Acto 1
El viento preñado de polvo salitroso levantando de las resecas playas de Texcoco, penetrando por cualquier intersticio, por insignificante que fuere, traía el pregón típico de lo que la metrópoli estaba viviendo en el mes de febrero. y así era, efectivamente. Era el mes de febrero de 1913. Para ser mas exactos, la noche del 8 de ese alocado mes. Las rachas de viento arremolinado en las esquinas, en los cruces de calles y callejones, ponían vistas insospechadas en los panoramas callejeros, jugando con las faldas de las damas, y traían frió en cada soplo, frió helado y serio, como para recordar que el señor invierno estaba en su apogeo.
Uno de los centros de reunión mas o menos de tono concediendo a la palabra tono el solo y único valor que ella expresa por si misma, era la que fuera famosa "Academia Metropolitana". La pretenciosa palabra "academia" no justificaba su presencia en el establecimiento al que prestaba su importante significado, mas que en cuanto a que había que llamarlo de alguna manera. Se suponía que allí se enseñaba el arte de Terpsicore a quien a quien tuviera gana, tiempo y humor para aprenderlo, pero eso no pasaba de simple suposición. La verdad era que la tal "academia metropolitana" era un centro de reunión muy poco convencional, al que lo mismo concurrían las "mariposillas" que tenían la pretensión de que nadie mas que ella sabían que lo eran, los eternos parásitos de esa infeliz fauna: explotadores de medio, del vicio, y el "snobismo" galante, "soutenerurs, como se le llamaba en aquellos tiempos,siguiendo la corriente de la moda que traía como privilegio inatacable, la primacía de lo que fuera francés, aun cuando ello no fuera mas que el mote que se le aplicaba a los vivaces que vivían a costillas de las infelices vendedoras del amor.
Pero si hubiéramos estado precisamente en el recinto de la "academia metropolitana", aquella noche del 8 de febrero de 1913, y no hubiéramos tenido otra cosa que hacer que desparramar la mirada por el conjunto de seres ahí reunidos, podríamos haber notado que un palco especial estaba ocupado por cuatro militares. De los cuatro ninguno hace el menor caso de lo que sucede en la pista de baile ni se les da un ardite de las actividades provocativas que adoptan frente a ellos las que quisieran que se fijaran en ellas. Los cuatro hablan con cierto misterio que se revela en la forma de acercarse el uno al otro, y las miradas escrutadoras que lanzan sobre la concurrencia, como tratando de localizar a quien trate de sorprenderlos. Consultan sus relojes, cambian miradas entre si, y, casi en cuchicheo, dice uno a los demás, en plan de pregunta inútil:
-¿que hora es?
Uno de los tres, mira al que pregunta y seriamente hecha mano a su propio reloj, ve la hora y luego informa:
-son las doce y treinta en punto.
-Debemos irnos-dice otro de los ahí reunidos-. Pronto empezara el "re-juego".
Tácitamente han tomado el acuerdo de seguir la indicación del ultimo en hablar, los cuatro militares reunidos en aquel palco de la "academia metropolitana". Cada uno bebe su copa o el resto que de ella le queda, pagan la cuenta al mesero y abandonan el local sin prisa, sin dar la menor importancia a su salida.
Sin cambiar la menor palabra salen y enfilan por la oscura calle. Cuando ha han caminado lo suficiente como para estar seguros de que nadie les ha seguido y de que no hay quien pueda escuchar sus palabras, dice uno de ellos:
-Cada uno a su cuartel. Llegó la hora.
-¿Como anda el 1° de caballería?-pregunta otro a los demás.
-Estan con nosotros el coronel y la mayor parte del regimiento -responde el que hablo primero- solo en el teniente coronel y en un escuadrón hay duda acerca de la actitud que pueden asumir, máxime que no están en su cuartel de Tacubaya sino de servicio en el cuartel de la Acequia.
-Los muchachos de la escuela de aspirantes ya han de venir en camino -informa el tercero de los que forman el cuarteto aquel.
-La artillería esta toda, sin faltar ninguno, con nosotros -dice ahora el que no había hablado.
Vuelve el que preguntara por el 1°. de caballería a inquirir, pero ahora es para informarse de la determinación que pudiera tomar una corporación de infantería:
-¿El 20°. batallón?
-Esta con nosotros -se le contesta.
-¿Y el colegio militar? -nueva pregunta del mismo individuo.
-Ese nos fallo.
Vuelve a hablar el que ha permanecido por mas tiempo en silencio, y dispara esta pregunta:
-¿Quien asume el mando?.
Al que informa el que ordenara que cada quien regresara a su cuartel:
-Mondregón, desde luego. Cuando libertemos a los presos, el general Bernardo Reyes sera el jefe.
-¿Y en la ciudadela?
-La mayor parte esta comprometida. Los treinta o cuarenta hombres de la guardia presidencial, que están enfrente de la ciudadela, ni sabrán nada ni significaran tampoco nada. ¡No son problema!
-Bueno, cada quien por su rumbo y hasta dentro de un rato, camaradas.
Se estrechan la mano y luego se retiran, cada quien por rumbo distinto, perdiéndose sus pasos, con marcado taconeo, en el silencio de aquella madrugada del 9 de febrero de 1913.
La metrópoli vive, sin saberlo, la víspera de una etapa histórica que ha de quedar vigorosamente grabada en el corazón de todo el país.
La actitud evidentemente subversiva de aquellos cuatro militares que estuvieron reunidos en la "academia metropolitana". No era ni la única ni la mas trascendental. Por todas partes que se buscara en esos momentos en el Distrito Federal, se hubiera notado, sin mucho trabajo, que algo estaba fraguándose y que ese algo no era, ni con mucho tranquilizador.
En cualquier parte en que hubiera hombres pertenecientes al ejercito, se podía casi palpar el pesado ambiente y la situación de una tensión tremenda.
Todo se llevaba al cabo con silenciosa minuciosidad. Sin que ninguna de las actividades desarrolladas levantara mas alarma o despertara mas la atención del publico, que cualquier otra que normalmente se ejecutara en la vida rutinaria de la gente de armas.
Estaba fraguándose la aventura mas bochornosa que hubo suceder a la confianza desmedida que don francisco I. Madero, ya presidente constitucional de la República Mexicana, deposito en aquellos hombres que meses antes lo combatieron con las armas en la mano.
Eran aquellos los que se sentían culpables de la caída del régimen científico. Eran ellos los que integraban la fuerza militar que se suponía era responsable de la seguridad de aquel régimen. En sus mentes no cabía la idea de que el soldado no es, ni puede, ni debe ser político, sino que simple y sencillamente es la garantía de que la ley ha de ser respetada, y que conforme a ella se desarrollara la vida política, administrativa y social del país.
Fue esa madrugada el principio del fin de un amanecer democrático que empezaba a iluminar el ambiente nacional. con el advenimiento de la nueva violencia, encarnada en la traición y en el golpe de mano mas aleve, se abrió la fosa en que había de ser sepultada, temporalmente, la esperanza de un pueblo que apenas si empezaba a deletrear el sentido de la legalidad y de la libertad política y social.
Seguramente que los que produjeron aquella jornada, que mas tarde había de pasar a la historia de la patria, con caracteres de duelo y de bochorno, como la Decena Trágica, jamas tuvieron en cuenta el menor sentido de la responsabilidad moral e histórica que sobre ellos recaería.
No se detuvieron ante su propia traición, sino que arrastraron a la vergüenza y al crimen a los hombres a su mando y hasta minaron la moral de uno de los colegios en que se forjaban oficiales para el ejercito: la Escuela de Aspirantes.
Acto 2
La traición pendía como pólvora esparcida sobre brasas.
En Tlalpan, sede de la Escuela de de Aspirantes, también había actividad subversiva.
En la estación de los trenes eléctricos están dos carros, cada uno con un remolque enganchado, estacionado sin que aparentemente nadie se dé cuenta de su existencia.
El personal de ambos carros, conductores y motoristas, dormitan arrebujados en sus abrigos, tratando de escamotear unos grados de calor al relente helado de aquella madrugada incipiente.
Es la madrugada del 9 de febrero de 1913.
En la estación y sus cercanías, salvo la presencia de los adormilados individuos que forman las precarias tripulaciones de los trenes eléctricos ahí estacionados, no se ve una sola alma viviente. La ausencia de gente es tan completa que asombraría a quien observara.
De pronto, del rumbo de la Escuela de Aspirantes, llega un confuso rumor que poco a poco va tomando características hasta que se hace identificable, como el ruido de la marcha de tropa que lleva el "paso veloz".
En breves instantes aparece una compañía de cadetes de la Escuela de Aspirantes. Vienen uniformados con chaquetin, pantalón de caqui y gorra alemana. Levan fornituras y el fusil embrazado, con el marrazo calado.
Al llegar a la estación de los trenes eléctricos, en donde están los dos carros estacionados, rápidamente se posesionan de ellos y sin perder un solo momento presionan a los tripulantes para que los pongan en movimiento tumbo a la ciudad de México.
Al mismo tiempo que se desarrollaban las escenas que se describen en los párrafos anteriores, en la misma calzada de Tlalpan, a la altura de Churubusco, un escuadrón de caballería de la Escuela de Aspirantes viene en marcha hacia México, manteniendo un aire de "trote acelerado". La indumentaria que porta esa fuerza es igual a la que traen los que hacen su viaje rumbo a la traición utilizando los tranvías, pero los montados calzan botas fuertes, llevan carabina "a la granadera" y sables.
Tanto los que integran el escuadrón de caballería como los que forman en la compañía de infantería que viaja a México en los trenes eléctricos, vienen con su dotación de oficiales, y estos portan espadas y pistolas al cinto.
En Tacubaya también la traición esta activa.
Del cuartel de caballería de aquella demarcación salen, en son de campaña, elementos de tropa montada, formados en dos en dos, marchando sobre la ciudad de México. La tropa lleva los uniformes de dril que usaba en aquellos tiempos la clase inferior del ejército. Sus oficiales uniformados también a la usanza de entonces, con uniformes de caqui y gorras de paño negro, marchan a la cabeza de aquella fuerza.
En la misma Tacubaya, del cuartel de artillería, salen dos baterías de campaña, con su dotación completa de oficiales, tropa y ganado, por la puerta principal, rumbo a la calle, en la que toan desde luego camino hacia la ciudad de México, sin que pongan en su actividad la menor muestra de embozo o disimulo. Su actitud es a todas luces hostil y lo demuestran abiertamente.
Y es ese espectáculo que se vio en casi todos los cuarteles en los que estaban alojadas tropas de la federación. El mismo talante de agresión y reto, la misma actividad de subversión y violencia. Los mismos dispositivos y aprestos para entrar en combate en cuanto se diera la orden para ello.
Las calles de la metrópoli cobraron el aspecto de un campo de batalla: por los cuatro rumbos convergen, hacia el centro, tropas de caballería, infantería y artillería.
Uno de los grupos que marchan hacia el centro de la capital, seguramente llevando como objetivo el Palacio Nacional, llevan a la cabeza a un coronel y al general Gregorio Ruiz, quien va vistiendo un traje de paisano y tocado con un sombrero de charro.
Por el otro rumbo viene también a tomar sus posiciones de combate, una fuerza de artillería, a cuya cabeza marcha el general Manuel Mondragón, también vestido de paisano, con sombrero de ala corta, saco largo, pantalón de montar y polainas. Monta a caballo en albardón y lo acompañan algunos civiles y oficiales, todos montados.
Allá está esta el zócalo: luce arboleda y su quiosco, y en marca su amplitud el Palacio Nacional, con sus tres puertas de entrada en las que hay centinelas dobles, mientras que guarda el flanco de la Catedral, que eleva al cielo sus dos torres maravillosas.
Fuera de los centinelas que hacen su servicio en las puertas del Palacio Nacional, no hay nadie más a la vista. Parece un desierto el amplio zócalo a esas horas en que apenas clarea el 9 de febrero de 1913.
Legan los trenes procedentes de Tlalpan y desembarcan de ellos los cadetes de aspirantes con toda celeridad y, llevando sus armas embrazadas, se dirigen a paso veloz hacia las tres puertas de Palacio Nacional.
El elemento sorpresa obró ampliamente ayudando por la rapidez que emplearon los cadetes para actual. Se echaron sobre los centinelas amagandolos y desarmandolos con presteza notable y, una vez que han dominado a los centinelas, hacen lo mismo con los elementos que componen las guardias de las tres puertas.
Han dominado el Palacio Nacional. Esta en su poder.
Por la puerta más cercana de la catedral, sale de palacio, al paso veloz, una sección de aspirantes y penetra a la catedral, procediendo desde luego a escalar las torres con objeto de dominar hasta lo posible las entradas al zócalo y los limites de este.
En lo alto de las torres, los cadetes de aspirantes toman rápidamente dispositivos de combate y permanecen a la expectativa.
A los pocos instantes de que los cadetes de aspirantes se han apoderado del Palacio Nacional, desarmando a las guardias que estaban en las puertas, llegan fuerzas de infantería de la ciudad y, desde luego, se hacen cargo de los servicios de guardia en los mismos sitios en que antes estuvieron los soldados ahora presos y desarmados.
En el interior de Palacio Nacional, en el patio central, los aspirantes, en son de alerta, deambulan sin guardas formación determinada. Hay bullicio y algarabía entre ellos. Parece que no se han dado cuenta cabal de la magnitud de los actos que acaban de ejercer.
Un oficial dice a otro:
ya vez que fácil fue esto.
-La verdad es que no costó ningún trabajo -dice otro-. Yo me esperaba que hubiera alguna resistencia.
-A estas horas, nuestra caballería y las demás fuerzas deben estar poniendo en libertad a los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz, en Santiago Tlatelolco y en la Penitenciaria.
-Si es así, dentro de poco rato los tendremos aquí.
Aquí se acabó el chaparro.
Mientras tanto, la caballería que salió de Tacubaya al mando del general Ruíz, y el escuadrón de aspirantes que venia por la Calzada de Tlalpan, unidas las dos fuerzas y juntas con la artillería, hacen su aparición en la Plaza Santiago Tlatelolco, llevando como jefe al general Manuel Mondragón. Cuando han entrado a la plaza, dan frente a la prisión militar.
La guardia de la prisión, formada por tropas de caballería, está dispuesta, en formación, a la puerta de la prisión.
Por el fondo, viniendo del interior, aparece el general Bernardo Reyes, vestido de civil, pero con pantalón de montar y botas de charol.
Al avistarlo, el comandante de la guardia, que ya ha sido oportunamente "trabajado" por los sublevados, grita:
-¡Viva el general Bernardo Reyes!
A ese grito, todos los militares que están tanto en la guardia como en la Plaza de Santiago , contestan:
-¡Viva el general Bernardo Reyes!
El general Reyes sale hasta la acera junto a la puerta de la que fuera su prisión y ahí se detiene. Al parecer, los generales Ruiz y Mondregón echan pie a tierra y avanzan hasta acercarse al general reyes, a quien saludan con afusivos abrazos y enérgicos apretones de manos.
-A sus ordenes, mi general Reyes -dice el general Ruíz.
-Usted ordena, mi general Reyes -dice Mondregón mientras se cuadra.
-¿traen caballo para mi? -pregunta el general Reyes.
Un sargento avanza llevando de la brida un caballo ensillado, y haciendo el saludo al general Reyes le dice:
-Aquí esta este caballo para usted, mi general.
El general monta agilmente en el soberbio caballo ensillado con albardón que le ha presentado el sargento. Una vez montado, dice a los generales Ruiz y Mondragón:
-Vamos a poner en libertad a Feliz; después iremos a palacio.
-El palacio Nacional ya está en nuestro poder -informa el general Ruiz.; lo tomaron los cadetes de Aspirantes y están en posesión de él y de las torres de la catedral, por si hace falta.
-Bueno -acepta el general Reyes-. Vamos a sacar a Félix de la penitenciaria.
Poniéndose a la cabeza de la fuerza que integran todos los elementos que lo han libertado sin esfuerzo alguno, el general Reyes abre la marcha rumbo a la penitenciaria. El trayecto desde Santiago Tlatelolco a la casa penal, se lleva al cabo sin que se registre incidente alguno y solamente despertando la natural curiosidad de los metropolitanos que ven, no sin temor, el paso de aquella gente armada.
Al Llegar frente a la penitenciaria, apenas comienza a amanecer pero ya hay suficiente claridad. De inmediato a su arribo, las fuerzas rebeldes se forman frente al vetusto edificio. Cuando se ha hecho alto, el general Reyes le ordena a un oficial:
-Valla usted y dígale al director de la prisión que ponga inmediatamente en libertad al general Félix Díaz o que si se niega, atacaremos desde luego.
-Si, mi general -dice, cuadrándose, el oficial y parte inmediatamente para cumplir la orden recibida.
Desde que las tropas sublevadas se han acercado a la penitenciaria, el prisionero general Félix Díaz, al que salvo del paredón de fusilamiento el buen corazón de Francisco I. Madero, ha observado los movimientos desde la ventana de su celda.
Ya el sabia lo que afuera estaba sucediendo y sabia que aquella tropa iba a la prisión para ponerlo en libertad.
Fuera, por si se hace resistencia a la pretensión de que sea liberado el general Díaz, la artillería que viene con los sublevados ha tomado dispositivos para entrar en acción y apunta sus piezas sobre el edificio. Los sirvientes de cada pieza y los oficiales respectivos, están en sus puestos listos para abrir fuego sobre la prisión y arrasarlo todo.
No hubo dificultad. La balanza se inclina fatalmente en favor de los insurrectos, y el sentido de la lealtad y del cumplimiento del deber se supeditan al temor y a la coacción.
Por la puerta de la penitenciaria, abierta de par en par, aparece el general Felix Díaz acompañado del oficial que fue enviado para demandar su libertad. Inmediatamente se le acercan varios elementos civiles, amigos que ya estaban en la conjetura y que se han ido reuniendo mientras se le libertaba. No falta la gente curiosa que siempre surge de cualquier parte en cualquier circunstancia, y entre toda aquella gente, como haciendo cabeza a los que recibían al rebelde Felix Díaz, recién liberado de la prisión, estaba el licenciado Rodolfo Reyes, hijo del general Bernardo Reyes.
Felix Díaz saluda a sus amigos y a la gente en general, con ostensibles muestras de contento y regocijo, y cuando puede abrirse paso por aquel grupo que lo saluda y aclama, viene hasta donde están los generales que lo han liberado, los saluda con afecto y, desde luego, le dan un caballo en el que monta y se disponen a marchar todos, esperando solamente el tiempo necesario para que la artillería enganche nuevamente sus cañones y los avantrenes y tome el orden de marcha.
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