Es la madrugada del sábado 27 de
mayo de 1911: en la estación del ferrocarril interoceánico, de San Lázaro, hay
una agitación concentrada en torno a un carro, el ultimo de un convoy, en el
que están tomando acomodo el general de división Porfirio Díaz, el ex
presidente de la república; su esposa Doña Carmen Romero Rubio de Díaz; el coronel
Porfirio Díaz hijo, la esposa de este y dos ayudantes del general Díaz, a quien
acompaña el general Victoriano Huerta.
En los andenes de la estación hay
una multitud que trata de ver lo que sucede dentro de aquel carro, en el que
viajara el general Díaz.
Dentro, los servidores del tren a acomodado
los equipajes de los viajeros, y estos hacen ese usual reconocimiento de sus
sitios, especie de hogar transitorio sin más duración que el termino del viaje.
El general Victoriano Huerta,
hombre de aspecto torvo, al que contribuyen en no escasa suma los espejuelos
ahumados que cubren su mirada, es un individuo de estructura fuerte, aspecto
corpulento aunque evidentemente ablandado por la molicie. Viste un uniforme de
su grado y en cada uno de sus movimientos se ve que tiene la costumbre de hacer
lo que quiere. Es seguro en sus ademanes y movimientos. En un momento dado,
aprovechando que el general Diaz levanta la vista para abarcar el carro dentro
del que están, huerta dice:
-todo listo mi general. Se
emprenderá la marcha cuando usted lo ordene.
-es usted comandante del convoy,
general Huerta. Ordene lo que sea conveniente.
El general Huerta hace el saludo
militar y se aleja un poco para hablar con un oficial, el que sale rápidamente
y comunica instrucciones al conductor del convoy. Se observan los movimientos característicos
a los preliminares de la iniciación de la marcha tras de un largo silbido de la
locomotora.
A la plataforma trasera del carro último
del convoy sale el general Porfirio Díaz. Va vestido de paisano y cubre su
cabeza con un sombrero de paja. Se despide con la mano de escasas personas que
han llegado hasta cerca de él y que permanecen en los andenes de la estación. A
medida que el tren va alejándose, los movimientos de la mano diestra del
general Díaz se hacen más lentos y la tristeza de lo que le despiden desde la
estación, se hace más patente.
El tren, con su ruido en crescendo,
va entrando en la lejanía del horizonte.
Don Porfirio, en el
interior del carro en que viaja acompañado de sus familiares, va sentado en un
sillón. Se duele de su muela que ha estado molestándolo en los últimos días.
Contempla, ensimismado, como el paisaje mexicano va escapándose en rápido
huida. Con los ojos bebe materialmente ese paisaje de cactus y serranías, de
cielos amplios y horizontes vastos, ese paisaje de la patria, a la que ya nunca
volverá a ver.
El resto del grupo que
viaja con el general Diaz parece percatarse, al fin de la trascendencia
histórica que tiene el momento que vive aquel hombre, y le deja solo con sus
pensamientos, sin atreverse a distraerlo con sus meditaciones.
Va el tren raudo por
entre el lomerío, como si el descenso de la altiplanicie lo impulsara hacia el
mar del golfo, más que la tracción misma de la máquina que la arrastra.
De pronto, algo
extraño sucede en el exterior. Se escuchan ruidos alarmantes, sonido que
parecen familiares y, en medio de estridencias de hierros oprimidos de
improviso, el tren se detiene bruscamente. Al dejar de atronar con el ruido de
su marcha, deja el paso a los otros ruidos que antes llegaran confundidos: son
disparos. Es la voz de las armas de fuego que lleva desde la lejanía.
Del tren, detenido en
pleno campo, descienden los soldados que le dan escolta y, bajo el mando de sus
oficiales, disparan sobre un supuesto enemigo que se cree esta emboscado entre
los matorrales que flanquean la vía, un poco alejados a ambos lados. Se cree,
no sin lógica, que se trata de elementos revolucionarios.
Cuando parece que se
va a entrar en combate, desciende del tren el general don Porfirio Díaz
empuñando una pistola en cada mano. Lleva el gesto decidido y ha vuelto a
adquirir el talante del hombre que combatiera contra el invasor francés. Su
casta militar cobra en el nueva actualidad y le impulsa a defender no solamente
su persona, sino también su grupo.
Al ver al anciano
militar bajar del tren, se le acerca presuroso su hijo, el coronel Porfirio
Díaz, y le dice, visiblemente inquieto:
-
Pero, papá ¿Por qué bajaste?
-
Soy, antes que todo, un soldado, hijo –comenta
sobriamente el general Díaz, mirando, con su vista ducha en achaques bélicos,
por encima del hombro de su hijo, hacia el paisaje, en busca del enemigo
emboscado.
-
No hay nada, papá. Huyo el enemigo –informa el
coronel Díaz.
-
Bueno, es mucho mejor así –comenta el general Díaz,
mientras que vuelve sobre sus pasos encaminándose nuevamente hacia la
escalerilla del carro.
Viniendo de la parte delantera del
tren, se acerca el general Victoriano Huerta hasta llegar junto al general
Díaz, al que saluda militarmente y le informa:
-huyó
el enemigo, mi general. Podemos continuar la marcha.
-
Usted es el que manda, general –contesta el general Díaz, mientras aborda
nuevamente el tren.
Todos
vuelven al convoy, escolta y oficiales y, tras los silbidos con que se hacen
señal los encargados del tren, este reanuda su marcha que, sin ningún otro
contratiempo, termina en el puerto de Veracruz.
Urquizo, F.
L. (1978). ¡viva Madero! México: editora de periodicos S.C.L.
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