Acto 5
A medida que el presidente de
la república, don Francisco I. Madero, seguido de sus ayudantes y escoltado por
los alumnos del colegio militar, va acercándose al centro de la ciudad, la
gente de todas las condiciones sociales, lo vitorea entusiasmamente y se va
uniendo a su séquito voluntario, sin cesar de lanzar estentóreos vivas para el,
personalmente, y también como presidente de la república.
A penas se había rebasado el
monumento a Carlos IV, que aun existe en la confluencia de las calles de
Bucareli y Juárez, cuando, saliendo de entre la multitud, aparece un hombre
evidentemente civil, que porta en la mano diestra una bandera nacional que
ondea entusiasta, mientras vitorea al señor Madero. Se para precisamente frente
al Presidente y respetuosamente le hace entrega de la bandera de la patria que
lleva, misma que recoge amablemente. Madero llevándola levantada con su mano
derecha, sigue la marcha hacia el palacio nacional, en medio de los vítores y
las aclamaciones del pueblo metropolitano.
Cuando la comitiva que marcha
rodeando a Don Francisco I. Madero llega a la alameda central, se escuchan
varios disparos de fusil. El capitán Montes, ayudante del señor presidente, se
adelanta y, poniéndose al lado de su jefe, le informa:
-Señor presidente, hay gente
enemiga apostada en el teatro nacional, y no sabemos si también la haya en
algunos edificios de las calles de San Francisco y Plateros. Convendría que
hiciéramos un alto y que usted espera en algunas casa de las de por aquí cerca,
mientras efectuamos un recorrido del terreno.
Ante la prudencia del consejo,
el señor Madero accede y echa pie a tierra y, luego acompañado de sus ayudantes
y de otras personas de las que se le han unido en el trayecto recorrido,
penetra en la casa en que estuvo establecida la Fotografía Daguerre.
Es recibido cordialmente por
los dueños del establecimiento, que lo ponen a las ordenes del Presidente, y
este, tras de hablar brevemente con algunos de sus acompañantes, entre los que
ya se encuentran a esas horas su hermano, el señor Gustavo Madero, y el general
Victoriano Huerta, que va uniformado de caqui de campaña, se dirige al balcón
del establecimiento, acompañado de su hermano Gustavo y del general Huerta, así
como de otras personas de su sequito, para saludar a la multitud que se ha
congregado en la calle, en la que han quedado los alumnos del Colegio militar,
en alerta, así como los asistentes que cuidan los caballos en que han hecho el
recorrido Madero y sus ayudantes.
Mientras esta el presidente
saludando a la multitud reunida en la calle, vitoreándolo entusiasmadamente, el
general Victoriano Huerta le dice:
-Señor presidente, creo que ya
le habrán informado a usted de la muerte del general Bernardo Reyes y de que en
la refriega frente al palacio resulto herido el general Lauro Villar.
-no sabia que estuviera herido
el general Villar –contesto el señor Madero, evidentemente sorprendido por esta
última novedad.
-no es nada grave, según parece
–informo el general Huerta.; le dieron un balazo en un hombro; pero de todas
maneras, creo que tendrá que retirarse, no podrá continuar así. Yo estoy a sus órdenes.
-General Huerta –expreso el
presidente Madero-, hágase cargo de la comandancia militar de la plaza. Y
usted, general Peña, tome nota de esta nueva comisión encomendada al general
Huerta.
A los pocos instantes llego el
capitán Montes, ayudante del presidente Madero, quien había salido en recorrido
de exploración, a efecto de darse cuenta de la situación real que prevalecía en
el trayecto que había de recorrer el señor Madero. Así que estuvo de nuevo
delante de su jefe, cuadrándose marcialmente, informo:
-Señor presidente, no hay
enemigo en el camino que debe seguirse hasta palacio; puede usted continuar su
recorrido.
Al enterarse de aquella buena
nueva, el presidente, de inmediato, ordeno que se reanudara la marcha y tal
como lo expreso lo hizo, despidiéndose cortésmente de las personas que tenían a
su cargo la Fotografía Daguerre y que, según les manifestó el, tan gentilmente
lo habían hospedado.
En la calle, en donde habían
quedado los cadetes del colegio militar, el presidente monta en su caballo y,
cuando todos sus acompañantes hacen otro tanto, la columna reanuda la marcha
siguiendo en el mismo dispositivo que habían traído anteriormente. A los breves
momentos de caminar por la calle de San Francisco y Plateros, hoy avenida
Francisco I. Madero, desembocaron el señor presidente y su sequito en el zócalo.
Para
el presidente y para otros muchos de los que con el venían, el espectáculo que
presentaba el zócalo y especialmente la parte frontera del palacio nacional,
con los cadáveres tirados en un macabro dislocamiento, fue algo positivamente
impresionante.
Al
llegar Madero frente al palacio nacional y enderezar la marcha de su caballo
hacia la puerta, el general Lauro Villar, con la manga del saco correspondiente
al hombro herido empapada en sangre y sujetando fuertemente la herida un
pañuelo también ya empapado, se adelanto sobresaliendo a la línea de tiradores
pecho a tierra que todavía estaba en el mismo dispositivo que tenían cuando
murió el general Bernardo Reyes. Se planto serena y gravemente delante del
presidente Madero y le rindió parte de novedades en la siguiente forma:
-Señor
presidente, hemos recuperado el palacio nacional y hemos rechazado a los
traidores. Murió el general Bernardo reyes y tengo prisionero al general
Gregorio Ruiz.
-¡que
hombrote es usted general Villar! –exclamo agradecido el presidente Madero.
-No,
señor presidente; los hombrotes son estos soldados que están ahí, en la cadena
de tiradores –repuso el general Villar.
-Valla
usted a curarse, general Villar. El general Huerta se hará cargo de la
situación.
-Muy
bien señor presidente –contesto el general Villar y volviéndose hacia el
general Huerta, le dijo-: ¡Mucho cuidado Victoriano!
-¡No
tengas cuidado, Lauro! –respondió el general Huerta, gravemente.
El
presidente, seguido por numerosas personas de las que habían llegado hasta el
palacio, acompañándolo penetro al recinto de aquel macizo edificio y se encamino
a sus oficinas para desde ahí controlar las cosas y reanudar el trabajo.
Mientras
tanto, abajo, en el cuarto en que estaba prisionero, el rebelde general
Gregorio Ruiz, se ve a este sentado en una silla aparentemente en descanso,
pero, en efecto, cavilando con gravedad.
Entra
el capitán Aldana al cuarto en que este prisionero el general Ruiz, seguido de
un piquete de soldados que llevan el arma terciada, y dirigiéndose al reo, le
dice:
-Mi
general, tengo orden de pasarlo a usted por las armas
-¿a
quien? ¿A mi? –responde casi gritando de asombro el general Ruiz.
-Si,
señor, a usted –afirma el capitán Aldana.
-¿Cuándo?
-Ahora
mismo.
-Pero…
¿Quién lo ordeno? –inquiere el preso, que esta ahora muy pálido.
-El
señor presidente de la Republica –le contesta firmemente el capitán Aldana.
-Eso
no puede ser –exclama Ruiz, aterrado
-Así
es, señor –manifiesta Aldana dando un paso hacia adelante.
-Soy
diputado y tengo fuero –vuelve a gritar el general Ruiz, con evidente pánico.
-Yo
no se nada –declara el capitán Aldana-; solo obedezco las órdenes que se me han
dado.
-Deseo
hacer testamento –dice Ruiz, simulando aplomo -. Tengo que disponer de lo
necesario en estos casos.
-Nada
de eso se puede hacer, mi general.
-soy
cristiano; necesito un confesor –ruega ahora el general Ruiz.
-Mi
general, dispóngase usted a seguirme y no me obligue a que emplee con usted la
fuerza –dice ya con energía respetuosamente el capitán Aldana-. Como militar
que es, debe afrontar la muerte con serenidad.
-Tiene
usted razón, capitán –dice el general Ruiz resignado y con dignidad-. Estoy a
sus órdenes.
Se
levanta y marcha hasta colocarse en medio de soldados que esperan impasibles.
El
capitán Aldana, tomando su colocación, ordena: -¡Media vuelta! ¡Derecha! ¡De
frente! ¡Hileras a la izquierda! ¡Marchen!
Y
se ejecuta con ritmo seco y enérgico lo ordenado.
Solo el choque violento de los pies,
acompasadamente, rompe el silencio imponente de aquel minuto.
Pasan
marchando por los patios de palacio y los transponen hasta llegar al jardín
trasero; en el fondo del jardín esta el paredón que muestra las trágicas lascas
de impactos que hablan claro y alto de por que y como fueron causados.
-¡Alto!
–ordena el capitán Aldana y, dirigiéndose al general Ruiz, le dice,
impersonalmente, con fría sobriedad -: Su lugar, enfrente.
-Ya
lo se, capitán –dice Ruiz y agrega-: ¿Me permite mandar mi ejecución?
-No hay inconveniente –declara Aldana.
Los
soldados se han formado frente al reo que avanzo y dando media vuelta da la
cara al pelotón; cargan sus armas en la posición de “tirador en pie”.
Cuando
el capitán Aldana ve que el general Gregorio Ruiz se ha colocado en el lugar
adecuado para recibir la descarga que ha de privarlo de la vida, ordena al
pelotón:
-¡Preparen!
El
ruido seco de los cerrojos que se mueven en las cajas de los rifles, es la sola
contestación a aquella orden perentoria y cortante.
Hay unos breves segundos de
intervalo, entre el ruido de las armas al ser preparadas por los soldados, y
luego, con voz fuerte y serena, el general Gregorio Ruiz ordena, con energía:
-¡Apunten!...
¡Fuego!
Una
descarga cerrada atruena el ambiente.
El
cuerpo del reo se contrae sobre si mismo al recibir los impactos de las balas y
luego se desploma hacia un costado, quedando con la cara hacia arriba, como si
sus ojos quisieran ver el final de la vida, aquel sol frio y claro del 9 de
febrero de 1913.
En la ciudad, pocos, muy pocos
fueron los que comentaron la muerte del general Gregorio Ruiz, fusilado en el
jardín interior del palacio nacional. Eran otros acontecimientos los que
atraían la curiosidad del público, y la de los que estaban en el secreto de lo
que acontecía, era reclamada con mayor vigor por el desarrollo mismo de las
cosas. Lo que había sucedido en el curso de las primeras horas de la mañana de
aquel día 9 de febrero de 1913, ciertamente que no era todo lo previsto ni
siquiera en parte, pero tampoco era lo esperado.
No
habían resultado las cosas, como se habían planeado y, por lo mismo, quienes
operaban los hilos del tinglado se disponían ahora a trazar nuevos planes, distintas
actividades y, para hacerlo, estaban observando la posición de cada uno de los
sujetos que en la trama intervenían, a fin de saber que ordenar a cada quien y
como había de pedirle que lo realizara.
El
populacho, siempre apto para captar en forma extraña, pero segura, la presencia
de sucesos que salen de los márgenes de los normal, iba de un lado para el
otro, ora viendo como se levantaba a los muertos de frente a palacio y del zócalo
mismo, ora corriendo por las calles adyacentes a los cuarteles y centros de
agrupamiento de elementos militares, siempre listo para mirarlo todo, para
comentarlo todo y luego referido a sus allegados y amigos, con la autoridad y
suficiencia del que posee una información de primera mano.
Para
la ciudad, el día amaneció en tragedia. La genta de “orden” no salió de sus
casas. Había pánico, terror verdadero. Las ventanas de las casas apenas si se entreabrían
un poco cuando algún tripel se escuchaba por la calle, no más de lo suficiente como
para permitir atisbar hacia afuera sin que se pudiera ver hacia adentro.
Se
empezó en esa mañana sangrienta del día 9 de febrero de 1913, aquella trágica
jornada que la historia llamaría, andando los días, como la decena trágica.
acto 6
La ciudad de México
se tornaba, precipitadamente, en campo de batalla. Por todas partes el tema
militar ocupaba el primer plano. Los soldados cobraban actualidad preferente y,
por lo mismo, sus actividades, ya ostensibles y abiertamente declaradas, tenían
a los ciudadanos materialmente con el alma en un hilo.
Por las calles de
Bucareli, esquina con la avenida Morelos, a la altura del reloj público
monumental, llega el ahora liberado general Félix Díaz. Le acompaña el general
Manuel Mondragón, un grupo de cadetes de aspirantes de caballería y una sección
de artillería de campaña. Vienen apresuradamente y, al llegar a la altura del
reloj hacen alto con gran estrépito de los armones de artillería y de los
cañones mismos, cascos de caballos y chocar armas.
Inmediatamente que
hacen alto, Mondragón ordena que se emplacen las dos piezas de artillería que
llevan, apuntando hacia la ciudadela. Los servidores de las piezas,
diligentemente, ejecutan la maniobra sin preocuparse en lo absoluto de la expectación
que despiertan sus actos en los curiosos que se detienen, entre miedosos y
mirones, para no perderse nada de lo que allí acontezca.
En la ciudadela, el
panorama no era muy diferente. Solamente cambia en cuanto a los elementos en acción.
Frente al ancho y
plano edificio se abre la amplia plaza de armas, en el centro de la cual se
yergue la estatua del cura. Morelos. La fachada de la actual Fábrica Nacional
de armas y del Cuartel de la Guardia Presidencial, en ese entonces, hacen marco
a la gran plaza.
En la azotea de estos
edificios, lo mismo en la ciudadela como en la Fábrica de Armas y en el cuartel
de la guardia presidencial, hay soldados armados que están tomando dispositivos
para resistir cualquier agresión que se produzca.
En la azotea de la
ciudadela hay numerosos elementos de la policía de la ciudad de México y
algunos soldados de línea, todos ellos parapetados tras los pretiles y con sus
fusiles dispuestos para hacer fuego en contra de quien se ordene y en el
momento en que se de la orden. Permanecen echados sobre la azotea o rodilla en
tierra, según el alto del pretil del cornisamento, pero evidentemente alertas y
oteando el campo visual que les es permitido desde su posición.
En un sitio
conveniente de la azotea de la ciudadela están emplazadas dos ametralladoras
servidas para oficiales de artillería.
El general Manuel P.
Villareal, jefe del puesto de la ciudadela, vistiendo uniforme de caqui, con
gorra de paño y portando al cinto pistola y espada, desde la azotea de la
ciudadela observa con unos gemelos los movimientos de los elementos felixistas
que se han colocado al pie del reloj de Bucareli. Junto al general Villareal
esta un oficial ayudante, listo para transmitir cualquier orden o disposición
que dicte el jefe del puesto.
Mientras tanto, los dos oficiales que tienen a su cargo las
ametralladoras, revisan sus piezas cuidadosamente, a fin de comprobar su buen
funcionamiento. Las repasan parte por parte, y cuando uno de ellos ha
comprobado que su ametralladora esta lista para "cantar" con toda su capacidad,
vuelve la cara hacia su compañero y le hace un significativo guiño, que el otro
contesta asintiendo con la cabeza, silenciosamente.
En
un momento dado, un corneta, desde La Ciudadela lanza el toque de “enemigo al
frente”. El toque es repetido por un trompeta desde la azotea del Cuartel de
Guardias Presidenciales.
Las
notas vibrantes de aquellos instrumentos, que llevan la voz de la infantería y
de la caballería, respectivamente, meten en el animo de los que se aprestan a
combatir, la nerviosidad propia de esos momentos solemnes en los que no se sabe
si le toque a uno estar en el lado de los que ya no se levantaran jamás de su
puesto o los que escucharan las notas alegres del “tres de diana” de los
vencedores.
Desde
su posición, al pie del reloj de las calles de Bucareli, las dos piezas de
artillería que ha mandado emplazar ahí el general Mondragón, rompen el fuego
disparando una vez cada una. Fuego que de inmediato es contestado por los
defensores de la ciudadela.
El
ronco tronar de los cañones es coreado por el trallazo de los rifles, y el aire
se puebla, instantáneamente del enjambre de zumbidos que, como exhalación,
pasan sembrando la muerte. Son las balas que van en busca de la carne para
destrozarla. Es la guerra, nada más.
De
imprevisto, los dos oficiales que están a cargo de las dos únicas
ametralladoras que hay en la azotea de la ciudadela, y de las que tanto depende
la defensa de ese puesto, cambian la posición de sus armas y convierte en
objetivo de ellos no a los atacantes felixistas sublevados sino a los propios
defensores de la ciudadela, sobre los que disparan indiscriminadamente,
tomándolos por la espalda sin darles oportunidad de enterarse de que esta
sucediendo en realidad, las armas los sorprenden antes de que se den cuenta de
que han sido vendidos con deliberación.
Casi
todos los hombres que estaban perpetrados tras de los pretiles del cornisamento
de la ciudadela, quedan muertos en la misma posición en que estaban para
batirse con el enemigo que esperaba, no por la retaguardia, sino procedente de
la calle de Bucareli.
El
general Villareal, también victima de aquel crimen inenarrable, cae agonizante;
su ayudante cae muerto a su lado; un soldado, despreciando el peligro, corre y
sostiene al general herido.
El corneta
de la ciudadela toca “cesar fuego” y aquel toque es repetido por el trompeta de
guardias presidenciales.
Se suspende
el fuego. Callan las armas
En
la azotea de la ciudadela, el general Villareal, moribundo, hace manifiestos
esfuerzos pretendiendo hablar. El soldado que lo sostiene, advirtiendo el
intento dice respetuoso:
-Ordene,
mi general Villareal.
Con
palabras entrecortadas, casi inaudibles, el general Villareal dice:
-¿Quién
ordeno cesar fuego?... si quiera esperen hasta que yo muera para rendirme
¡cobardes!...
Aquellas
fueron sus últimas palabras. Al terminar de lanzar aquella exclamación airada,
murió, asesinado por la espalda.
El
panorama entre los elementos que acompañan a Feliz Díaz y que ya están situados
al pie del reloj de Bucareli es distinto.
En
medio de exclamaciones de triunfo y de jubilosos vítores, Félix Díaz avanza
hacia la ciudadela rendida, como lo demuestra la bandera blanca que ondea en lo
alto de la azotea. La gente que acompaña a Félix Díaz lo vitorea
estentóreamente:
¡Viva
Félix Díaz! ¡Viva Félix Díaz!
Al
llegar a la ciudadela el general Félix Díaz, la puerta de aquel establecimiento
se abre de par en par, como para brindarle su abrigo triunfador.
Un
grupo de oficiales que esta en aquel recinto, recibe con clamorosas
felicitaciones y vítores a Díaz, que avanza con su gente hasta el interior de
la fortaleza.
Recorre
todo el establecimiento. Los almacenes de armas y municiones, ahí existente en
gran cantidad, ponen alegría en lacara del vencedor y la de sus acompañantes.
Aquello significaba abastecimiento asegurado para continuar la rebelión hasta
reducir el último baluarte que pueda levantarse.
Provisionalmente,
como ellos mismos lo dicen, los generales Félix Díaz y Mondragón, instalan sus
oficinas en la que fuera dirección de la ciudadela. De inmediato, aquel recinto
cobra una inusitada importancia y un movimiento de entradas y salidas que nunca
antes había sido visto ahí. Militares y civiles entran y salen trayendo y
llevando ordenes, recados, informes y toda esa suerte de cosas que suceden a
los acontecimientos como los que ahí tienen efecto.
En
los almacenes de armas y municiones, varios oficiales pertrechan a gran número
de elementos civiles que se han alistado para ayudar a los sediciosos en su
aventura rebelde. Todo es llegar hasta el recinto de los almacenes para lograr
lo cual no hay ninguna dificultad, y declarar que se quiere tomar parte en la
aventura contra el gobierno, para que de inmediato se le entregue un arma con
una generosa dotación de municiones.
Sobre
las alturas de la ciudadela, en las azoteas que antes estuvieron defendidas por
los soldados a los que se les acribillo por la espalda, el aspecto ahora es
otro. Están ahí tomando dispositivos para defender el puesto, los nuevos
elementos que han ingresado en las filas de la rebelión. Los civiles armados
hacen mayoría al lado de unos cuantos elementos militares. Los puestos que
ocuparon los soldados muertos ahora están cubiertos por los voluntarios de la rebelión.
En otro sector, no lejano por cierto, la
actividad bélica esta en todo su apogeo. Dos piezas de artillería emplazadas en
las cercanías de la ciudadela, han tomado como objetivo nada menos que uno de
los muchos del penar de belén. Abren fuego sobre aquella muralla y la baten
hasta derribarla. Cuando se dan cuenta los artilleros que su fuego a sido
efectivo y observan con sus prismáticos los efectos logrados, advierten también
que por el boquete enorme que las granadas han abierto en el muro de la prisión,
aparecen los reos que en su interior estaban purgando sabrá Dios que delitos. Miran
los reclusos recelosos para lado y lado y, ni cortos ni perezosos, emprenden la
huida en carrera desenfrenada, cogiendo la libertad alcanzada tan
inesperadamente, con la ansiedad de la desesperación y el temor. No son pocos
los presos que encaminan su carrera rumbo a la ciudadela, demostrando con ello
que están enterados de que ahí pueden ser armados.
Apenas
han tomado sus dispositivos cuando llega un oficial, quien con voz levantada y enérgica
ordena:
-¡Listo
todo el mundo! ¡Ahí viene una fuerza!
-¡traen
bandera blanca! ¡No tiren! –advierte otro oficial.
En efecto
se acerca una fuerza numerosa, compuesta por elementos de infantería.
Un oficial
de la tropa se adelanta hacia los que están parapetados tras de las trincheras
y, según va acercándose, les informa:
-Veníamos
a batirlos; pero ya estamos con ustedes.
-¿de
donde son? –inquiere un oficial del puesto.
-Somos
del batallón de seguridad –contesta el interpelado y agrega a guisa de información
oficiosa-: No han de tardas en llegar los de la policía montada; también se han
pasado a este lado.
Así
cundió la gangrena de la traición entre aquella gente. No era raro que tal cosa
sucediera. Se trataba de tropas mandados por oficiales que habían hecho su
carrera bajo la égida de un régimen que creyeron infalible, y el solo hecho de
que se les hubiera sustituido, para ellos, era mas que suficiente no digamos
para emprender una acción como la que venían desarrollando –que en su criterio
no era traición ni delito, sino recuperación-, sino hasta dar pasos mas largos
como los que dieron mas adelante.
Mientras
los hechos que dejamos narrados en los párrafos anteriores tenían lugar en los
sitios mencionados, la ciudad, presa del pánico y azorada, empezaba a sufrir
los resultados de una situación de aquella índole. Había hambre. No podía salir
la gente a surtirse de aquellas cosas que le eran menester, por que temían: o
bien que les tocara alguna bala “perdida” o bien encontrarse con que el tendero
de la esquina no había abierto o se había marchado a engrosar las filas de la
infidencia.
La ciudad,
fuera de los lugares de actividad militar parecía un desierto.
No se
veía en toda la calle de Balderas, una sola alma viviente.
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