con ustedes la segunda parte del recorrido final de Porfirio Diaz, esperamos les agrade y si conocen mas de la historia de este recorrido o cuentan con imagenes del hecho agradeceriamos que contribuyeran.
En el puerto veracruzano está
atracado el
“Ipiringa”, barco de pasaje,
alemán. Espera a don Porfirio Díaz, a sus familiares y acompañantes para
conducirlos a Europa. A Francia, pues es a Paris a donde el general Díaz ha
dispuesto ir a vivir su destierro voluntario.
El pie de la pasarela que da acceso
al barco, veinte hombres de las guardias presidenciales, pie a la tierra, están
formados. A lo largo de muelle, en dos largas filas, están formados los
soldados de un batallón federal, haciendo valla. Llevan banda de guerra,
bandera y banda de música.
Viniendo de la ciudad,
aparece en la lejanía el general Porfirio Díaz en medio de sus familiares y un
grupo de personas civiles y militares, que le acompañan para despedirlo.
Al avistarlo, un
oficial ordena al corneta de órdenes que toque “presentar armas”, seguidamente,
“Marcha de Honor” y “Entrada de Banda”. La banda de música comienza a ejecutar
el Himno Nacional, pero, a una imperiosa señal que da con violencia y energía
el propio general Díaz, todos aquellos honores se suspenden.
Ya no es el presidente de la
republica el que está ahí. Es un general del ejército, un ciudadano de la
patria mexicana, pero nada más.
Llega el general Díaz
hasta el principio de la pasarela que permite el acceso al barco que ha de
conducirlo hasta el viejo continente. Está rodeado de todas las personas que
han ido con él y con los suyos para despedirlo. Se vuelve dando frente a todos
ellos y, con la pausada voz que le fue característica, con semblante serio,
sumamente serio, diríase patético, se dirige a todos y dice:
-
Ha llegado el momento de que nos despidamos. Ha
sonado la hora de dejar México para siempre. No quiero emprender la marcha sin
decir a ustedes que les agradezco, en lo más íntimo de mi corazón, todas las
atenciones y todos los servicios. No los olvidare nunca y solo quiero hacerles
una recomendación, en la que les pido tengan todo el empeño posible; quiero
hacerles esa recomendación, como soldados, y es una sola cosa: que tengan
presente que hay un nuevo gobierno en el país, un gobierno que es completamente
legítimo. Sírvanlo con toda lealtad y con todo patriotismo. A usted general
Huerta, le recomiendo tanto como militar y mexicano, que sea usted leal. Y a
ustedes, soldados de la guardia presidencial, soldados de mi guardia, sean
siempre leales. ¡Adiós!.
Mientras sonaban en un ambiente extrañamente
silencioso las palabras del que fuera Presidente de la Republica por más de
treinta años, por los rostros curtidos y viriles de algunos oficiales y
soldados, las lágrimas corrían sin embozo alguno. Eran lágrimas de hombres que
daban el adiós a su jefe.
Había un patetismo inequívoco en
las palabras del viejo militar. Parecía que adivinaba que aquella era más que
la despedida a un grupo de sus leales, el adiós para siempre a la tierra
patria, al cielo mexicano y a todo lo que había sido su vida y acción.
En medio de silencio ominoso, y
tras simples apretones de manos y marciales saludos militares, el general don
Porfirio Díaz, su esposa Doña Carmen Romero Rubio de Díaz, su hijo el coronel
Porfirio Díaz, la esposa de este, os tres pequeños hijos del coronel, nietos
del general Díaz, algunos otros representativos de su tiempo y de su medio que
quisieron seguirlo hasta el exilio, así como varios criados y sirvientes,
abordaron el barco, marchando sobre la pasarela tendida hasta el muelle.
Mientras sus familiares, amigos y
sirvientes han entrado al barco, el general don Porfirio Díaz se queda de pie
en el portalón, acompañado de varios oficiales del barco, contemplando con
intensa avidez el muelle, la gente, el cielo, el panorama porteño.
Pasaron los viajeros a ocupar sus
respectivos camarotes, a disponer sus equipajes, a tomar toda esa serie de
pequeñas medidas que son indispensables para el confort y la comodidad en un
viaje por mar, que ha de durar largos días.
Las órdenes para zarpar fueron
transmitidas desde el puente de mando a las máquinas y los oficiales de proa y
popa. Los marinos desligaron los calabrotes y con las maquinillas de vapor
empezaron a cobrarlos una vez que los hombres del puerto los soltaban de las
bitas del muelle. La hélice empezó a girar bajo el agua, hacia la popa de la
nave, y esta se fue separando poco apoco del muelle, meciéndose suavemente con
el manso oleaje de la bahía.
Desde tierra llegan hasta la nave
las notas de la banda que ejecuta “las golondrinas”, ese adiós musical que
tanto siente el mexicano.
En la orilla misma del muelle, que
parece que se va alejando del barco en vez de sentirse que sea el barco el que
se aleja del muelle, la gente ha formado un numeroso grupo que, conmovido,
ondea sus pañuelos en señal de despedida a los viajeros.
Desde la cubierta de la nave, el
general don Porfirio Díaz, descubierto, saluda a los de tierra con su pañuelo
y, de vez en cuando, mientras la mano diestra agita el pañuelo en señal de
despedida, parece olvidarse de hacer el
saludo y el pañuelo viaja cerca de los ojos del viajero militar, en busca de un
tributo a la patria que se va quedando allá, mas y más lejos, mientras la nave
cobra impulso en su macha y enfila a la salida del puerto.
En tierra hay corazones que lloran
la ausencia del anciano militar. Hombres que sirvieron bajo sus órdenes toda
una vida y que nunca se pararon a juzgar sus actos. Solamente saben que es su
jefe que se ausenta.
En la nave que lleva en su seno a los
desterrados, hay lágrimas de intenso dolor, porque los familiares y amigos del
general Díaz ven en el estoico semblante de este, la huella del gran dolos y la
inmensa amargura que hay en su corazón por que sale de la patria como nunca pensó
hacerlo, exiliado, desencantado y desengañado; con la cruel verdad de la farsa
de aquellos que creyó sus amigos solamente lo utilizaron como medio para lograr
sus propios fines.
Hay dolor en aquellos corazones,
por que dejan la patria que los cobijo y acuno. La tierra natal que los vio
crecer y sustento sus primeros pasos.
Hay dolor en el ambiente por que la
salida de una nave siempre es triste y agudiza el halito sentimental de los
adioses.
Hay dolor, como hay dolor en todo
lo que sea despedida y, en esta ocasión, aun mucho más porque, más que una
despedida, fue aquello el adiós final de un hombre y de una época.
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