viernes, 2 de mayo de 2014

decena trágica (parte seis)

Acto 11


     Los comentarios de la marcha de los acontecimientos ya no se embozan, para manifestarse abiertamente extrañados de como se llevaban las cosas.
Los elementos del desaparecido porfirismo que aun estaban enquistados en el nuevo régimen, abiertamente hacían propaganda sediciosa y netamente antimaderista. Los encabezaba Francisco León de la Barra y era secundado por varios miembros del Senado de la Republica, en cuyo seno había una mayoría porfirista más o menos manifiesta.
     Por otra parte, los amigos del maderismo y del señor Madero propiamente hacían un balance de los acontecimientos y sus características mas relevantes, no encontraban muy clara y diáfana la situación en lo que al manejo de las operaciones se refería por que, comentaban, se sabia que el coronel Rubio Navarrete, que se encontraba en la ciudad de Querétaro al producirse en México la sublevación felixista, se vino rápidamente hacia la capital y su primera visita, una vez que llego a México, fue a la Presidencia de la Republica, partiendo directamente de la estación del ferrocarril. Recibido por el presidente Madero, este lo puso al tanto de la situación, y en esa misma entrevista recibió el coronel Rubio Navarrete, por órdenes del propio señor presidente, el mando de la artillería.
Se le hizo conocer –entre otros detalles sobresalientes de la situación reinante- que los elementos de guerra se hallaban en la ciudadela y que, por lo tanto, estaban controlados por el general Félix Díaz, ya que este y sus partidarios estaban posesionados de la misma. El gobierno, cierto era, contaba con cañones y ametralladoras, los primeros con una dotación peligrosamente escasa de parque, no obstante lo cual y cuando hubo recibido el coronel Rubio Navarrete todos los informes que era indispensable que conociera para el mejor desempeño del mando que se le confiaba, manifestó al presidente, en gallardo alarde de competencia y lealtad, que podía tener la absoluta seguridad de que caería la ciudadela al día siguiente, por que “bastaba una hora de cañoneo constante para destrozarlos”
La actitud asumida por el reputado artillero coronel Rubio Navarrete y las seguridades y muestras de absoluta adhesión dadas al Presidente Madero en su entrevista, fueron inmediatamente conocidas por quienes estaban cerca del presidente Madero y, por conducto de ellos, de los amigos de la causa del gobierno maderista, cosa que los animo sobremanera, inyectándoles animo y confianza en que las cosas tendrían solución pronta y favorable.
Sin embargo, se comentaba ahora, después de tanto y tanto combatir y sacrificar hombres por centenares, que la misma noche en que Rubio Navarrete llego a la capital protestando tanta lealtad y ofreciendo eficiencia, había conferenciado con el comandante militar de la plaza, general Victoriano Huerta y, cosa inexplicable y sumamente extraña. Al día siguiente, al informar al presidente de la Republica, acerca de las posiciones que ocupaba la artillería bajo su mando, el mismo coronel Rubio Navarrete, que el día anterior había dicho textualmente que “bastaba con una hora de cañoneo constante para destrozarlos”, refiriéndose a los individuos posesionados de la ciudadela, ahora le expreso la pena de verse en el caso de tener que rectificar sus palabras dictadas por su optimismo entusiasta y expresadas el día anterior, “por que siendo tan espesos los muros de la ciudadela, metro y medio, bien poco se aria con los elementos de los que disponía”.
El palacio nacional estaba resguardado por soldados del 11º. Batallón de infantería, del 2º. Regimiento de caballería y algunos cuerpos de rurales de reciente creación integrados por “maderistas” de la revolución de 1910, patrullaban constantemente las calles adyacentes.
El palacio se había convertido en un cuartel general, pero a el solamente se tenia acceso mediante un pase firmado por el comandante militar de la plaza, el general Victoriano Huerta.
En las oficinas de la comandancia militar de la plaza ubicada en la planta baja del palacio nacional, el general Huerta ostenta espectacularmente una febril actividad, girando boletines a los periódicos, dando ordenes a oficiales y a civiles voluntarios y, en una palabra, manteniendo un ritmo de actividad verdaderamente ejemplar y admirable.
Entre sus ayudantes estaba el capitán Enríquez.
Esta el capitán Enríquez sentado en la antesala del general Huerta, meramente en forma accidental, pues esta “sosteniendo” por unos instantes a su compañero el capitán González, quien era el que estaba al servicio.
Llega a la comandancia el señor Gustavo Madero, acompañado de dos elementos civiles, y de inmediato se le admite en la oficina del general Huerta. Al entrar el señor Madero, saluda a Huerta en forma cortes y cordial.
-¿Cómo esta usted, general?
-Muy bien, don Gustavo. Creo que vamos adelantando.
-Yo no lo veo así, general –declara el señor Madero. Pesimista-. He recorrido todos los frentes de combate, llevando a las fuerzas algo para alimentarse y, verdaderamente, no he podido apreciar ningún progreso.
-Así le parecerá a usted –admite el general Huerta, taimado-. Pero yo le aseguro que esta misma tarde estaremos en la ciudadela y no va a quedar ni uno de ellos.
-Ojala así sea, expresa el señor Madero y, tras de hablar brevemente con el general Huerta sobre algo relacionado con el reparto de “sándwiches” que tanto el como la esposa del presidente, doña Sarita, venían sufragando de sus recursos particulares en una proporción de diez mil piezas cada uno de ellos, mismas que eran repartidas entre los hombres que combatían, se despidió:
-Bueno, me voy, general. ¡Hasta luego!
Cuando don Gustavo Madero abandona la oficina del general Huerta, con el salen los que vinieron acompañándolo y también los elementos militares que, por una u otra razón, estaban dentro de la oficina. En ella solamente quedaban el general Huerta y el jefe de estado mayor.
La puerta de comunicación de la oficina con la antesala, ha quedado entreabierta. En la antesala esta el capitán Henrique hojeando una revista, matando el tiempo mientras vuelve el capitán González que es quien esta de guardia. Dentro de la oficina del general Huerta se sostiene una conversación que, sin proponérselo, escucha el capitán Henríquez y le causa una terrible impresión:
-Todavía hay que madurar esto. Unos días más de combate y… todo estará a punto. Mande usted a esa persona de su absoluta confianza que valla a la ciudadela y diga al general Félix Díaz que estoy dispuesto a tratar con el, pero siempre y cuando sea sobre la base de que reconozca que la situación esta en mis manos y el nada puede hacer.
-Y –inquiere la voz del jefe del estado mayor-, ¿si no lo cree el así?
-Si el general Félix Díaz se cree ser el bastante fuerte- declara el general Huerta con espeluznante determinación-, yo le demostrare que lo tengo bien cogido y que puedo hacerlo pedazos si así lo deseo.
Se oye un chasquido de dedos, significativo.
La conversación entra por otros temas y luego sale el jefe de estado mayor, que al salir de la oficina privada del general Huerta, advierte la presencia del capitán Enríquez y no puede evitar que se note que se ha sorprendido al verlo.
-¡Ah! ¿Estaba usted aquí, capitán Henríquez?
-Si, señor. Estoy sustituyendo por unos momentos a mi compañero el capitán González, que es el que esta de guardia; regresa dentro de un momento.
El jefe de estado mayor lo mira por breves instantes y luego, como tomando una determinación, dice, mientras se aleja:
-¡Muy bien!...
El capitán Henríquez vio salir al jefe del estado mayor, recapacito sobre lo que había escuchado, y cuando estaba tratando de abarcar en su totalidad todo el significado de aquella conversación, llego el capitán González, diciendo:
-¿Qué? ¿Tarde mucho?
-No, no hubo nada –Contesto Henríquez y agrego-: te dejo, pues tengo que ir hasta donde esta el coronel Rubio Navarrete. ¡Hasta luego!
Salió a la calle. Mientras se encaminaban en busca del coronel Rubio Navarrete, iba pensando en lo que había escuchado, no podía creer a sus propios sentidos, pues al verdad era de tal magnitud escandalosa y reveladora, que sublevaba en su animo los mas elementales fundamentos de honor y dignidad que siempre había juzgado básicos para la carrera de las armas.
Ahora comprendía cosas que antes le parecieron un poco confusas o cuya incomprensión había achacado a su propia falta de observación, por ejemplo: recordaba la orden dada al comandante José Peña para que con su 52º. Cuerpo de rurales, cargara a pecho descubierto sobre los puestos avanzados que tenían instalados los infidentes por las calles de Balderas, protegiendo la ciudadela. El recordar aquella orden le revelaba todo lo tenebroso y criminal de ella, por que el general Huerta no era un ignorante en la materia militar, el lo sabia perfectamente. El general Huerta sabia de antemano que enviaba a esos elementos a la muerte segura, pues la artillería gruesa, las ametralladoras que coronaban los edificios y las emplazadas en las calles, acabarían rápidamente con los “rurales maderistas” como en efecto sucedió, pues apenas si unos cuantos minutos bastaron para dejar horrible hacinamiento de soldados y caballos muertos, escapando de aquella matanza un escaso centenar, en tan trágica y criminal jornada.
Iba meditando sobre cada una de las ordenes que se habían girado para concentrar en la ciudad de México hasta casi diez mil hombres, el lo sabia perfectamente y ahora que lo pensaba, comprendía que algo no estaba en su justo lugar, que había una pieza que no estaba en su sitio, pues en la ciudadela si apenas habría unos dos mil hombres y, por bien parapetados que estuvieran, no era lógico que su resistencia se hubiera prolongado ya tantos días.
Era ahora bien claro para el. Que resultaba escandaloso que no se hubiera alcanzado el triunfo y que fuera al parecer muy dudoso y lejano todavía, el final de todo aquello.
¿Qué acontecía en realidad?
¿Por qué se llevaban las operaciones con tanta lentitud?
El ánimo de la gente civil estaba siendo trabajado, como masa de tahona, con la levadura del sacrificio y el asesinato. Los cañones de la ciudadela disparaban sin ton ni son sobre cualquier parte de la ciudad, menos sobre lo que aparentemente podrían ser los objetivos lógicos. Las barriadas pacificas, distantes, estaban resintiendo destrozos terribles y tremendas perdidas en vidas. El ochenta porciento de las victimas sacrificadas en los combates a consecuencia del fuego, fueron no combatientes y entre ellos había de todo: hombres, mujeres y niños.
Ahora se daba clara cuenta de todo y tenia una cabal panorámica de los motivos y los porqués de esa espantosa matazón. Sabia bien, por que lo había oído, la clave descarada y cínica de los móviles tras de los cales estaba la mano que empujaba a los hombres al matadero.
El capitán Henríquez, auténticamente escandalizado ante la magnitud de la traición que se estaba desarrollando contra lo que se le había enseñado a respetar y defender, tomo una determinación perfectamente acorde a su natural lealtad y noble, que respondía a la educación y a la conciencia que tenia y al concepto que le merecía el uniforme que portaba.
Y tal como lo pensó, lo realizo
Por los medios mas seguros que pudo imaginar, hizo llegar al conocimiento de don Gustavo Madero los hechos que claramente se desprendían de la conversación que, involuntaria, pero felizmente, había escuchado en la comandancia militar de la plaza.
Sabia lo que en su actitud iba jugando y acepto el riesgo con decisión y entereza.
Era un soldado como tantos, que la suerte había colocado en el bando que no les correspondía.

Acto 12


     La situación tomo una cariz de inesperada gravedad, pues su aspecto no estaba dentro de previsiones que sobre el posible desarrollo de los acontecimientos se habían hecho, tanto en el campo del optimismo como en el del pesimismo.
Se tuvieron noticias de que el gobierno de los estados unidos del norte habían girado instrucciones para que barcos de guerra de esa nación navegaran hacia puertos mexicanos y que –y eso era lo mas serio y grave- sus tripulaciones y soldados traían ordenes de efectuar desembarco y marchar a la capital de la República Mexicana para “proteger las vidas e intereses de sus nacionales”.
Al tenerse conocimiento de tales cosas, políticamente desmesuradas y carentes de una explicación valida, el gobierno de México, encabezado por el presidente Francisco I. Madero, actuó rápidamente, y sobre el particular se cambiaron notas entre ambos gobiernos, sin que ello impidiera que el presidente Madero telegrafiara una bien fundada protesta, en enérgicos y patrióticos términos, al presidente Taft, mientras que se sostenían, en la ciudad de México, conferencias con el embajador de los Estados Unidos, señor Lane Wilson, logrando, al fin, conjurar el peligro que implicaba el que se hubiera realizado aquella precipitada intervención norteamericana en nuestro suelo y en nuestros asuntos domésticos.
A la sobra de los sucesos que se estaban desarrollando y que de todos modos tenían a la capital de la República en un paréntesis de intranquilidad y violencia, el licenciado Francisco León de la Barra, seguido por quienes comulgaban con sus ideas de un porfirismo imposible de revivir, y cobijados al amparo de las banderas inglesas, norteamericana o española, y visitando continuamente al embajador Wilson, con el que se entendía admirablemente, seguía desarrollando una incesante propaganda francamente sediciosa.
Quien sabe que maniobras habría tras de la actitud del licenciado de la Barra cuando, con un cinismo que rayo en lo grandioso, escribió una carta al presidente de la republica, Francisco I. Madero, en la que se ofrecía incondicionalmente a sus ordenes para ir a conferenciar con los rebeldes, dispuesto a lograr su rendición.
La respuesta del señor presidente fue la más lógica: le agradeció su gentil ofrecimiento, pero le manifestó que por ningún motivo deseaba entrar en tratos con los sublevados. Entonces, de la Barra fue en persona al palacio nacional y solicito ser recibido por Francisco I. Madero, y ante una insistencia extrañamente reiterada, el señor Madero le concedió que fuese s hablar con Félix Díaz, pero “de manera privada y nunca hablando en nombre del gobierno”.
El ministro de España estuvo ante el presidente para rogarle que le permitiera cruzar las líneas de fuego y entrevistar al general Félix Díaz, pues deseaba ejercer presión en el animo de dicho general, para disuadirlo de su actitud rebelde, o por lo menos, de lograr que se concretara a disparar sobre las fuerzas del gobierno y a destruir propiedades, vidas, etc. Naturalmente que, tratándose de un diplomático representante de un país amigo, el presidente accedió a su petición y, al efecto, dio las ordenes para que durante determinado tiempo comprendido de tal hora, se suspendiera el fuego hasta en tanto que regresaran los automóviles que condujeron a de la Barra y al ministro de Alemania y del embajador Wilson, de los Estados Unidos, estos por sus propios y muy personales razones.
Aquello fue la coyuntura que necesitaba el general Huerta para poner en marcha su plan personal.
Al calor de los cambios de emisarios, también el mando un ultimátum al general Félix Díaz “exhortándolo para que por su patriotismo se rindiera, en vista de las dificultades que presentaban con los Estados Unidos”. Con este motivo, se comisiono al mayor Mass, quien en repetidas ocasiones entro a la ciudadela y que, al fin, trajo como toda respuesta “patriótica” de Félix Díaz, la contestación de que “no le importaba que los Estados Unidos intervinieran en México”.
Posteriores investigaciones han dado por resultado el llegarse a saber que, en primer lugar, el mayor Mass era un pariente cercano del general Huerta y, luego, que efectivamente el general Huerta envió al general Félix Díaz con el mayor Mass un ultimátum, pero no con el marbete del patriotismo alerta ante la posible intervención de los Estados Unidos, sino en el sentido de no acceder a los deseos del propio general Huerta de que se le nombrase Presidente interino, al triunfo, lo atacaría con todo vigor y “en serio”. Ante semejante amenaza, pues nadie mejor que el mismo Félix Díaz sabia que si se le podía aniquilar fácilmente, consintió en lo propuesto por Victoriano Huerta, y los diversos viajes del mayor Mass a la ciudadela solamente sirvieron para ultimar los detalles finales de aquel criminal entendido.
Los desmanes seguían su curso. La labor de agitación sediciosa que llevaban al cabo los porfiristas encabezados por de la Barra, dio por resultado que la casa particular de Don Francisco Madero, padre, ubicada en las calles de Berlín y Liverpool, fuera incendiada.
Como el hambre y la inquietud crecían en forma justificada y alarmante al mismo tiempo, entre la población civil, que estaba careciendo de todo. Se concertó una tregua de veinticuatro horas que habría de iniciarse la mañana del domingo siguiente al de la iniciación de la contienda. Durante esa tregua, los bandos contendientes deberían concretarse a guardar sus posiciones. Aquello daría a los vecinos de la capital, la oportunidad de que salieran de la zona de peligro y se proveyeran de vituallas, ya que estas escaseaban en forma alarmante y peligrosa, y su escases daba pábulo para que la gente sin escrúpulos medrara vendiendo lo poco que se podía obtener, a precios prohibitivos.
Se llego a temer que el pueblo, acosado por el hambre, se lanzara a cometer desmanes en los que nadie podría garantizar la seguridad de los hogares.
A la población de la ciudad se le dio a conocer la noticia de la tregua concertada, por medio de volantes que se repartieron profusamente por todos los rumbos. El resultado fue el que era de imaginarse, dada la ansiedad e inconformidad reinantes: la gente se hecho materialmente en masa a la calla para procurarse alimentos. Salió la gente civil sin el menor temor, fiada en la tregua que se le aseguraba hacia sido concertada.
A las dos de la tarde, en forma sorpresiva y por enésima vez traicionera, los felixistas se lanzaron sobre las posiciones leales, abriendo un nutrido fuego sobre ellos, y ante aquella actitud no hubo más remedio que contestar el fuego con el fuego, a efecto de evitar mayores perdidas o el peligro de ser desalojados de sus posiciones.
Innumerables ciudadanos pacíficos, a los que una vez en la calle, una muy explicable curiosidad los había llevado a acercarse para darse cuenta de como estaban establecidas las trincheras y, en una palabra, como estaba eso de la “guerra”, cayeron atravesados por las balas felixistas.
El fuego, en esta ocasión, solamente tuvo apenas algunos momentos de tregua, sosteniéndose hasta el lunes. Los rebeldes concentraron, en esta vez, parte de su fuego de artillería sobre el palacio nacional, donde vinieron a caer dos granadas, precisamente cerca de la puerta mariana, hiriendo a cinco soldados. Como en los días anteriores, se siguió el bombardeo de los barrios pacíficos, haciéndose en ellos un despliegue de barbarie, sin importar a aquella banda de insensatos ni las perdidas de vidas ni los perjuicios que podría ocasionar esta actitud para la patria misma.
En las aristocráticas colonias Roma y Juárez, muchos felixistas ocultos en casas particulares, disparaban cómodamente sobre las tropas leales. Así fue como resulto gravemente herido el comandante de rurales, Gabriel Hernández.
El lunes, las esperanzas de llegar a un pronto y feliz termino de la situación, se vieron alentados por las circunstancia de que las fuerzas leales al gobierno, en un verdadero derroche de bravura y arrojo, lograron rechazar rebeldes, causándoles grandes perdidas, desalojándolos de sus posiciones de campo florido y una buena parte de la calle ancha. El edificio de la asociación cristiana de jóvenes fue recuperado y se le capturaron al enemigo varias ametralladoras y gran cantidad de parque.
Por la tarde de ese mismo lunes, las fuerzas a las órdenes del general Blanquet fueron movidas para reforzar la guarnición del palacio nacional. El aguerrido 29º. Batallón, según declaro textualmente el general Blanquet, seria, en caso desgraciado, el ultimo baluarte de la legalidad.
Por la mañana del día siguiente, martes, circularon profusamente por todos los lugares de la ciudad, hojas sueltas en las que se “exigía” la renuncia de Francisco I. Madero, a la Presidencia de la Republica. En el senado, los senadores de la Barra, Flores Magón y Calero, reunieron a los porfiristas, que eran mayoría en aquella cámara y después de llevar a cabo un cambio de impresiones para llegar a un acuerdo, reunidos en la casa de Sebastián Camacho, determinaron exigir las renuncias a los señores Presidente y Vicepresidente de la Republica, para cuyo efecto marcharon, en comisión formada por todos los mas destacados porfiristas, guiados por el licenciado Guillermo Obregón, José Castellot, Sebastián Camacho y otros, hacia el palacio nacional.
El Presidente de la Republica los recibió en uno de los salones del palacio; fue el licenciado Obregón el encargado de hablar en nombre de los senadores. Pronuncio un extenso y cansado discurso, pero no se atrevió a expresar de forma clara y franca su misión. Ante la actitud de aquellos señores, el primer magistrado suplico a Obregón que, sin preámbulos ni rodeos dijese el objeto que los llevaba a su presencia. Ya no tuvo remedio la situación y el licenciado Obregón, evidentemente acobardado y trastabillante, con la voz casi inaudible, acabo por manifestar que el senado juzgaba necesario, para bien de la patria, que los señores Madero y Pino Suárez presentasen las renuncias a sus respectivos cargos de Presidente y Vicepresidente constitucional de la República.
La respuesta del señor Presidente Francisco I. Madero, fue pronta, clara y enérgica, expresada en términos eminentemente patrióticos y condenando de modo severo, la actitud de aquellos miembros del senado de la República, no extrañando que ellos, perfecta y evidentemente ligados con el antiguo régimen, fuesen a pedirle su renuncia, agregando que por ningún motivo y mucho menos en las difíciles circunstancias que prevalecerían, renunciaría al cargo para velar por los sagrados derechos de la patria, le había conferido el pueblo, en una inmensa mayoría y que estaba dispuesto a morir por aquel pueblo, si ello era necesario, antes que darle la espalda y abandonarlo.
Aquella actitud del señor Madero confundió y avergonzó a los senadores pedigüeños de renuncias y, en que forma, “con la cola entre las patas”, abandonaron el recinto dando toda clase de torpes excusas a Francisco I. Madero y mostrando un paso lento, dijeron que fueron motivados por su ignorancia del estado verdadero de la situación.
El general Victoriano Huerta, que estuvo presente en aquella entrevista, se apresuro a abrazar y felicitar calurosamente al presidente de la Republica por su patriótica y correcta actitud.
De vuelta el señor Madero a su despacho, entro a verlo su hermano don Gustavo, quien sin rodeos dijo:
-Pancho, creo que Huerta no anda bien. Va al ataque muy lento y se esta perdiendo mucha gente sin beneficio alguno. No veo un empuje decidido; ¿Por qué no pones a otro general en su lugar?
-Me ha prometido el general Huerta que esta tarde tomara la ciudadela –dijo don Francisco.
-Lo mismo dijo ayer –insistió Gustavo.
-No te desesperes, Gustavo –Dijo don Francisco lleno de confianza-. Tú eres muy pesimista.
-Quisiera no serlo.
Entra, respetuoso, pero con premura, el mayor Garmendia, y explica:
-Traigo una noticia, señor presidente, que me parece muy importante.
-Hable usted, mayor .autorizo el señor Presidente.
-Un compañero, miembro del estado mayor del general Huerta, el capitán Henríquez, oficial muy estimado y sumamente pundonoroso, incapaz de nada que no sea el cumplimiento de su deber (lo conozco desde que estábamos en el colegio militar, ha ido a verme para informarme que, muy a su pesar, sorprendió una conversación entre el general Huerta y su jefe de estado mayor, conversación por la que se deduce que Huerta y Félix Díaz están en tratos.
-¡Te lo estoy diciendo Pancho! ¡Quita a Huerta y pon a Ángeles! –tercio don Gustavo, evidentemente enojado.

-No creo nada de lo que ustedes dicen. Huerta carga con una mala atmósfera que creo que no es justa. Por otra parte, Ángeles no podría mandar en jefe por que es brigadier y de recién ascenso y hay generales de brigada que mandan columnas de ataque, a los que no podría el mandar y que, además, están trabajando bastante bien.

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