miércoles, 2 de abril de 2014

recorrido final de Porfirio Díaz (segunda y ultima parte)

con ustedes la segunda parte del recorrido final de Porfirio Diaz, esperamos les agrade y si conocen mas de la historia de este recorrido o cuentan con imagenes del hecho agradeceriamos que contribuyeran.


En el puerto veracruzano está atracado el
“Ipiringa”, barco de pasaje, alemán. Espera a don Porfirio Díaz, a sus familiares y acompañantes para conducirlos a Europa. A Francia, pues es a Paris a donde el general Díaz ha dispuesto ir a vivir su destierro voluntario.
El pie de la pasarela que da acceso al barco, veinte hombres de las guardias presidenciales, pie a la tierra, están formados. A lo largo de muelle, en dos largas filas, están formados los soldados de un batallón federal, haciendo valla. Llevan banda de guerra, bandera y banda de música.
     Viniendo de la ciudad, aparece en la lejanía el general Porfirio Díaz en medio de sus familiares y un grupo de personas civiles y militares, que le acompañan para despedirlo.
     Al avistarlo, un oficial ordena al corneta de órdenes que toque “presentar armas”, seguidamente, “Marcha de Honor” y “Entrada de Banda”. La banda de música comienza a ejecutar el Himno Nacional, pero, a una imperiosa señal que da con violencia y energía el propio general Díaz, todos aquellos honores se suspenden.
Ya no es el presidente de la republica el que está ahí. Es un general del ejército, un ciudadano de la patria mexicana, pero nada más.
     Llega el general Díaz hasta el principio de la pasarela que permite el acceso al barco que ha de conducirlo hasta el viejo continente. Está rodeado de todas las personas que han ido con él y con los suyos para despedirlo. Se vuelve dando frente a todos ellos y, con la pausada voz que le fue característica, con semblante serio, sumamente serio, diríase patético, se dirige a todos y dice:
-   Ha llegado el momento de que nos despidamos. Ha sonado la hora de dejar México para siempre. No quiero emprender la marcha sin decir a ustedes que les agradezco, en lo más íntimo de mi corazón, todas las atenciones y todos los servicios. No los olvidare nunca y solo quiero hacerles una recomendación, en la que les pido tengan todo el empeño posible; quiero hacerles esa recomendación, como soldados, y es una sola cosa: que tengan presente que hay un nuevo gobierno en el país, un gobierno que es completamente legítimo. Sírvanlo con toda lealtad y con todo patriotismo. A usted general Huerta, le recomiendo tanto como militar y mexicano, que sea usted leal. Y a ustedes, soldados de la guardia presidencial, soldados de mi guardia, sean siempre leales. ¡Adiós!.
Mientras sonaban en un ambiente extrañamente silencioso las palabras del que fuera Presidente de la Republica por más de treinta años, por los rostros curtidos y viriles de algunos oficiales y soldados, las lágrimas corrían sin embozo alguno. Eran lágrimas de hombres que daban el adiós a su jefe.
Había un patetismo inequívoco en las palabras del viejo militar. Parecía que adivinaba que aquella era más que la despedida a un grupo de sus leales, el adiós para siempre a la tierra patria, al cielo mexicano y a todo lo que había sido su vida y acción.
En medio de silencio ominoso, y tras simples apretones de manos y marciales saludos militares, el general don Porfirio Díaz, su esposa Doña Carmen Romero Rubio de Díaz, su hijo el coronel Porfirio Díaz, la esposa de este, os tres pequeños hijos del coronel, nietos del general Díaz, algunos otros representativos de su tiempo y de su medio que quisieron seguirlo hasta el exilio, así como varios criados y sirvientes, abordaron el barco, marchando sobre la pasarela tendida hasta el muelle.
Mientras sus familiares, amigos y sirvientes han entrado al barco, el general don Porfirio Díaz se queda de pie en el portalón, acompañado de varios oficiales del barco, contemplando con intensa avidez el muelle, la gente, el cielo, el panorama porteño.
Pasaron los viajeros a ocupar sus respectivos camarotes, a disponer sus equipajes, a tomar toda esa serie de pequeñas medidas que son indispensables para el confort y la comodidad en un viaje por mar, que ha de durar largos días.
Las órdenes para zarpar fueron transmitidas desde el puente de mando a las máquinas y los oficiales de proa y popa. Los marinos desligaron los calabrotes y con las maquinillas de vapor empezaron a cobrarlos una vez que los hombres del puerto los soltaban de las bitas del muelle. La hélice empezó a girar bajo el agua, hacia la popa de la nave, y esta se fue separando poco apoco del muelle, meciéndose suavemente con el manso oleaje de la bahía.
Desde tierra llegan hasta la nave las notas de la banda que ejecuta “las golondrinas”, ese adiós musical que tanto siente el mexicano.
En la orilla misma del muelle, que parece que se va alejando del barco en vez de sentirse que sea el barco el que se aleja del muelle, la gente ha formado un numeroso grupo que, conmovido, ondea sus pañuelos en señal de despedida a los viajeros.
Desde la cubierta de la nave, el general don Porfirio Díaz, descubierto, saluda a los de tierra con su pañuelo y, de vez en cuando, mientras la mano diestra agita el pañuelo en señal de despedida, parece olvidarse de hacer  el saludo y el pañuelo viaja cerca de los ojos del viajero militar, en busca de un tributo a la patria que se va quedando allá, mas y más lejos, mientras la nave cobra impulso en su macha y enfila a la salida del puerto.
En tierra hay corazones que lloran la ausencia del anciano militar. Hombres que sirvieron bajo sus órdenes toda una vida y que nunca se pararon a juzgar sus actos. Solamente saben que es su jefe que se ausenta.
En la nave que lleva en su seno a los desterrados, hay lágrimas de intenso dolor, porque los familiares y amigos del general Díaz ven en el estoico semblante de este, la huella del gran dolos y la inmensa amargura que hay en su corazón por que sale de la patria como nunca pensó hacerlo, exiliado, desencantado y desengañado; con la cruel verdad de la farsa de aquellos que creyó sus amigos solamente lo utilizaron como medio para lograr sus propios fines.
Hay dolor en aquellos corazones, por que dejan la patria que los cobijo y acuno. La tierra natal que los vio crecer y sustento sus primeros pasos.
Hay dolor en el ambiente por que la salida de una nave siempre es triste y agudiza el halito sentimental de los adioses.

Hay dolor, como hay dolor en todo lo que sea despedida y, en esta ocasión, aun mucho más porque, más que una despedida, fue aquello el adiós final de un hombre y de una época.


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