácil para nosotros.
Todos los circunstantes oyen y observan los lugares que el general Mondragón va señalando en los dos mapas y apenas si hacen algún ligero comentario en voz baja.
En otro lugar de la ciudad esta el hombre que tiene en sus manos, en cierto modo, el destino de las cosas; los hilos que pueden hacer que los acontecimientos que van a iniciarse en breves minutos, tengan un resultado determinante. Es, en esos momentos, quien puede inclinar la balanza al lado que sus personales determinaciones lo prefieran… y así lo hizo. Es el general Victoriano Huerta que, como casualmente lo hace, lleva lentes obscuros cubriendo sus ojos glaucos de mirada impersonal y huidiza. Va uniformado de caqui, y se cubre con un grueso capote. Pende de su cuello, hacia el pecho, el estuche que contiene los gemelos de campaña.
En torno del comandante militar de la plaza y, de hecho, el hombre más fuerte, militarmente hablando, están los oficiales de su estado mayor.
Todos ocupan la azotea de una casa desde la que pueden dominar, ayudados de sus gemelos, el campo sobre que se han de desarrollar las operaciones.
El general Huerta observa atentamente la marcha de las manecillas de su reloj, que en forma fatal van caminando, golpe a golpe, como si fueran latidos de un corazón mecánico, hasta llegar a la hora convenida: ¡las diez de la mañana!
Por la avenida Morelos avanza el 7º batallón, con el coronel Castillo y sus ayudantes a la cabeza, y entra en acción exactamente a la hora que previamente le había sido ordenada.
Se rompe el fuego de forma intensamente…
A los primeros disparos cae muerto instantáneamente el coronel Castillo, y otro de sus ayudantes le sigue en el viaje sin regreso. El otro, el subteniente Urquiza, rueda por tierra al ser muerto su caballo.
Entre las filas de tropa, las bajas son numerosas. El fuego de los defensores de la ciudadela es trágicamente certero y mortífero.
Las ametralladoras de los puestos avanzados que están ubicados en torno a la ciudadela y las que están emplazadas en las azoteas de la misma fortaleza, no cesan de bramar con sus lenguas de fuego, y su tableteo que parece que va marcando el ritmo en que va segando las vidas con su fuego, entre las filas reales que atacan para reconquistar aquella posición.
La infantería sigue, inexorable, su avance sobre la ciudadela. Paso a paso va acercándose, combatiendo sin cesar, por la alameda central hasta llegar a la calle ancha, hoy de Luis Moya.
Los roncos truenos de la artillería estremecen los ámbitos en los dos lados, tanto en el bando leal al gobierno como en el de os infidentes. El silbar de la metralla pone un lúgubre alarido en el aire.
En un puesto que esta servido por gente leal al gobierno, esta una granada infidente estalla precisamente bajo una pieza de artillería, desmontándola, dando muerta a numerosos hombres de los que combaten y a varios curiosos de los que se han ido acercando al cobijo de la pared.
Frente a la alameda central están a la expectativa de órdenes para entrar en acción, los rurales, que integran un regimiento.
Se llega hasta su comandante, un oficial de los que forman en el estado mayor del general Victoriano Huerta y le comunica ordenes del comandante militar de la plaza y jefe de operaciones contra la ciudadela.
-Ordena mi general Huerta que usted, con su regimiento, de una carga a fondo por las calles de Balderas, abatiendo los puestos rebeldes hasta la esquina de la Asociación cristiana –comunica el oficial.
-Pero ¡como! ¿Vamos a cargar a caballo? ...  ¡No quedaremos ninguno! –comenta asombrado el comandante de los rurales, ante una orden tan descabellada.
-Esa es la orden –dice, impersonalmente, el oficial.
Ante la evidencia de lo inevitable, el comandante del cuerpo de rurales se yergue en los estribos de su cabalgadura y, con voz entera y enérgica dice:
     -¡Se cumplirá la orden! –y volviéndose para que su gente lo escuche ordena:
-¡Escuadrones! ¡Por secciones, a la derecha, para marchar en columna! ¡Marchen!
La fuerza integrada por los rurales toma el dispositivo de columna por secciones –la sección con dieciséis hombres en fila al frente y otros dieciséis atrás. Y emprende la marcha.
A medida que van acercándose los rurales, con sable en mano, a las calles de Balderas, el comandante, que marcha a la cabeza, ordena:
-¡al trote!
Esta orden es transmitida a todo el regimiento por una trompeta que lanza el toque de “al trote”.
A los pocos segundos, y ya casi para entrar a la calle de Balderas, el comandante vuelve a ordenar a su trompeta de órdenes:
-¡A galope!
El toque es lanzado al aire con los tonos bravíos de la trompeta. La columna galopa ahora y, al entrar a la calle de Balderas, la orden del comandante es:
-¡Para cargar!
Al escuchar la orden que les envía la trompeta, la tropa se tiende sobre los caballos, adelantando la punta de su sable por un lado de la cabeza de su cabalgadura.
La mirada de los rurales busca ansiosa al enemigo sobre el que ha de hincar el acero que lleva en la diestra. Los caballos resoplan en el esfuerzo de la carga cerrada.
Están ya en plena calle de Balderas, el regimiento viene al galope largo, y nuevamente el comandante hace que la trompeta ordene:
-¡carguen!
La calle que se abre ante los rurales, aparece enteramente desierta. Solamente allá, cerca de la esquina de la asociación cristiana, esta un puesto avanzado de los rebeldes. Guardan silencio sus armas mientras los rurales lanzan sus cabalgaduras en cara cerrada sobre ellos.
Los oficiales encargados del puesto mantienen su gente en quietud, viendo como los rurales avanzan por la calle de Balderas, acercándose vertiginosamente, levando por delante los amenazadores sables.
Cuando los hombres vestidos de charro han entrado al campo que los defensores del puesto infidente estiman conveniente para ejecutarlos, como simples blancos de entrenamiento, se ordena el fuego de las ametralladoras y la fusilería de infantes.
Las primeras filas de jinetes ruedan por tierra, muertos los hombres con sus caballos.
La banda de trompetas de los rurales toca: “carga cerrada”
Varios de los trompetas no pueden terminar de lanzar al aire el toque bravío, expresión máxima de caballería, por que las balas enemigas, que los tiene enfilados sin ningún estorbo, los hacen caer muertos o gravemente heridos.
A medida que atruena el aire el fuego, el toque va menguando en intensidad y fogosidad. Su ataque decrece a medida que los hombres van cayendo atravesados por las balas enemigas… hasta que la banda de trompeta calla, calla en silencio eterno.
El regimiento de rurales ha quedado desecho.
La calle esta materialmente tapizada de cadáveres de charros y sus caballos.
La sangre comienza a corres silenciosamente en arrollo hacia las coladeras.

Acto 10
Aun para quienes no estaban acostumbrados a observar el desarrollo de una acción militar, la marcha de la batalla por la recuperación de la ciudadela ya estaba resultando un tanto rara, extraña, fuera de lo que era natural que de ella se esperara y, sobre todo, si se tomaba en cuenta las declaraciones que reiteradamente había hecho el comandante militar de la plaza y jefe de operaciones en la ciudad, general Victoriano Huerta, quien había asegurado una y otra vez, ante quien quiso oírlo, que el tomar posesión de la ciudadela y acabar con sus defensores, era una operación sumamente sencilla y que no entrañaba ningún peligro de fracaso
Sin embargo, las perdidas de vidas de parte de los leales al gobierno eran desproporcionadas y escandalosas. De cada contingente de ataque que se destacaba por cualquier parte sobre la ciudadela, por una u otra razón, el resultado era siempre que las bajas obligaban a parar la acción y volverla a empezar con nuevos elementos humanos. Y en el intervalo entre una y otra operación, la ciudadela se mantenía incólume y sus defensores no habían llegado a resentir, como era de esperarse, el verdadero rigor de un combate.
Había muchos rumores que corrían de boca en boca por los corrillos, las antesalas y hasta entre los oficiales mismos: se hablaba de órdenes equivocadas, de falta de tino en la dirección de las operaciones, de excesivos sacrificios humanos ordenados a sabiendas de que de poco o nada serviría el que se realizaran. En fin, las cosas estaban en el punto en que la filosofía popular, mas sabida que cualquier otra, justifica aquello de que “cuando el rio suena, es que agua lleva”. Sonaba el rio de los comentarios y de simples cuchicheos que empezaron a enturbiar el cielo de la concordia entre los elementos participantes en la contienda, iba subiendo el tono de la escala y ya las cosas andaban por sitios en los que su presencia si determinaba la formación de un ambiente incomodo.
¿Era esa la intención que animaba a los que daban pábulo a semejantes rumores? ¿Estaba en su mente y en sus planes el que las líneas leales al gobierno de Madero se reblandecieran bajo el impacto de la desconfianza?
Evidentemente algo había
Se palpaba en el ambiente y ya era notable para todos y comentado por todos.
Y tan era verdad lo que la gente husmeaba con esa intuición rara que hace al soldado saber, conocer, presentir dijéramos, de donde y en que magnitud se acerca el peligro, que ello queda demostrado plenamente con los acontecimientos que mas tarde fueron desarrollándose en forma inexorable, fatal.

En las oficinas del comandante militar de la plaza, general Victoriano Huerta, la animación era notable, aunque en el talante de sus allegados para nada se evidenciaba que tomaran mucha prisa en la realización de sus operaciones y cometidos.
En su oficina particular esta el general Huerta. Sobre su escritorio descansa una botella de coñac en una charola y hay una copa a medio agotar. Están con los varios jefes, tanto de su estado mayor como de otras dependencias, de las que ahora están bajo su control. Se habla sobre temas que nada tienen que ver con el desarrollo de los sucesos que están bañando materialmente de sangre a la ciudad de México.
Entra, sin previo aviso, el oficial que fuera portador de la orden girada por el general Huerta para que el regimiento de rurales diera carga contra los puestos avanzados de la ciudadela, por la calle de Balderas. Al llegar frente al general Huerta, se cuadra marcialmente y rinde parte con las siguientes palabras:
-Se comunico la orden, mi general.
-¿obedecieron?-pregunta Huerta, como queriendo confirmar lo que ya imaginaba.
-Si, mi general-afirma el oficial y, esbozando una sonrisa agrega, a guisa de comentario-: Probablemente a estas horas ya no quedara ninguno de los maderistas.
Nadie habla una sola palabra más. Parece que pasa por el aire de aquel recinto un hálito de crimen que sobrecoge a los presentes, menos al general Huerta que, largando el brazo, toma la copa y con la otra mano empuña la botella con coñac y sin derramar una sola gota del liquido, llena su coma y mientras deja nuevamente la botella sobre la charola, rodea la copa con su mano para calentaren la forma clásica el licor; pasea la mirada por los rostros de los ahí presentes y poco a poco deja que aparezca su recia faz una especie de sonrisa enigmática que juega con sus facciones prolongadamente.
Fuera, en las calles, especialmente en torno a la ciudadela, el fragor de las ametralladoras hace sincope con el esporádico, y a veces precipitado tronar de los cañones, mientras que los trallazos de la fusilería hacen como un coro trágico en aquella sinfonía de muerte. Hay momentos en que parece que el cansancio obliga a los fusiles a ir espaciando su tronar, parece que el estrepito mengua y cuando todo induce a creer que la batalla para, el combate cobra nuevos bríos y truenan nuevos tonos de metralla desgarrando los aires con su ulular espeluznante y tremendo.
Con la cercanía de la noche, el combate va cobrando aspectos más impresionantes, pues a medida que cierra la obscuridad, tal parece que las armas: cañones, ametralladoras, fusiles y pistolas intentan desbaratarla, inundando el ambiente con la pirotecnia de sus disparos que rubrican la noche con fuego y metralla.
Trabajosamente se realizan operaciones de rescate de algunos heridos, arrastrándolos hacia sitios a cubierto del fuego enemigo. Los quejidos y lamentos de los lesionados hacen mas dura la jornada para los que combaten.
Hay heridos que han quedado en el campo de nadie, sin que haya la menor posibilidad de rescatarlos. Ahí están, sintiendo como se les va la vida y como, por encima de sus cuerpos silban las balas de los dos bandos, que andan buscando carne en la cual incrustarse.
El cansancio va mermando las posibilidades de los hombres y hay en sus gargantas y estómagos los espasmos del tiempo, la sed y el hambre.
Cuando, ocasionalmente, parece alguno de los automóviles en que Gustavo Madero y otros elementos civiles designados por el para que le auxilien, o espontáneamente que se han ofrecido para hacerlo, van llevando provisiones de boca a los combatientes, parece que cayera sobre el desierto una lluvia bienhechora. Se reparte a la gente pan, tortillas, pedazos de carne asada, o lo que buenamente se puede obtener es siempre bienvenido por quien lo recibe, que lo devora mientras continua haciendo hablar su arma en procura de llevarse por delante a un enemigo.
Y así van transcurriendo las horas son que haya noción del tiempo como signo de vida, ni dato alguno de su medida. Los instantes se cuentan solamente entre disparo y disparo, entre el tiempo transcurrido en agotar un “peine” y en el necesario para reponerlo en las entrañas del arma.
En el ambiente de la población civil, la situación va cobrando signos de tragedia quieta, callada, miserable. Es la tragedia del que no puede comer, no por que no tenga con que comprar lo necesario, sino por que no hay donde ir a comprarlo, ni el valor para arriesgarse a salir en su búsqueda.
No hay que comer y cuando en algún hogar hay algo con que preparar un platillo cualquier, surge la tragedia de que no hay como cocinarlo, por que ese otro elemento indispensable en aquellos días: el carbón, se ha agotado.
Ahí empieza el sacrificio tremendo, de la gente que no participa en la contienda. Hay que destruir un mueble para convertirlo en fuego, un cuadro de mucha estimación se transforma en leña y así, en cada casa, sin más variación que la diversidad de posiciones económicas.
Se dio el caso de familias que –mas afortunadas o mas previsoras- sin determinar su previsión, se encontraron con que poseían elementos suficientes no solamente para su propia subsistencias sino hasta para acudir en auxilio de la familia amiga o el pariente al que se sabia en critica situación, dadas las circunstancias. Pero, ¿Cómo hacer llegar la ayuda de a quien iba destinada, sin exhibir una posesión que podría resultar peligrosa? Si la gente menos afortunada se daba cuenta de que en aquel hogar había elementos de consumo, era posible que se lanzaran sobre la casa, y quien sabe que podría pasar.
Pero, como siempre, el ingenio de nuestro pueblo es fuente inagotable de recursos, se pensó: si se manda un “bocadillo” en el consabido portaviandas o en el platito o cosa semejante, todo el mundo lo va a notar. Hay que hacer que parezca que el envió es todo, menos una cosa comestible. Y así se hizo; una persona muy bien arreglada, dijéramos elegante, lleva un balso en la mano, que a todas luces es una simple caja en la que van todas las cosas imaginables, menos un plato de frijoles refritos o media docena de tortillas de maíz.
Así se auxiliaban en esos días los que tenían la suerte de poder hacerlo.
El pueblo, el miserable pueblo; carne sufrida y masa hambrienta, sufrió como siempre, en su propia carne y en su propio cuerpo, las torturas del hambre y la mordedura de las balas. No podía quedarse en casa por que ello equivalía a morir de inanición. Valía la pena salir a la calle a buscar algo; siempre seria mejor morir de balazos que de un retortijón de “tripas” vacías, y así salieron los de la clase humilde. Con esa trágica determinación de que hace alarde nuestro pueblo cuando, encogiéndose de hombros, declara: “nadie se muere la víspera”. Fueron a jugar a las escondidas con las balas, para hurgar en donde fuera posible encontrar algo de comer, y muchos de ellos si murieron en esa víspera, muchos de ellos llegaron a su raya fatal, tropezándola en mitad de una calle, cuando tuvieron la mala fortuna de interponerse en el paso de una bala.
Y esto es tan cierto que aun pueden verse infinidad de fotografías capturadas por periodistas valerosos, impresas en distintos rubros. En todas ellas aparecen los cadáveres, que eran el tema obligado en el paisaje citadino. Si se observa un poco en esas fotografías, de cada cien muertos, dos o tres llevan sacos con comida, o van con ropas de cierta calidad, los demás son el ejemplo típico de nuestro humilde pueblo.
Al tercer día de combate, la ciudad era un muladar en su aspecto y en los miasmas que de cadáveres de personas y animales llevaban al aire.
Los servicios, muy precarios por cierto, que había en aquel tiempo para atender a la limpieza publica, no era de esperarse que prestaran la menor atención a sus obligaciones, estando, como estaba la ciudad, sujeta a la contingencia de una batalla cuyo final no se podía predecir.
Sectores completos de la ciudad permanecían durante la noche sumidos en la más completa oscuridad, solamente desgarrada por las rayas de fuego que trazaban en el aire las granadas y los disparos.
Canes hambrientos se daban un festín en mitad de la calle con los caballos y personas muertas por causa de los disparos. Ellos tenían la felicidad de comer sin temor alguno, pues tenían la trágica sabiduría de la ignorancia del peligro que pululaba por las calles metropolitanas.
Había dos extremos que polarizaban los valores del espíritu, si cabe decirlo así, por encima de los acontecimientos o quizás precisamente a causa de ellos:
En el palacio nacional, el presidente de la república, desechando todos los avisos que le llegaban en los que se le hacia notar la traición de que estaba siendo objeto. Para el aquello era intriga y cosa de poco valor. No creía en la perfidia de los hombres y en los más pérfidos puso su mayor confianza.
El otro extremo era la comandancia militar de la plaza, en la que el general Huerta, avieso y taimado, estaba utilizando a los hombres para fincar su propia situación. No pensó jamás en que lo que hacia era un crimen sin nombre ni medida, inaudito y desproporcionado. Para el los hombres, fuera quien fuesen, solamente eran piezas de ajedrez y nada mas.

Mientras agotaba botellas tras botella de coñac, preparaba su jaque-mate traídor y asesino.

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