martes, 22 de abril de 2014

decena trágica (parte cuatro)

Acto 7
     La tragedia seguía urdiendo la trama en que había de arropar a la ciudad de México y, con ella, al presidente de la república, don Francisco I. Madero.
     Con todo y que en situaciones como la que prevalecía en aquella mañana de febrero, las cosas no es posible que sigan sus cauces ordinarios y lógicamente derrotan hacia lo inusitado y lo imprevisto en obvio de esfuerzos, tiempos y en afán de hacer las cosas en aparentemente mejor forma, la verdad es que en las oficinas presidenciales en el palacio nacional, a las que ya se había restituido el señor Madero, las normas acostumbradas para el desarrollo del trabajo estaban sufriendo la influencia del nerviosismo reinante, por todos conceptos explicable y excusable.
     La austeridad del despacho presidencial menguaba, ciertamente, por cuanto que el acceso a su interior había perdido mucho de sus protocolario proceso y a el entraban personas y de el salían gentes con nuevas, con disposiciones, con noticias; con infinidad de asuntos todos ellos relacionados con el desarrollo de las operaciones iniciadas en las primeras horas de ese mismo día.
     Dentro, en compañía del presidente Madero, estaban varios de sus ministros, como el de gobernación, Rafael Hernández; el de haciendo, Ernesto Madero; el vicepresidente de la republica, licenciado don José María Pino Suárez; el jefe de estado mayor presidencial, capitán del navío Hilario Rodríguez Malpica; el general Victoriano Huerta, recién designado comandante militar de la plaza, por haber resultado herido el general Lauro Villar, quien ocupaba tal cargo; el señor Marcos Hernández, primo de Francisco I. Madero; el hermano del mismo presidente, Gustavo Madero, y varios de los ayudantes, entre ellos el mayor Gustavo Garmendia y el capitán Federico Montes.
     El presidente don Francisco I. Madero, que había mantenido informado hasta lo posible de cuanto estaba sucediendo en la ciudad, habla con el general Victoriano Huerta, a quien dice:
     -Me acaba de informar, general Huerta, que la ciudadela esta en poder de Félix Díaz y que en la defensa de ella murió asesinado por la espalda el general Manuel P. Villareal, mayor de ordenes de la plaza y el jefe de aquel punto.
     -Efectivamente, señor Presidente; esa información es exacta –contesta el general Huerta, que se mantiene de pie, y agrega-: Pero no importa. Yo le prometo a usted tomar la ciudadela en cuanto pueda reunir aquí, en la capital, algunas fuerzas militares que están en los alrededores.
     -Hágalo usted cuanto antes, general –apremia Don Francisco I. Madero.
     -Con el permiso de usted –dice el general Huerta, dando a sus palabras el tono y énfasis más militares posibles-. Voy a ordenar telegráficamente que el coronel Rubio Navarrete, ya usted sabe que magnifico artillero es, se incorpore; esta en Querétaro, en la capital del Estado. Lo mismo ordenare que hagan los cuerpos rurales de Tlalnepantla y de San Juan Teotihuacán, para que se concentren aquí, igual que el 38° batallón de infantería, que se encuentra en Texcoco. Por otra parte, señor presidente estimo que seria conveniente que usted dispusiera que el general Ángeles procediera a trasladarse, con la mayoría de sus fuerzas, marchando desde luego para incorporarse en esta plaza. Otro tanto sugiero con respecto al general Blanquet, que actualmente esta en la ciudad de Toluca, con su 29° batallón; creo que también podríamos y deberíamos traerlo al 2°. Regimiento de caballería, que esta en Puebla, también creo conveniente que se le ordene incorporarse en esta plaza. Aquí, en la plaza de México, tenemos generales ameritados que ya se han presentado ante mí y que también pueden tomar el mando de las diversas columnas de ataque que se formen con los elementos que podamos reunir para atacar y batir al enemigo. Aquí están: Mass, Delgado, Romero y otros mas.
    
     -Me parece muy bien lo que usted sugiere, general, y desde luego creo que debe usted ordenar lo que estime necesario sobre el particular.
     El presidente Madero hablaba, al ordenar lo anterior, dando muestras de confiar plenamente en el buen consejo y juicio profesional del general Huerta.
     -Yo personalmente me encargare de traer al general Ángeles, de Cuernavaca –dijo el señor Madero.
     -Toda la mayor concentración de elementos combatientes posibles –insistió el general Victoriano Huerta, con marcado interés-, debe hacerse hoy mismo, para poder iniciar el ataque a la ciudadela mañana mismo por la mañana. Será un combate duro, pero breve. Yo le garantizo el buen excito de la acción, señor presidente.
     Con paso firme, aunque demostrando respetuosa deferencia, se acerca al presidente Madero el jefe de su estado mayor, el capitán de navío Hilario Rodríguez Malpica; porta gallardamente el uniforme de su grado y luce en su mentón una barba de marino a la antigua. Al estar al lado del presidente y cuando advierte que este se percato de su presencia, le informa:
     -Señor presidente, el mayor Emiliano López Figueroa, inspector general de Policía, solicita hablar con usted.
     -Hágalo pasar inmediatamente –ordena el señor Madero y, dirigiéndose a su hermano Gustavo, le dice-: Tú, Gustavo, hazte cargo de abastecer de comida a las tropas y de lo que sobre ese renglón se haga necesario.
     Terciando el general Victoriano Huerta entre los señores Don Francisco y don Gustavo Madero, dijo, mientras clavaba en este último su mirada penetrante, embozada en obscuros lentes.
     -Eso es muy importante. Me va ser usted de mucha utilidad, don Gustavo.
     -Quedo a sus órdenes, general –responde don Gustavo Madero-. Tenga usted la absoluta seguridad de que nada carecerán sus tropas.
     Por la puerta que da acceso al privado del presidente, en donde esta este con el general Huerta y don Gustavo Madero, entra el mayor Emiliano López Figueroa. Va vestido con ropas de civil, extremadamente acicaladas, luce en su rostro un exagerado bigote atesado a la Káiser Guillermo II y porta lentes. Habla con estudiada y campanuda diplomacia, a la que acompaña con amplios ademanes. Al estar cerca del presidente Madero, hace un saludo respetuoso marcado con una inclinación de cabeza, y tras de hacer una venia semejante dirigida al general Huerta, expresa:
     -Señor presidente: un individuo extranjero que se dice ser emisario del general Félix Díaz, se me ha presentado en mis oficinas de la Inspección General de Policía, y me ha manifestado que su representado o su jefe, Félix Díaz, tratando de evitar que haya mas derramamiento de sangre, desea conferenciar con algún enviado de usted para ver si es posible llegar a un arreglo que ponga punto final a la situación reinante.
     -No estaría mas escucharlo –opina el presidente Madero, y luego agrega-: Valla usted mismo, señor mayor.
     -Desde luego que lo haré, señor presidente –responde el mayor López Figueroa.
     -Pues cuanto antes lo haga, mejor será.
     -Con su permiso, señor presidente –se despide el mayor López Figueroa, que sale presurosamente por el mismo camino por el que había llegado.
     Baja hasta el patio de honor y ahí aborda su automóvil, en el que sale para tomar rumbo a la ciudadela. Cuando ha llegado a la puerta de la fortaleza, hace detener su automóvil y desciende de el. Sin siquiera volver la cara a parte alguna, el mayor López Figueroa penetra al interior de la diputada fortaleza, sin que nadie le pregunte su asunto ni trate de impedirle el paso.
     No habrían pasado escasos veinte minutos desde que el inspector general de policía, mayor Emiliano López Figueroa, había llegado a la ciudadela, cuando de improviso, por el rumbo en que estaba el puesto más avanzado de los que custodiaban aquella fortaleza, aparece un escuadrón de policía montada de la capital; vienen al trote largo y llevan las armas prontas. A la cabeza del escuadrón cabalga un oficial que, al estar lo suficientemente cerca del puesto avanzado, hace con la mano diestra, en la que empuña el sable, señal de alto a su gente, al mismo tiempo que, con voz estentórea, grita:
     -¡Aquí llego la policía montada! ¡Abajo Madero!
     Aquel grito es coreado tanto por los montados de la policía, integrantes del escuadrón que llegaba, como por los civiles y militares que estaban parapetados en el puesto avanzado y que ya se disponían a repeler lo que ellos creían una agresión de fuerzas del gobierno.
     Se deja paso franco a los recién llegados y se producen escenas de regocijado entusiasmo.
     Mientras tanto, en el despacho privado del presidente Francisco I. Madero, acompañado por las mismas personas que estaban cuando se desarrollo la entrevista con el comandante militar de la plaza, general Victoriano Huerta y el mayor López Figueroa, este ultimo por que ha sido enviado como representante del presidente para que conferenciara en la ciudadela con el general Félix Díaz.
     Ya ha transcurrido mucho tiempo, mas de lo prudente, después de la hora en que era de esperarse que se tuvieran noticias del resultado de las conversaciones entre López Figueroa y Félix Díaz. La espera, cada momento se torna más y más molesta.
     El jefe del estado mayor presidencial, Hilario Rodríguez Malpica, que acompaña al presidente, tras un largo silencio, dice, dirigiéndose a Madero.
     -Señor presidente, ya ha pasado mucho tiempo desde que el mayor López Figueroa marcho a la ciudadela para conferenciar con el general Félix Díaz y ni regresa el ni teneos alguna noticia respecto a lo que haya podido acceder en la entrevista. Por otra parte, se me acaba de informar que parece que la policía montada se ha pasado al enemigo con todos sus contingentes.
     Tras unos breves instantes, en que pareció que Madero meditaba sobre lo que se le acababa de informar, alzo la vista y poniendo su clara mirada directamente en los ojos francos y abiertos de Rodríguez Malpica, expreso:
     -Me parece muy raro el silencio y la falta de noticias de Figueroa; si, muy extraño –dijo con las ideas en otra parte, luego cambiando de expresión por una resuelta y definida, encaro al mayor Germandia, ordenándole:
     -Usted, mayor Germandia, hágase cargo inmediatamente de la inspección general de policía. Tiene usted los más amplios poderes para que asuma el cargo y lo desempeñe como mejor le aconseje su buen juicio y las circunstancias lo demandes. Obre usted con absoluta libertad.
     -Desde luego, señor presidente –respondió el mayor Germandia, poniéndose en posición de “firmes”, y agrego-: como usted ordene. Con permiso de usted –hizo el saludo militar y Salía rápidamente del despacho presidencial para ir a cumplir con la orden recibida.
     El presidente Madero, poniéndose en pie y empezando una especie de pequeño paso por el despacho, dijo como no queriendo dar mayor importancia a sus palabras:
     -Vamos a Cuernavaca para traernos al general Ángeles.
     El capitán de navío Rodríguez Malpica, con serenidad pero con una gran sinceridad en su voz, ni corto ni perezoso, hizo el siguiente comentario:
     -Puede haber peligro en el viaje, señor presidente.
     -No tenga cuidado, coronel –respondió el presidente Madero, mientras volvía su mirada para enfrentar la de Rodríguez Malpica-. No tenga el menor cuidado; estaré de regreso hoy mismo por la noche.
Esa misma noche, apenas cuando las sombras habían cerrado sobre la tierra, un automóvil de no muy flamante apariencia camina, jadeante, por el viejo camino carretero México-Cuernavaca, dando tumbos por baches y las piedras desprendidas del precario pavimento.
En aquel coche viaja el presidente de la república, quien trata de disfrazar su persona subiéndose la barba en punta que le fue siempre característica, con una bufanda que, por otra parte, bueno falta le hacia con el helado aire que soplaba entre el lomerío de camino en aquella noche de febrero. Le acompañaban el capitán Federico Montes, otro oficial, el taquígrafo Elías de los ríos y, en el asiento delantero, el chófer y su ayudante.
     Nadie habla.
     Callan y observan la noche sobre el camino.

Acto 8
El misterioso automóvil en el que viajaba nada menos que el hombre sobre el que apuntan todas las armas de la infidencia que ha ensangrentado la ciudad de México, sigue su ruta por el viejo camino carretero México-Cuernavaca, buscando, en medios de la noche obscura, no entrar en mas hoyancos de los que sea indispensable hacerlo. Nadie comenta ni dice nada. Como el presidente Madero calla, sus acompañantes no quieres distraerlo de sus pensamientos.
Nadie mejor que ellos saben cuanto es lo que tiene para meditar el.
De improviso, al dar una vuelta en el camino, se ven allá abajo varias luces, muchas luces, titilantes: es Cuernavaca. Ahí esta la meta tras la que se ha hecho el viaje.
Se van acercando a marcha regular, sin prisa, pero sin perdida de tiempo.
En las orillas de la población morelense, a la entrada misma del camino a la ciudad, esta un puesto avanzado federal.
A la señal del centinela, el automóvil se detiene y se acerca el oficial comandante del puesto a reconocer el carro, y al ver en su interior al presidente de la república, al que reconoce de inmediato, sorprendido, le rinde parte de novedades, cuadrándose.
-no hay novedad, señor presidente- dice el oficial.
-¿Dónde esta el general Ángeles?-inquiere Madero.
-En Cuernavaca señor-
-Bien, iremos a verlo –dice el presidente y, luego dirigiéndose al chófer del auto, ordena -: Adelante.
El automóvil arranca nuevamente con su jadeo cansado. A los pocos minutos de caminar ya por las calles de la población, hacen alto a la puerta de la casa en que se hospeda el general Ángeles.
En la puerta se han quedado los ayudantes del presidente, junto con los elementos que ahí estaban y que formaban parte de la gente a las que ordenes del general Ángeles.
Dentro esta el señor Madero con el general Ángeles que, sorprendido, recibe al primer mandatario de la república y escucha atentamente cuando le dice este respecto a la situación en la capital.
-¡Que sorpresa, señor presidente! Exclama el general Ángeles.
-Ha estallado un cuartelazo en mi contra en la ciudad de México –dice el señor Madero-. Félix Díaz se ha escapado de la prisión en que estaba y se ha hecho fuerte en la ciudadela. Tenemos que batirlo desde luego, sin perdida de tiempo. Por eso he venido personalmente para que usted marche inmediatamente hacia la capital y coopere con las fuerzas leales en la recaptura de la ciudadela y la pacificación de la ciudad.
-Estoy completamente a sus ordenes, señor presidente .declara el general Ángeles.
-¿Seria posible que usted, con la mayor parte de las fuerzas a su mando, estuviera esta misma noche en la ciudad de México, general? Es absolutamente indispensable que así se haga y espero que haga lo pertinente para que así sea.
-Y así será, señor presidente –afirma el general Ángeles-. Estaré ahí esta misma noche en la ciudad de México.
-Bueno. Eso esta muy bien, general –comenta el presidente Madero, mientras visiblemente deja que su cuerpo descanse un poco, relajados los músculos, al sentarse en el cómodo sillón-. Atacaremos mañana mismo a los infidentes que estén en la ciudadela, a primera hora de la mañana.
-Señor presidente, cuente usted con que las fuerzas que estén bajo mi mando, estarán ahí en el momento de la acción, para tomar parte en ella y cooperar hasta el último hombre.
-No esperaba otra cosa de usted, general –expreso Madero, mientras que se levanta y se despide del general Ángeles-. Me vuelvo a México y allá nos veremos.
La sombra de la noche fría se estremece con el traqueteo del automóvil que resopla en el camino. Como en el viaje hacia Cuernavaca, nadie habla ni cuenta nada. El presidente se abriga fuertemente con un grueso sobretodo y envuelve la parte inferior de su rostro en la bufanda cómplice.
Al filo de las primeras horas de la madrugada, están los viajeros nuevamente en la ciudad de México.
El capitán Montes, hasta que el carro rueda sobre las calles de la ciudad, deja que sus músculos entren en descanso. Todo el viaje lo ha hecho en una constante tensión, una espera alerta, un temor perenne de que de improviso sobreviviera el ataque traicionero.
La visita del presidente a la Cuernavaca romántica y cálida, no ha sido en vano,
Allá esta el general Ángeles montado a caballo, en albardón, rodeado por oficiales de su estado mayor. Todos llevan casco de corcho, estilo militar; uniforme de caqui, botas de montar, fornitura con pistola, y pende de su cuello, sobre el pecho, el estuche de cuero dentro del que van los gemelos de campaña.
Hay gran movimiento de tropas de infantería en grueso número, en marcha, vistiendo sus blancos uniformes de dril, quepis de paño. Calzan huaraches y llevan cartucheras atesadas de municiones, así como el correspondiente fusil que portan a discreción, es decir, como mejor place a cada quien para mayor comodidad en la marcha.
Hay numerosas acémilas que llevan sobre el aparejo ametralladoras y cañones de montaña. Otras cargan sobre sus lomos las cajas que contienen las municiones necesarias para las piezas de artillería.
Tras de cada grupo de soldados, tras de cada parte de la formación un tanto caprichosa, puesto que no es un desfile propiamente, van las soldaderas, que llevan sobre sus espaldas lo increíble en impedimenta y, tras de ellas, uno que otro perro que sigue, como si lo llevaran con una cerda, el humor del cuerpo del dueño.
Va esa gente hacia la estación en la que esta un tren formado por una locomotora y varios furgones cargueros, furgones “caja”. Esta el convoy detenido, pero la maquina esta resoplando, levantando vapor para partir en el momento en que se disponga.
La tropa, que viene desde la población de Cuernavaca, según va llegando a la estación, cerca del tren que la espera, aborda los carros, siguiendo las órdenes de sus respectivos oficiales.
Desde un lugar conveniente, el general Ángeles observa el embarque de la gente bajo su mando.
Cuando todos están ya a bordo y ha sido acomodado en una “jaula” el ganado, el general Ángeles aborda un carro “cabus”, enganchado en la parte final del convoy, y se da la orden para que el tren inicie la macha hacia la ciudad de México.
La tropa, que en su mayoría se ha acomodado en los techos de los carros “caja”, tanto por necesidad de espacio como porque en el interior de los carros es insoportable el ambiente, arma animada algarabía.
Cada pulsación de la maquina, cada embate de embolo que mueve las ruedas, acorta la distancia entre el lugar que esta el tren y la ciudad de México. Parece que la maquina sabe cuanto depende de ella para los acontecimientos que han de desarrollarse en la capital.
Cuando el tren arriba a México, se reproduce la misma escena anterior, la que se desarrollo al abordar el tren, nada más que ahora a la inversa, para abandonarlo. Vuelve la tropa a tierra, asumen su formación y marchan hacia el cuartel de Tacubaya.
Ese cuartel es el mismo que, ahora abandonado, fuera antes ocupado por el 1er. Regimiento de caballería, que se ha sublevado.
La tropa que vino en el tren, entra al cuartel y se acomoda, tomándolo como alojamiento.
Se establecen las guardias. Se reparte el “rancho” y las soldaderas se acercan a sus “juanes”.
Poco a poco el recinto, ahora habitado, va quedando en silencio, ese silencio murmurante de la gente que esta quieta.
Hay mucho silencio y quietud.
La noche esta gastando sus ultimas horas en defenderse del alba.
En otras partes de la ciudad, la quietud no es tan reconfortante como la que reina en el cuartel de Tacubaya. Hay movimientos, hay alertas y expectación en la gente y en el ambiente.
Los que tienen bajo su poder la Ciudadela, en la que aun no se ha acabado de secar la sangre de quienes en ella fueran muertos por traición aleve, están alertas, vigilantes y dispuestos a repeler cualquier intento de parte del gobierno para recuperar aquella posición. Saben que esta a punto de suceder algo y están dispuestos a recibir los acontecimientos tal como se presenten.
En otras partes, hay movimientos de tropas leales al gobierno de Francisco I. Madero. Se marcha de una parte hacia otra, se mueven, adelantan, pero todos los movimientos convergen sobre la ciudad de México, en cuyo perímetro habrá de dilucidarse la situación.
Con la llegada del día, crece la actividad. Se desperezan los individuos y se toman los aprestos necesarios para la jornada que se avecina.
En el palacio nacional, en la oficina del presidente de la república, esta don Francisco I. Madero y, cerca de el, el general Victoriano Huerta. Varios oficiales de diversas graduaciones están con ellos y todos rodean una amplia mesa sobre la que se ha colocado un plano de la Ciudad de México.
El general Huerta, mientras va enseñando con un lápiz que tiene en la mano derecha, explica al Presidente.
-Mire usted, señor presidente; por aquí, por las calles de Nuevo México y la avenida Morelos, atacara el general Ángeles. Por la alameda, la avenida Juárez y la calle ancha, lo hará el general Gustavo Mass, y por acá, abarcando todas estas calles, avanzara el general Delgado. Los rurales permanecerán de reserva en las calles de Balderas. Por su parte, el coronel Rubio Navarrete tiene su artillería perfectamente emplazada en los lugares más convenientes y estratégicos. Su fuego será concentrado sobre la ciudadela, mientras las tropas de cada una de las columnas de ataque efectúan su avance.
Calla un instante el general Huerta y, viendo el reloj, dice terminante y categóricamente.
-A las diez de la mañana se romperá fuego.
Fuera, en cada uno de los sectores en que estaba preparándose cada una de las columnas de ataque, la actividad crecía al par que se acortaba la hora marcada para la iniciación de las operaciones de ataque.
Los soldados revisaban por enésima vez los cerrojos de sus armas, comprobando que su funcionamiento fuera correcto. Recontaban sus dotaciones de cartuchos y aseguraban sus fornituras en forma tal, que les dejaran mayor libertad de movimiento. En una palabra, se hacían todas aquellas cosas que no son necesarias, pero que el subconsciente ordena que se hagan para que los nervios tengan una salida para su tensión. De no hacerse así, lo mas lógico de esperar seria un colapso.
Era el instante fronterizo entre la vida tal y como transcurre siempre, y aquel en que puede ser truncada por la bala que a cada uno le toca, si es que le ha de tocar.
Los jefes de cada corporación y los oficiales miraban a cada instante sus respectivos relojes, observando como sus manecillas iban acercándose, golpe a golpe, para marcas la hora:

¡Las diez de la mañana!

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