domingo, 13 de abril de 2014

decena trágica (parte tres)

Acto 5
A medida que el presidente de la república, don Francisco I. Madero, seguido de sus ayudantes y escoltado por los alumnos del colegio militar, va acercándose al centro de la ciudad, la gente de todas las condiciones sociales, lo vitorea entusiasmamente y se va uniendo a su séquito voluntario, sin cesar de lanzar estentóreos vivas para el, personalmente, y también como presidente de la república.
A penas se había rebasado el monumento a Carlos IV, que aun existe en la confluencia de las calles de Bucareli y Juárez, cuando, saliendo de entre la multitud, aparece un hombre evidentemente civil, que porta en la mano diestra una bandera nacional que ondea entusiasta, mientras vitorea al señor Madero. Se para precisamente frente al Presidente y respetuosamente le hace entrega de la bandera de la patria que lleva, misma que recoge amablemente. Madero llevándola levantada con su mano derecha, sigue la marcha hacia el palacio nacional, en medio de los vítores y las aclamaciones del pueblo metropolitano.
Cuando la comitiva que marcha rodeando a Don Francisco I. Madero llega a la alameda central, se escuchan varios disparos de fusil. El capitán Montes, ayudante del señor presidente, se adelanta y, poniéndose al lado de su jefe, le informa:
-Señor presidente, hay gente enemiga apostada en el teatro nacional, y no sabemos si también la haya en algunos edificios de las calles de San Francisco y Plateros. Convendría que hiciéramos un alto y que usted espera en algunas casa de las de por aquí cerca, mientras efectuamos un recorrido del terreno.
Ante la prudencia del consejo, el señor Madero accede y echa pie a tierra y, luego acompañado de sus ayudantes y de otras personas de las que se le han unido en el trayecto recorrido, penetra en la casa en que estuvo establecida la Fotografía Daguerre.
Es recibido cordialmente por los dueños del establecimiento, que lo ponen a las ordenes del Presidente, y este, tras de hablar brevemente con algunos de sus acompañantes, entre los que ya se encuentran a esas horas su hermano, el señor Gustavo Madero, y el general Victoriano Huerta, que va uniformado de caqui de campaña, se dirige al balcón del establecimiento, acompañado de su hermano Gustavo y del general Huerta, así como de otras personas de su sequito, para saludar a la multitud que se ha congregado en la calle, en la que han quedado los alumnos del Colegio militar, en alerta, así como los asistentes que cuidan los caballos en que han hecho el recorrido Madero y sus ayudantes.
Mientras esta el presidente saludando a la multitud reunida en la calle, vitoreándolo entusiasmadamente, el general Victoriano Huerta le dice:
-Señor presidente, creo que ya le habrán informado a usted de la muerte del general Bernardo Reyes y de que en la refriega frente al palacio resulto herido el general Lauro Villar.
-no sabia que estuviera herido el general Villar –contesto el señor Madero, evidentemente sorprendido por esta última novedad.
-no es nada grave, según parece –informo el general Huerta.; le dieron un balazo en un hombro; pero de todas maneras, creo que tendrá que retirarse, no podrá continuar así. Yo estoy a sus órdenes.
-General Huerta –expreso el presidente Madero-, hágase cargo de la comandancia militar de la plaza. Y usted, general Peña, tome nota de esta nueva comisión encomendada al general Huerta.
A los pocos instantes llego el capitán Montes, ayudante del presidente Madero, quien había salido en recorrido de exploración, a efecto de darse cuenta de la situación real que prevalecía en el trayecto que había de recorrer el señor Madero. Así que estuvo de nuevo delante de su jefe, cuadrándose marcialmente, informo:
-Señor presidente, no hay enemigo en el camino que debe seguirse hasta palacio; puede usted continuar su recorrido.
Al enterarse de aquella buena nueva, el presidente, de inmediato, ordeno que se reanudara la marcha y tal como lo expreso lo hizo, despidiéndose cortésmente de las personas que tenían a su cargo la Fotografía Daguerre y que, según les manifestó el, tan gentilmente lo habían hospedado.
En la calle, en donde habían quedado los cadetes del colegio militar, el presidente monta en su caballo y, cuando todos sus acompañantes hacen otro tanto, la columna reanuda la marcha siguiendo en el mismo dispositivo que habían traído anteriormente. A los breves momentos de caminar por la calle de San Francisco y Plateros, hoy avenida Francisco I. Madero, desembocaron el señor presidente y su sequito en el zócalo.
     Para el presidente y para otros muchos de los que con el venían, el espectáculo que presentaba el zócalo y especialmente la parte frontera del palacio nacional, con los cadáveres tirados en un macabro dislocamiento, fue algo positivamente impresionante.
     Al llegar Madero frente al palacio nacional y enderezar la marcha de su caballo hacia la puerta, el general Lauro Villar, con la manga del saco correspondiente al hombro herido empapada en sangre y sujetando fuertemente la herida un pañuelo también ya empapado, se adelanto sobresaliendo a la línea de tiradores pecho a tierra que todavía estaba en el mismo dispositivo que tenían cuando murió el general Bernardo Reyes. Se planto serena y gravemente delante del presidente Madero y le rindió parte de novedades en la siguiente forma:
     -Señor presidente, hemos recuperado el palacio nacional y hemos rechazado a los traidores. Murió el general Bernardo reyes y tengo prisionero al general Gregorio Ruiz.
     -¡que hombrote es usted general Villar! –exclamo agradecido el presidente Madero.
     -No, señor presidente; los hombrotes son estos soldados que están ahí, en la cadena de tiradores –repuso el general Villar.
     -Valla usted a curarse, general Villar. El general Huerta se hará cargo de la situación.
     -Muy bien señor presidente –contesto el general Villar y volviéndose hacia el general Huerta, le dijo-: ¡Mucho cuidado Victoriano!
     -¡No tengas cuidado, Lauro! –respondió el general Huerta, gravemente.
     El presidente, seguido por numerosas personas de las que habían llegado hasta el palacio, acompañándolo penetro al recinto de aquel macizo edificio y se encamino a sus oficinas para desde ahí controlar las cosas y reanudar el trabajo.
     Mientras tanto, abajo, en el cuarto en que estaba prisionero, el rebelde general Gregorio Ruiz, se ve a este sentado en una silla aparentemente en descanso, pero, en efecto, cavilando con gravedad.
     Entra el capitán Aldana al cuarto en que este prisionero el general Ruiz, seguido de un piquete de soldados que llevan el arma terciada, y dirigiéndose al reo, le dice:
     -Mi general, tengo orden de pasarlo a usted por las armas
     -¿a quien? ¿A mi? –responde casi gritando de asombro el general Ruiz.
     -Si, señor, a usted –afirma el capitán Aldana.
     -¿Cuándo?
     -Ahora mismo.
     -Pero… ¿Quién lo ordeno? –inquiere el preso, que esta ahora muy pálido.
     -El señor presidente de la Republica –le contesta firmemente el capitán Aldana.
     -Eso no puede ser –exclama Ruiz, aterrado
     -Así es, señor –manifiesta Aldana dando un paso hacia adelante.
     -Soy diputado y tengo fuero –vuelve a gritar el general Ruiz, con evidente pánico.
     -Yo no se nada –declara el capitán Aldana-; solo obedezco las órdenes que se me han dado.
     -Deseo hacer testamento –dice Ruiz, simulando aplomo -. Tengo que disponer de lo necesario en estos casos.
     -Nada de eso se puede hacer, mi general.
     -soy cristiano; necesito un confesor –ruega ahora el general Ruiz.
     -Mi general, dispóngase usted a seguirme y no me obligue a que emplee con usted la fuerza –dice ya con energía respetuosamente el capitán Aldana-. Como militar que es, debe afrontar la muerte con serenidad.
     -Tiene usted razón, capitán –dice el general Ruiz resignado y con dignidad-. Estoy a sus órdenes.
     Se levanta y marcha hasta colocarse en medio de soldados que esperan impasibles.
     El capitán Aldana, tomando su colocación, ordena: -¡Media vuelta! ¡Derecha! ¡De frente! ¡Hileras a la izquierda! ¡Marchen!
     Y se ejecuta con ritmo seco y enérgico lo ordenado.
Solo el choque violento de los pies, acompasadamente, rompe el silencio imponente de aquel minuto.
     Pasan marchando por los patios de palacio y los transponen hasta llegar al jardín trasero; en el fondo del jardín esta el paredón que muestra las trágicas lascas de impactos que hablan claro y alto de por que y como fueron causados.
     -¡Alto! –ordena el capitán Aldana y, dirigiéndose al general Ruiz, le dice, impersonalmente, con fría sobriedad -: Su lugar, enfrente.
     -Ya lo se, capitán –dice Ruiz y agrega-: ¿Me permite mandar mi ejecución?
-No hay inconveniente –declara Aldana.
     Los soldados se han formado frente al reo que avanzo y dando media vuelta da la cara al pelotón; cargan sus armas en la posición de “tirador en pie”.
     Cuando el capitán Aldana ve que el general Gregorio Ruiz se ha colocado en el lugar adecuado para recibir la descarga que ha de privarlo de la vida, ordena al pelotón:
-¡Preparen!
     El ruido seco de los cerrojos que se mueven en las cajas de los rifles, es la sola contestación a aquella orden perentoria y cortante.
Hay unos breves segundos de intervalo, entre el ruido de las armas al ser preparadas por los soldados, y luego, con voz fuerte y serena, el general Gregorio Ruiz ordena, con energía:
     -¡Apunten!... ¡Fuego!
     Una descarga cerrada atruena el ambiente.
     El cuerpo del reo se contrae sobre si mismo al recibir los impactos de las balas y luego se desploma hacia un costado, quedando con la cara hacia arriba, como si sus ojos quisieran ver el final de la vida, aquel sol frio y claro del 9 de febrero de 1913.

En la ciudad, pocos, muy pocos fueron los que comentaron la muerte del general Gregorio Ruiz, fusilado en el jardín interior del palacio nacional. Eran otros acontecimientos los que atraían la curiosidad del público, y la de los que estaban en el secreto de lo que acontecía, era reclamada con mayor vigor por el desarrollo mismo de las cosas. Lo que había sucedido en el curso de las primeras horas de la mañana de aquel día 9 de febrero de 1913, ciertamente que no era todo lo previsto ni siquiera en parte, pero tampoco era lo esperado.
     No habían resultado las cosas, como se habían planeado y, por lo mismo, quienes operaban los hilos del tinglado se disponían ahora a trazar nuevos planes, distintas actividades y, para hacerlo, estaban observando la posición de cada uno de los sujetos que en la trama intervenían, a fin de saber que ordenar a cada quien y como había de pedirle que lo realizara.
     El populacho, siempre apto para captar en forma extraña, pero segura, la presencia de sucesos que salen de los márgenes de los normal, iba de un lado para el otro, ora viendo como se levantaba a los muertos de frente a palacio y del zócalo mismo, ora corriendo por las calles adyacentes a los cuarteles y centros de agrupamiento de elementos militares, siempre listo para mirarlo todo, para comentarlo todo y luego referido a sus allegados y amigos, con la autoridad y suficiencia del que posee una información de primera mano.
     Para la ciudad, el día amaneció en tragedia. La genta de “orden” no salió de sus casas. Había pánico, terror verdadero. Las ventanas de las casas apenas si se entreabrían un poco cuando algún tripel se escuchaba por la calle, no más de lo suficiente como para permitir atisbar hacia afuera sin que se pudiera ver hacia adentro.
     Se empezó en esa mañana sangrienta del día 9 de febrero de 1913, aquella trágica jornada que la historia llamaría, andando los días, como la decena trágica.

                              acto 6
    La ciudad de México se tornaba, precipitadamente, en campo de batalla. Por todas partes el tema militar ocupaba el primer plano. Los soldados cobraban actualidad preferente y, por lo mismo, sus actividades, ya ostensibles y abiertamente declaradas, tenían a los ciudadanos materialmente con el alma en un hilo.
Por las calles de Bucareli, esquina con la avenida Morelos, a la altura del reloj público monumental, llega el ahora liberado general Félix Díaz. Le acompaña el general Manuel Mondragón, un grupo de cadetes de aspirantes de caballería y una sección de artillería de campaña. Vienen apresuradamente y, al llegar a la altura del reloj hacen alto con gran estrépito de los armones de artillería y de los cañones mismos, cascos de caballos y chocar armas.
    Inmediatamente que hacen alto, Mondragón ordena que se emplacen las dos piezas de artillería que llevan, apuntando hacia la ciudadela. Los servidores de las piezas, diligentemente, ejecutan la maniobra sin preocuparse en lo absoluto de la expectación que despiertan sus actos en los curiosos que se detienen, entre miedosos y mirones, para no perderse nada de lo que allí acontezca.
     En la ciudadela, el panorama no era muy diferente. Solamente cambia en cuanto a los elementos en acción.
Frente al ancho y plano edificio se abre la amplia plaza de armas, en el centro de la cual se yergue la estatua del cura. Morelos. La fachada de la actual Fábrica Nacional de armas y del Cuartel de la Guardia Presidencial, en ese entonces, hacen marco a la gran plaza.
     En la azotea de estos edificios, lo mismo en la ciudadela como en la Fábrica de Armas y en el cuartel de la guardia presidencial, hay soldados armados que están tomando dispositivos para resistir cualquier agresión que se produzca.
En la azotea de la ciudadela hay numerosos elementos de la policía de la ciudad de México y algunos soldados de línea, todos ellos parapetados tras los pretiles y con sus fusiles dispuestos para hacer fuego en contra de quien se ordene y en el momento en que se de la orden. Permanecen echados sobre la azotea o rodilla en tierra, según el alto del pretil del cornisamento, pero evidentemente alertas y oteando el campo visual que les es permitido desde su posición.
En un sitio conveniente de la azotea de la ciudadela están emplazadas dos ametralladoras servidas para oficiales de artillería.
    El general Manuel P. Villareal, jefe del puesto de la ciudadela, vistiendo uniforme de caqui, con gorra de paño y portando al cinto pistola y espada, desde la azotea de la ciudadela observa con unos gemelos los movimientos de los elementos felixistas que se han colocado al pie del reloj de Bucareli. Junto al general Villareal esta un oficial ayudante, listo para transmitir cualquier orden o disposición que dicte el jefe del puesto.
Mientras tanto, los dos oficiales que tienen a su cargo las ametralladoras, revisan sus piezas cuidadosamente, a fin de comprobar su buen funcionamiento. Las repasan parte por parte, y cuando uno de ellos ha comprobado que su ametralladora esta lista para "cantar" con toda su capacidad, vuelve la cara hacia su compañero y le hace un significativo guiño, que el otro contesta asintiendo con la cabeza, silenciosamente.
     En un momento dado, un corneta, desde La Ciudadela lanza el toque de “enemigo al frente”. El toque es repetido por un trompeta desde la azotea del Cuartel de Guardias Presidenciales.
     Las notas vibrantes de aquellos instrumentos, que llevan la voz de la infantería y de la caballería, respectivamente, meten en el animo de los que se aprestan a combatir, la nerviosidad propia de esos momentos solemnes en los que no se sabe si le toque a uno estar en el lado de los que ya no se levantaran jamás de su puesto o los que escucharan las notas alegres del “tres de diana” de los vencedores.
     Desde su posición, al pie del reloj de las calles de Bucareli, las dos piezas de artillería que ha mandado emplazar ahí el general Mondragón, rompen el fuego disparando una vez cada una. Fuego que de inmediato es contestado por los defensores de la ciudadela.
     El ronco tronar de los cañones es coreado por el trallazo de los rifles, y el aire se puebla, instantáneamente del enjambre de zumbidos que, como exhalación, pasan sembrando la muerte. Son las balas que van en busca de la carne para destrozarla. Es la guerra, nada más.
     De imprevisto, los dos oficiales que están a cargo de las dos únicas ametralladoras que hay en la azotea de la ciudadela, y de las que tanto depende la defensa de ese puesto, cambian la posición de sus armas y convierte en objetivo de ellos no a los atacantes felixistas sublevados sino a los propios defensores de la ciudadela, sobre los que disparan indiscriminadamente, tomándolos por la espalda sin darles oportunidad de enterarse de que esta sucediendo en realidad, las armas los sorprenden antes de que se den cuenta de que han sido vendidos con deliberación.
     Casi todos los hombres que estaban perpetrados tras de los pretiles del cornisamento de la ciudadela, quedan muertos en la misma posición en que estaban para batirse con el enemigo que esperaba, no por la retaguardia, sino procedente de la calle de Bucareli.
     El general Villareal, también victima de aquel crimen inenarrable, cae agonizante; su ayudante cae muerto a su lado; un soldado, despreciando el peligro, corre y sostiene al general herido.
     El corneta de la ciudadela toca “cesar fuego” y aquel toque es repetido por el trompeta de guardias presidenciales.
     Se suspende el fuego. Callan las armas
     En la azotea de la ciudadela, el general Villareal, moribundo, hace manifiestos esfuerzos pretendiendo hablar. El soldado que lo sostiene, advirtiendo el intento dice respetuoso:
     -Ordene, mi general Villareal.
     Con palabras entrecortadas, casi inaudibles, el general Villareal dice:
     -¿Quién ordeno cesar fuego?... si quiera esperen hasta que yo muera para rendirme ¡cobardes!...
     Aquellas fueron sus últimas palabras. Al terminar de lanzar aquella exclamación airada, murió, asesinado por la espalda.
     El panorama entre los elementos que acompañan a Feliz Díaz y que ya están situados al pie del reloj de Bucareli es distinto.
     En medio de exclamaciones de triunfo y de jubilosos vítores, Félix Díaz avanza hacia la ciudadela rendida, como lo demuestra la bandera blanca que ondea en lo alto de la azotea. La gente que acompaña a Félix Díaz lo vitorea estentóreamente:
     ¡Viva Félix Díaz! ¡Viva Félix Díaz!
     Al llegar a la ciudadela el general Félix Díaz, la puerta de aquel establecimiento se abre de par en par, como para brindarle su abrigo triunfador.
     Un grupo de oficiales que esta en aquel recinto, recibe con clamorosas felicitaciones y vítores a Díaz, que avanza con su gente hasta el interior de la fortaleza.
     Recorre todo el establecimiento. Los almacenes de armas y municiones, ahí existente en gran cantidad, ponen alegría en lacara del vencedor y la de sus acompañantes. Aquello significaba abastecimiento asegurado para continuar la rebelión hasta reducir el último baluarte que pueda levantarse.
     Provisionalmente, como ellos mismos lo dicen, los generales Félix Díaz y Mondragón, instalan sus oficinas en la que fuera dirección de la ciudadela. De inmediato, aquel recinto cobra una inusitada importancia y un movimiento de entradas y salidas que nunca antes había sido visto ahí. Militares y civiles entran y salen trayendo y llevando ordenes, recados, informes y toda esa suerte de cosas que suceden a los acontecimientos como los que ahí tienen efecto.
     En los almacenes de armas y municiones, varios oficiales pertrechan a gran número de elementos civiles que se han alistado para ayudar a los sediciosos en su aventura rebelde. Todo es llegar hasta el recinto de los almacenes para lograr lo cual no hay ninguna dificultad, y declarar que se quiere tomar parte en la aventura contra el gobierno, para que de inmediato se le entregue un arma con una generosa dotación de municiones.
     Sobre las alturas de la ciudadela, en las azoteas que antes estuvieron defendidas por los soldados a los que se les acribillo por la espalda, el aspecto ahora es otro. Están ahí tomando dispositivos para defender el puesto, los nuevos elementos que han ingresado en las filas de la rebelión. Los civiles armados hacen mayoría al lado de unos cuantos elementos militares. Los puestos que ocuparon los soldados muertos ahora están cubiertos por los voluntarios de la rebelión.
En otro sector, no lejano por cierto, la actividad bélica esta en todo su apogeo. Dos piezas de artillería emplazadas en las cercanías de la ciudadela, han tomado como objetivo nada menos que uno de los muchos del penar de belén. Abren fuego sobre aquella muralla y la baten hasta derribarla. Cuando se dan cuenta los artilleros que su fuego a sido efectivo y observan con sus prismáticos los efectos logrados, advierten también que por el boquete enorme que las granadas han abierto en el muro de la prisión, aparecen los reos que en su interior estaban purgando sabrá Dios que delitos. Miran los reclusos recelosos para lado y lado y, ni cortos ni perezosos, emprenden la huida en carrera desenfrenada, cogiendo la libertad alcanzada tan inesperadamente, con la ansiedad de la desesperación y el temor. No son pocos los presos que encaminan su carrera rumbo a la ciudadela, demostrando con ello que están enterados de que ahí pueden ser armados.
     Apenas han tomado sus dispositivos cuando llega un oficial, quien con voz levantada y enérgica ordena:
     -¡Listo todo el mundo! ¡Ahí viene una fuerza!
     -¡traen bandera blanca! ¡No tiren! –advierte otro oficial.
     En efecto se acerca una fuerza numerosa, compuesta por elementos de infantería.
     Un oficial de la tropa se adelanta hacia los que están parapetados tras de las trincheras y, según va acercándose, les informa:
     -Veníamos a batirlos; pero ya estamos con ustedes.
     -¿de donde son? –inquiere un oficial del puesto.
     -Somos del batallón de seguridad –contesta el interpelado y agrega a guisa de información oficiosa-: No han de tardas en llegar los de la policía montada; también se han pasado a este lado.
     Así cundió la gangrena de la traición entre aquella gente. No era raro que tal cosa sucediera. Se trataba de tropas mandados por oficiales que habían hecho su carrera bajo la égida de un régimen que creyeron infalible, y el solo hecho de que se les hubiera sustituido, para ellos, era mas que suficiente no digamos para emprender una acción como la que venían desarrollando –que en su criterio no era traición ni delito, sino recuperación-, sino hasta dar pasos mas largos como los que dieron mas adelante.
     Mientras los hechos que dejamos narrados en los párrafos anteriores tenían lugar en los sitios mencionados, la ciudad, presa del pánico y azorada, empezaba a sufrir los resultados de una situación de aquella índole. Había hambre. No podía salir la gente a surtirse de aquellas cosas que le eran menester, por que temían: o bien que les tocara alguna bala “perdida” o bien encontrarse con que el tendero de la esquina no había abierto o se había marchado a engrosar las filas de la infidencia.
     La ciudad, fuera de los lugares de actividad militar parecía un desierto.

     No se veía en toda la calle de Balderas, una sola alma viviente.

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