Acto 11
Los comentarios de la marcha de los acontecimientos ya no se
embozan, para manifestarse abiertamente extrañados de como se llevaban las
cosas.
Los elementos del desaparecido
porfirismo que aun estaban enquistados en el nuevo régimen, abiertamente hacían
propaganda sediciosa y netamente antimaderista. Los encabezaba Francisco León
de la Barra y era secundado por varios miembros del Senado de la Republica, en
cuyo seno había una mayoría porfirista más o menos manifiesta.
Por otra parte, los amigos del maderismo y del señor Madero propiamente
hacían un balance de los acontecimientos y sus características mas relevantes,
no encontraban muy clara y diáfana la situación en lo que al manejo de las
operaciones se refería por que, comentaban, se sabia que el coronel Rubio
Navarrete, que se encontraba en la ciudad de Querétaro al producirse en México
la sublevación felixista, se vino rápidamente hacia la capital y su primera
visita, una vez que llego a México, fue a la Presidencia de la Republica,
partiendo directamente de la estación del ferrocarril. Recibido por el
presidente Madero, este lo puso al tanto de la situación, y en esa misma
entrevista recibió el coronel Rubio Navarrete, por órdenes del propio señor
presidente, el mando de la artillería.
Se le hizo conocer –entre otros
detalles sobresalientes de la situación reinante- que los elementos de guerra
se hallaban en la ciudadela y que, por lo tanto, estaban controlados por el
general Félix Díaz, ya que este y sus partidarios estaban posesionados de la
misma. El gobierno, cierto era, contaba con cañones y ametralladoras, los
primeros con una dotación peligrosamente escasa de parque, no obstante lo cual
y cuando hubo recibido el coronel Rubio Navarrete todos los informes que era
indispensable que conociera para el mejor desempeño del mando que se le
confiaba, manifestó al presidente, en gallardo alarde de competencia y lealtad,
que podía tener la absoluta seguridad de que caería la ciudadela al día
siguiente, por que “bastaba una hora de cañoneo constante para destrozarlos”
La actitud asumida por el
reputado artillero coronel Rubio Navarrete y las seguridades y muestras de
absoluta adhesión dadas al Presidente Madero en su entrevista, fueron
inmediatamente conocidas por quienes estaban cerca del presidente Madero y, por
conducto de ellos, de los amigos de la causa del gobierno maderista, cosa que
los animo sobremanera, inyectándoles animo y confianza en que las cosas
tendrían solución pronta y favorable.
Sin embargo, se comentaba
ahora, después de tanto y tanto combatir y sacrificar hombres por centenares,
que la misma noche en que Rubio Navarrete llego a la capital protestando tanta
lealtad y ofreciendo eficiencia, había conferenciado con el comandante militar
de la plaza, general Victoriano Huerta y, cosa inexplicable y sumamente
extraña. Al día siguiente, al informar al presidente de la Republica, acerca de
las posiciones que ocupaba la artillería bajo su mando, el mismo coronel Rubio
Navarrete, que el día anterior había dicho textualmente que “bastaba con una
hora de cañoneo constante para destrozarlos”, refiriéndose a los individuos
posesionados de la ciudadela, ahora le expreso la pena de verse en el caso de
tener que rectificar sus palabras dictadas por su optimismo entusiasta y
expresadas el día anterior, “por que siendo tan espesos los muros de la
ciudadela, metro y medio, bien poco se aria con los elementos de los que
disponía”.
El palacio nacional estaba
resguardado por soldados del 11º. Batallón de infantería, del 2º. Regimiento de
caballería y algunos cuerpos de rurales de reciente creación integrados por
“maderistas” de la revolución de 1910, patrullaban constantemente las calles
adyacentes.
El palacio se había convertido
en un cuartel general, pero a el solamente se tenia acceso mediante un pase
firmado por el comandante militar de la plaza, el general Victoriano Huerta.
En las oficinas de la
comandancia militar de la plaza ubicada en la planta baja del palacio nacional,
el general Huerta ostenta espectacularmente una febril actividad, girando
boletines a los periódicos, dando ordenes a oficiales y a civiles voluntarios
y, en una palabra, manteniendo un ritmo de actividad verdaderamente ejemplar y
admirable.
Entre sus ayudantes estaba el
capitán Enríquez.
Esta el capitán Enríquez
sentado en la antesala del general Huerta, meramente en forma accidental, pues
esta “sosteniendo” por unos instantes a su compañero el capitán González, quien
era el que estaba al servicio.
Llega a la comandancia el señor
Gustavo Madero, acompañado de dos elementos civiles, y de inmediato se le
admite en la oficina del general Huerta. Al entrar el señor Madero, saluda a
Huerta en forma cortes y cordial.
-¿Cómo esta usted, general?
-Muy bien, don Gustavo. Creo
que vamos adelantando.
-Yo no lo veo así, general
–declara el señor Madero. Pesimista-. He recorrido todos los frentes de
combate, llevando a las fuerzas algo para alimentarse y, verdaderamente, no he
podido apreciar ningún progreso.
-Así le parecerá a usted
–admite el general Huerta, taimado-. Pero yo le aseguro que esta misma tarde
estaremos en la ciudadela y no va a quedar ni uno de ellos.
-Ojala así sea, expresa el
señor Madero y, tras de hablar brevemente con el general Huerta sobre algo
relacionado con el reparto de “sándwiches” que tanto el como la esposa del
presidente, doña Sarita, venían sufragando de sus recursos particulares en una
proporción de diez mil piezas cada uno de ellos, mismas que eran repartidas
entre los hombres que combatían, se despidió:
-Bueno, me voy, general. ¡Hasta
luego!
Cuando don Gustavo Madero
abandona la oficina del general Huerta, con el salen los que vinieron
acompañándolo y también los elementos militares que, por una u otra razón,
estaban dentro de la oficina. En ella solamente quedaban el general Huerta y el
jefe de estado mayor.
La puerta de comunicación de la
oficina con la antesala, ha quedado entreabierta. En la antesala esta el capitán
Henrique hojeando una revista, matando el tiempo mientras vuelve el capitán
González que es quien esta de guardia. Dentro de la oficina del general Huerta
se sostiene una conversación que, sin proponérselo, escucha el capitán Henríquez
y le causa una terrible impresión:
-Todavía hay que madurar esto.
Unos días más de combate y… todo estará a punto. Mande usted a esa persona de
su absoluta confianza que valla a la ciudadela y diga al general Félix Díaz que
estoy dispuesto a tratar con el, pero siempre y cuando sea sobre la base de que
reconozca que la situación esta en mis manos y el nada puede hacer.
-Y –inquiere la voz del jefe
del estado mayor-, ¿si no lo cree el así?
-Si el general Félix Díaz se
cree ser el bastante fuerte- declara el general Huerta con espeluznante
determinación-, yo le demostrare que lo tengo bien cogido y que puedo hacerlo
pedazos si así lo deseo.
Se oye un chasquido de dedos,
significativo.
La conversación entra por otros
temas y luego sale el jefe de estado mayor, que al salir de la oficina privada
del general Huerta, advierte la presencia del capitán Enríquez y no puede
evitar que se note que se ha sorprendido al verlo.
-¡Ah! ¿Estaba usted aquí,
capitán Henríquez?
-Si, señor. Estoy sustituyendo
por unos momentos a mi compañero el capitán González, que es el que esta de
guardia; regresa dentro de un momento.
El jefe de estado mayor lo mira
por breves instantes y luego, como tomando una determinación, dice, mientras se
aleja:
-¡Muy bien!...
El capitán Henríquez vio salir
al jefe del estado mayor, recapacito sobre lo que había escuchado, y cuando
estaba tratando de abarcar en su totalidad todo el significado de aquella
conversación, llego el capitán González, diciendo:
-¿Qué? ¿Tarde mucho?
-No, no hubo nada –Contesto Henríquez
y agrego-: te dejo, pues tengo que ir hasta donde esta el coronel Rubio
Navarrete. ¡Hasta luego!
Salió a la calle. Mientras se
encaminaban en busca del coronel Rubio Navarrete, iba pensando en lo que había escuchado,
no podía creer a sus propios sentidos, pues al verdad era de tal magnitud
escandalosa y reveladora, que sublevaba en su animo los mas elementales
fundamentos de honor y dignidad que siempre había juzgado básicos para la
carrera de las armas.
Ahora comprendía cosas que
antes le parecieron un poco confusas o cuya incomprensión había achacado a su
propia falta de observación, por ejemplo: recordaba la orden dada al comandante
José Peña para que con su 52º. Cuerpo de rurales, cargara a pecho descubierto
sobre los puestos avanzados que tenían instalados los infidentes por las calles
de Balderas, protegiendo la ciudadela. El recordar aquella orden le revelaba
todo lo tenebroso y criminal de ella, por que el general Huerta no era un
ignorante en la materia militar, el lo sabia perfectamente. El general Huerta
sabia de antemano que enviaba a esos elementos a la muerte segura, pues la
artillería gruesa, las ametralladoras que coronaban los edificios y las
emplazadas en las calles, acabarían rápidamente con los “rurales maderistas”
como en efecto sucedió, pues apenas si unos cuantos minutos bastaron para dejar
horrible hacinamiento de soldados y caballos muertos, escapando de aquella
matanza un escaso centenar, en tan trágica y criminal jornada.
Iba meditando sobre cada una de
las ordenes que se habían girado para concentrar en la ciudad de México hasta
casi diez mil hombres, el lo sabia perfectamente y ahora que lo pensaba, comprendía
que algo no estaba en su justo lugar, que había una pieza que no estaba en su
sitio, pues en la ciudadela si apenas habría unos dos mil hombres y, por bien
parapetados que estuvieran, no era lógico que su resistencia se hubiera
prolongado ya tantos días.
Era ahora bien claro para el.
Que resultaba escandaloso que no se hubiera alcanzado el triunfo y que fuera al
parecer muy dudoso y lejano todavía, el final de todo aquello.
¿Qué acontecía en realidad?
¿Por qué se llevaban las
operaciones con tanta lentitud?
El ánimo de la gente civil
estaba siendo trabajado, como masa de tahona, con la levadura del sacrificio y
el asesinato. Los cañones de la ciudadela disparaban sin ton ni son sobre
cualquier parte de la ciudad, menos sobre lo que aparentemente podrían ser los
objetivos lógicos. Las barriadas pacificas, distantes, estaban resintiendo
destrozos terribles y tremendas perdidas en vidas. El ochenta porciento de las
victimas sacrificadas en los combates a consecuencia del fuego, fueron no
combatientes y entre ellos había de todo: hombres, mujeres y niños.
Ahora se daba clara cuenta de
todo y tenia una cabal panorámica de los motivos y los porqués de esa espantosa
matazón. Sabia bien, por que lo había oído, la clave descarada y cínica de los
móviles tras de los cales estaba la mano que empujaba a los hombres al
matadero.
El capitán Henríquez,
auténticamente escandalizado ante la magnitud de la traición que se estaba desarrollando
contra lo que se le había enseñado a respetar y defender, tomo una
determinación perfectamente acorde a su natural lealtad y noble, que respondía
a la educación y a la conciencia que tenia y al concepto que le merecía el
uniforme que portaba.
Y tal como lo pensó, lo realizo
Por los medios mas seguros que
pudo imaginar, hizo llegar al conocimiento de don Gustavo Madero los hechos que
claramente se desprendían de la conversación que, involuntaria, pero
felizmente, había escuchado en la comandancia militar de la plaza.
Sabia lo que en su actitud iba
jugando y acepto el riesgo con decisión y entereza.
Era un soldado como tantos, que
la suerte había colocado en el bando que no les correspondía.
Acto 12
La situación tomo una cariz de inesperada gravedad, pues su
aspecto no estaba dentro de previsiones que sobre el posible desarrollo de los
acontecimientos se habían hecho, tanto en el campo del optimismo como en el del
pesimismo.
Se tuvieron noticias de que el
gobierno de los estados unidos del norte habían girado instrucciones para que
barcos de guerra de esa nación navegaran hacia puertos mexicanos y que –y eso
era lo mas serio y grave- sus tripulaciones y soldados traían ordenes de
efectuar desembarco y marchar a la capital de la República Mexicana para
“proteger las vidas e intereses de sus nacionales”.
Al tenerse conocimiento de
tales cosas, políticamente desmesuradas y carentes de una explicación valida,
el gobierno de México, encabezado por el presidente Francisco I. Madero, actuó
rápidamente, y sobre el particular se cambiaron notas entre ambos gobiernos,
sin que ello impidiera que el presidente Madero telegrafiara una bien fundada
protesta, en enérgicos y patrióticos términos, al presidente Taft, mientras que
se sostenían, en la ciudad de México, conferencias con el embajador de los
Estados Unidos, señor Lane Wilson, logrando, al fin, conjurar el peligro que
implicaba el que se hubiera realizado aquella precipitada intervención
norteamericana en nuestro suelo y en nuestros asuntos domésticos.
A la sobra de los sucesos que
se estaban desarrollando y que de todos modos tenían a la capital de la República en un paréntesis de intranquilidad y violencia, el licenciado
Francisco León de la Barra, seguido por quienes comulgaban con sus ideas de un
porfirismo imposible de revivir, y cobijados al amparo de las banderas
inglesas, norteamericana o española, y visitando continuamente al embajador
Wilson, con el que se entendía admirablemente, seguía desarrollando una
incesante propaganda francamente sediciosa.
Quien sabe que maniobras habría
tras de la actitud del licenciado de la Barra cuando, con un cinismo que rayo
en lo grandioso, escribió una carta al presidente de la republica, Francisco I.
Madero, en la que se ofrecía incondicionalmente a sus ordenes para ir a
conferenciar con los rebeldes, dispuesto a lograr su rendición.
La respuesta del señor
presidente fue la más lógica: le agradeció su gentil ofrecimiento, pero le
manifestó que por ningún motivo deseaba entrar en tratos con los sublevados.
Entonces, de la Barra fue en persona al palacio nacional y solicito ser
recibido por Francisco I. Madero, y ante una insistencia extrañamente
reiterada, el señor Madero le concedió que fuese s hablar con Félix Díaz, pero
“de manera privada y nunca hablando en nombre del gobierno”.
El ministro de España estuvo
ante el presidente para rogarle que le permitiera cruzar las líneas de fuego y
entrevistar al general Félix Díaz, pues deseaba ejercer presión en el animo de
dicho general, para disuadirlo de su actitud rebelde, o por lo menos, de lograr
que se concretara a disparar sobre las fuerzas del gobierno y a destruir
propiedades, vidas, etc. Naturalmente que, tratándose de un diplomático
representante de un país amigo, el presidente accedió a su petición y, al
efecto, dio las ordenes para que durante determinado tiempo comprendido de tal
hora, se suspendiera el fuego hasta en tanto que regresaran los automóviles que
condujeron a de la Barra y al ministro de Alemania y del embajador Wilson, de
los Estados Unidos, estos por sus propios y muy personales razones.
Aquello fue la coyuntura que
necesitaba el general Huerta para poner en marcha su plan personal.
Al calor de los cambios de emisarios,
también el mando un ultimátum al general Félix Díaz “exhortándolo para que por
su patriotismo se rindiera, en vista de las dificultades que presentaban con
los Estados Unidos”. Con este motivo, se comisiono al mayor Mass, quien en
repetidas ocasiones entro a la ciudadela y que, al fin, trajo como toda
respuesta “patriótica” de Félix Díaz, la contestación de que “no le importaba
que los Estados Unidos intervinieran en México”.
Posteriores investigaciones han
dado por resultado el llegarse a saber que, en primer lugar, el mayor Mass era
un pariente cercano del general Huerta y, luego, que efectivamente el general
Huerta envió al general Félix Díaz con el mayor Mass un ultimátum, pero no con
el marbete del patriotismo alerta ante la posible intervención de los Estados
Unidos, sino en el sentido de no acceder a los deseos del propio general Huerta
de que se le nombrase Presidente interino, al triunfo, lo atacaría con todo
vigor y “en serio”. Ante semejante amenaza, pues nadie mejor que el mismo Félix
Díaz sabia que si se le podía aniquilar fácilmente, consintió en lo propuesto
por Victoriano Huerta, y los diversos viajes del mayor Mass a la ciudadela
solamente sirvieron para ultimar los detalles finales de aquel criminal
entendido.
Los desmanes seguían su curso.
La labor de agitación sediciosa que llevaban al cabo los porfiristas
encabezados por de la Barra, dio por resultado que la casa particular de Don
Francisco Madero, padre, ubicada en las calles de Berlín y Liverpool, fuera
incendiada.
Como el hambre y la inquietud
crecían en forma justificada y alarmante al mismo tiempo, entre la población
civil, que estaba careciendo de todo. Se concertó una tregua de veinticuatro
horas que habría de iniciarse la mañana del domingo siguiente al de la
iniciación de la contienda. Durante esa tregua, los bandos contendientes
deberían concretarse a guardar sus posiciones. Aquello daría a los vecinos de
la capital, la oportunidad de que salieran de la zona de peligro y se
proveyeran de vituallas, ya que estas escaseaban en forma alarmante y
peligrosa, y su escases daba pábulo para que la gente sin escrúpulos medrara
vendiendo lo poco que se podía obtener, a precios prohibitivos.
Se llego a temer que el pueblo,
acosado por el hambre, se lanzara a cometer desmanes en los que nadie podría
garantizar la seguridad de los hogares.
A la población de la ciudad se
le dio a conocer la noticia de la tregua concertada, por medio de volantes que
se repartieron profusamente por todos los rumbos. El resultado fue el que era
de imaginarse, dada la ansiedad e inconformidad reinantes: la gente se hecho
materialmente en masa a la calla para procurarse alimentos. Salió la gente civil
sin el menor temor, fiada en la tregua que se le aseguraba hacia sido
concertada.
A las dos de la tarde, en forma
sorpresiva y por enésima vez traicionera, los felixistas se lanzaron sobre las
posiciones leales, abriendo un nutrido fuego sobre ellos, y ante aquella
actitud no hubo más remedio que contestar el fuego con el fuego, a efecto de
evitar mayores perdidas o el peligro de ser desalojados de sus posiciones.
Innumerables ciudadanos pacíficos,
a los que una vez en la calle, una muy explicable curiosidad los había llevado
a acercarse para darse cuenta de como estaban establecidas las trincheras y, en
una palabra, como estaba eso de la “guerra”, cayeron atravesados por las balas
felixistas.
El fuego, en esta ocasión, solamente
tuvo apenas algunos momentos de tregua, sosteniéndose hasta el lunes. Los
rebeldes concentraron, en esta vez, parte de su fuego de artillería sobre el
palacio nacional, donde vinieron a caer dos granadas, precisamente cerca de la
puerta mariana, hiriendo a cinco soldados. Como en los días anteriores, se siguió
el bombardeo de los barrios pacíficos, haciéndose en ellos un despliegue de
barbarie, sin importar a aquella banda de insensatos ni las perdidas de vidas
ni los perjuicios que podría ocasionar esta actitud para la patria misma.
En las aristocráticas colonias
Roma y Juárez, muchos felixistas ocultos en casas particulares, disparaban
cómodamente sobre las tropas leales. Así fue como resulto gravemente herido el
comandante de rurales, Gabriel Hernández.
El lunes, las esperanzas de
llegar a un pronto y feliz termino de la situación, se vieron alentados por las
circunstancia de que las fuerzas leales al gobierno, en un verdadero derroche
de bravura y arrojo, lograron rechazar rebeldes, causándoles grandes perdidas,
desalojándolos de sus posiciones de campo florido y una buena parte de la calle
ancha. El edificio de la asociación cristiana de jóvenes fue recuperado y se le
capturaron al enemigo varias ametralladoras y gran cantidad de parque.
Por la tarde de ese mismo
lunes, las fuerzas a las órdenes del general Blanquet fueron movidas para
reforzar la guarnición del palacio nacional. El aguerrido 29º. Batallón, según
declaro textualmente el general Blanquet, seria, en caso desgraciado, el ultimo
baluarte de la legalidad.
Por la mañana del día
siguiente, martes, circularon profusamente por todos los lugares de la ciudad,
hojas sueltas en las que se “exigía” la renuncia de Francisco I. Madero, a la
Presidencia de la Republica. En el senado, los senadores de la Barra, Flores Magón
y Calero, reunieron a los porfiristas, que eran mayoría en aquella cámara y
después de llevar a cabo un cambio de impresiones para llegar a un acuerdo,
reunidos en la casa de Sebastián Camacho, determinaron exigir las renuncias a
los señores Presidente y Vicepresidente de la Republica, para cuyo efecto
marcharon, en comisión formada por todos los mas destacados porfiristas, guiados
por el licenciado Guillermo Obregón, José Castellot, Sebastián Camacho y otros,
hacia el palacio nacional.
El Presidente de la Republica
los recibió en uno de los salones del palacio; fue el licenciado Obregón el
encargado de hablar en nombre de los senadores. Pronuncio un extenso y cansado
discurso, pero no se atrevió a expresar de forma clara y franca su misión. Ante
la actitud de aquellos señores, el primer magistrado suplico a Obregón que, sin
preámbulos ni rodeos dijese el objeto que los llevaba a su presencia. Ya no
tuvo remedio la situación y el licenciado Obregón, evidentemente acobardado y
trastabillante, con la voz casi inaudible, acabo por manifestar que el senado
juzgaba necesario, para bien de la patria, que los señores Madero y Pino Suárez
presentasen las renuncias a sus respectivos cargos de Presidente y
Vicepresidente constitucional de la República.
La respuesta del señor
Presidente Francisco I. Madero, fue pronta, clara y enérgica, expresada en
términos eminentemente patrióticos y condenando de modo severo, la actitud de
aquellos miembros del senado de la República, no extrañando que ellos, perfecta
y evidentemente ligados con el antiguo régimen, fuesen a pedirle su renuncia,
agregando que por ningún motivo y mucho menos en las difíciles circunstancias
que prevalecerían, renunciaría al cargo para velar por los sagrados derechos de
la patria, le había conferido el pueblo, en una inmensa mayoría y que estaba
dispuesto a morir por aquel pueblo, si ello era necesario, antes que darle la
espalda y abandonarlo.
Aquella actitud del señor
Madero confundió y avergonzó a los senadores pedigüeños de renuncias y, en que
forma, “con la cola entre las patas”, abandonaron el recinto dando toda clase
de torpes excusas a Francisco I. Madero y mostrando un paso lento, dijeron que
fueron motivados por su ignorancia del estado verdadero de la situación.
El general Victoriano Huerta,
que estuvo presente en aquella entrevista, se apresuro a abrazar y felicitar
calurosamente al presidente de la Republica por su patriótica y correcta
actitud.
De vuelta el señor Madero a su
despacho, entro a verlo su hermano don Gustavo, quien sin rodeos dijo:
-Pancho, creo que Huerta no
anda bien. Va al ataque muy lento y se esta perdiendo mucha gente sin beneficio
alguno. No veo un empuje decidido; ¿Por qué no pones a otro general en su
lugar?
-Me ha prometido el general
Huerta que esta tarde tomara la ciudadela –dijo don Francisco.
-Lo mismo dijo ayer –insistió
Gustavo.
-No te desesperes, Gustavo
–Dijo don Francisco lleno de confianza-. Tú eres muy pesimista.
-Quisiera no serlo.
Entra, respetuoso, pero con
premura, el mayor Garmendia, y explica:
-Traigo una noticia, señor
presidente, que me parece muy importante.
-Hable usted, mayor .autorizo
el señor Presidente.
-Un compañero, miembro del
estado mayor del general Huerta, el capitán Henríquez, oficial muy estimado y
sumamente pundonoroso, incapaz de nada que no sea el cumplimiento de su deber
(lo conozco desde que estábamos en el colegio militar, ha ido a verme para
informarme que, muy a su pesar, sorprendió una conversación entre el general
Huerta y su jefe de estado mayor, conversación por la que se deduce que Huerta
y Félix Díaz están en tratos.
-¡Te lo estoy diciendo Pancho!
¡Quita a Huerta y pon a Ángeles! –tercio don Gustavo, evidentemente enojado.
-No creo nada de lo que ustedes
dicen. Huerta carga con una mala atmósfera que creo que no es justa. Por otra
parte, Ángeles no podría mandar en jefe por que es brigadier y de recién
ascenso y hay generales de brigada que mandan columnas de ataque, a los que no
podría el mandar y que, además, están trabajando bastante bien.
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