sábado, 3 de mayo de 2014

decena trágica (parte siete)

Acto 13

     Creer que el general Victoriano Huerta no se había percatado de que sus intenciones y maniobras políticas dejaban mucho campo para que los curiosos y los observadores interesados no se dieran cuenta de ellas, seria tanto como tratar de negar una verdad. Huerta no era un adocenado ni mucho menos. Muy por el contrario, tal vez fuera su agilidad mental la que lo había llevado a maquinar una trama tan bien urdida al par que tan compleja, mediante la cual iba tras del poder, a costa de lo que fuera, pero con ese solo y único punto como meta y fin: el poder.
     Sabia perfectamente que se criticaba a “soto-voce” la forma en que se llevaba la batalla por la reconquista de la ciudadela y, por ende, la derrota del felixismo. Conocía, tal vez hasta con nombres y señales, quienes eran los que pensaban de una manera y quienes los que lo hacían de otra forma, pero sabia perfectamente donde radicaban sus enemigos y no los desestimaba, simplemente los cegaba con actitudes profundamente hipócritas y desplantes de un cinismo inaudito. En esos dos extremos radicaba su personalidad que, sin embargo, contenía mucho de capacidad técnica y una preparación digna de mejores empeños.
     Dándose cuenta de cómo se estaba descubriendo el juego que él había planeado, decidió tal vez jugarse una carta sumamente aventurada, pero que si daba resultado, lo colocaría en la posición exacta en que quería estar para dar el golpe definitivo.
     Fue a ver, por enésima vez, al Presidente Madero, al que no dejaba de ver durante más de dos horas con uno u otro pretexto, pero, en verdad, para estar perfectamente al tanto de cómo estaba informado de los acontecimientos y saber, en todo caso, hasta qué punto conocía realmente la verdad que se ocultaba bajo las maniobras de ataque contra la ciudadela que, en verdad, no eran sino escueta y llanamente asesinatos en masa en los que iban muriendo enviados al matadero, los amigos leales del señor Madero.
     Encontramos, pues, al general Huerta en el despacho privado del Presidente, hablando con él. Están los dos solos y el general Huerta, para entrar en el tema que quiere investigar, lleva la conversación bajo un disfraz de informe de operaciones realizadas:
-Nuestro ataque de artillería, señor Presidente, ha sido muy efectivo sobre la ciudadela. Estimo que el terreno esta ya suficientemente preparado, y esta tarde, por lo tanto, daremos el golpe final. Yo le garantizo a usted, señor Presidente, un éxito absoluto.
     -Así lo creo y espero, general.
     Como tengo que echar mano de todas las fuerzas que pueda y ante la responsabilidad que gravita sobre mí de abatir a los sublevados, pero también de velar por la persona de usted, en su carácter de Presidente de la República, he dispuesto que el 29º. Batallón, al mando del general Blanquet, se haga cargo del resguardo y defensa en su caso, del palacio nacional, mientras con el resto de las fuerzas disponibles se efectúa el asalto sobre la ciudadela. Además, aquí mismo, al costado del palacio, está un regimiento de rurales con objeto de que coopere con el general Blanquet en caso necesario.
     -¿para que tanta fuerza aquí, general? –Preguntó el señor Madero-. Creo que mas falta haría en otra parte.
     -Hay que estar prevenido contra cualquier ataque de mano –Dijo el general Huerta, con la más amplia de sus actitudes con que trababa de reiterar las seguridades de la lealtad y honradez que había dado una y otra vez al señor Madero-. Toda precaución me parece poca. Tenga confianza en mi, señor Presidente.
     -La tengo absoluta, general.
     Ya estaba perfectamente preparado el terreno psicológico para asestar el golpe, y el general Huerta, taimado y perverso hablo:
     -Don Gustavo, con quien he llevado siempre, felizmente, muy buena amistad, ha estado viéndome y aunque nada me dice en concreto en apoyo de lo que voy a manifestarle a usted, señor Presidente, me parece adivinar, me parece entrever en sus palabras y su actitud, que no me tiene mucha confianza.
     -Así es Gustavo- interrumpió el señor Madero, ha hablando con absoluta convicción, mientras buscaba con su honrada mirada los ojos escurridizos, velados tras los lentes oscuros, del general Huerta-. No tiene usted por que hacer caso de ideas así –continuo-. Quite de su cabeza esos pensamientos, porque, además, él lo aprecia a usted.
     -Gracias, señor Presidente; sus palabras me devuelven la confianza que creía en peligro. Creo en lo que usted me dice y haré lo que me indica.
     -No haga caso de nada, como tampoco yo lo hago. En situaciones como estas nunca faltan cuentos más o menos audaces. ¡Figúrese que me decían que andaba usted haciendo tratos con Félix Díaz!
     El general Huerta, levanta, incidentalmente, la vista del suelo en actitud de autentica sorpresa y clava los ojos huidizos en los claros y francos de Madero, como tratando de penetrar sus pensamientos y llegar a descubrir si aquello que le decía era una de las maniobras que el mismo –Huerta- gustaba tanto de emplear para formar polvareda y ocultar la verdad.
     Cuando creyó ver en la mirada del señor Presidente Madero lo que en verdad había en ella: franqueza y sin celeridad, ensayo un gesto teatral de indignación y cólera e irguiéndose sobre si mismo, exclamo con timbre de honor ofendido:
-¿yo?
-¡imagínese usted nada mas, general! –fue el comentario que por complemento hizo el Presidente.
El general Huerta protesto una y otra vez en tonos y formas diversas, que era leal y que los murmuradores no eran sino envidiosos que quien sabe que finalidad irían buscando con semejantes calumnias. El, aseguro, encontraría a los calumniadores y los castigaría ejemplarmente.
Pero mientras apisonaba su terreno en torno del presidente Madero, su imaginación ya estaba corriendo hacia sus propias oficinas de la comandancia militar de la plaza, a las que bajo en cuanto se despidió del señor Francisco I. Madero.
Una vez en sus dominios, realizo la investigación, con el mismo jefe del estado mayor, que lo condujo a localizar al sospechoso numero uno en la persona de su ayudante, el capitán Henríquez.
Hizo que se lo enviaran y se le dejara solo con el en su despacho, en donde, en cuanto tuvo al capitán en su presencia le dijo con aquella voz que era presagio más exacto fatal de lo inevitable, tratándose de Huerta:
-¡tengo la firme seguridad de que usted ha ido a contar a alguien allegado al Presidente que yo ando en tratos con el general Félix Díaz!
Hablaba con indignación trabajosamente contenida, sus ojos parecían taladrar los cristales ahumados de sus lentes, mientras se clavaban en los del capitán, que apenas si balbuceo:
-Mi general…
-Es usted un oficial indigno –trono Huerta, en el colmo de su indignación-. A reserva de que se haga una investigación a fondo sobre el particular, queda usted arrestado ¡retírese!
El capitán Henríquez, soldado pundonoroso y militar por sobre todas las cosas, saluda y abandona la oficina del general Huerta. Va con paso lento, cavilando, por uno de los pasillos de las oficinas de la comandancia. Su cara revela, bien claramente, cuales son las ideas y cuales los pensamientos que bullen en su cerebro.
Mientras sus pies van caminando maquinalmente, con lentitud, su mano diestra va en busca de una libreta que lleva en uno de los bolsillos de su guerrera. La saca y luego, echando mano a su lapicero, escribe en una hoja de aquella libreta:
“capitán Adolfo Martínez Landolf:
Hermano:
Avisa a mi familia que muero siendo digno.
Henríquez”
Sigue caminando y cuando su menta ha cuajado toda la magnitud de lo que pudiera representar para el, como soldado, para sus familiares y para todos, el que se le sometiera a un proceso y se le acusara de cuanto se quisiera, entonces su mano va en busca de su pistola, la prepara y levantándola frente a su propio pecho, se dispara un tiro que le parte el corazón y cae muerto instantáneamente.
A la detonación, se produce alarma en las oficinas por todas partes y no se tarda en descubrir la razón del estrépito: ahí esta el cuerpo del capitán Henríquez, tirado, con la cara hacia arriba, con los ojos abiertos mirando sin rencor, sin temor, con la sublime serenidad de los que ya no pueden temer nada.
Su sangre, roja y burbujeante, sale a raudales por la herida y va empapando sus ropas y formando un amplio charco en el piso.
Aquel valiente oficial supo no solamente ser leal para con el Primer Magistrado de la República, por ser el símbolo de la patria y de las instituciones nacionales, sino que también, al ver que su acción podía ser utilizada para envolver en un escandaloso asunto a otras personas y a el mismo, también supo morir con serenidad y dignidad, prefiriendo que fuera su propia mano la que segara la existencia y no un pelotón de fusilamiento, tras de un proceso infamante del que jamás se hubiera podido defender.
Lo sucedido en las propias oficinas de la comandancia militar de la plaza, bien pronto se supo en todos los corrillos de la ciudad. Se comento de diversas maneras y cada quien saco las conclusiones que su grado de información o su acceso a los datos más verídicos, le permitía. Pero había en la capital alguien que si sabia perfectamente cual había sido la verdadera causa de que el capitán Henríquez se hubiera suicidado.
Mejor dicho, eran dos las personas que si sabían el fondo que había en la trágica determinación de aquel pundonoroso militar.
Era uno de ellos el propio general Victoriano Huerta, que no podía ignorar que las palabras que el señor Presidente le había dicho eran ciertas, verdaderas, aunque el miso Francisco I. Madero no las creyera. Huerta sabía que era un traidor, y con la determinación del capitán Henríquez confirmo que no solamente aquel oficial, ahora muerto, estaba en posesión de su secreto; tenía que haber otros enterados, pues alguien era quien había llevado la noticia a la Presidencia de la República.
El otro que sabia todo cuanto la muerte del capitán Henríquez trato de cubrir, era nada menos que el mayor Germendia, ayudante del señor presidente, y en funciones de insectos general de policía, pues era el quien había recibido la versión, alarmante por todos conceptos, pero largamente sospechada, a conocimiento del propio Presidente de la Republica y, por eso, cuando el mayor Germendia se entero de lo que había hecho el capitán Henríquez, supo que algo estaba ya suficientemente maduro para reventar o que aquel acto revelaba que tendría que abortar la conjura y, sabiéndolo, considero que su lugar estaba cerca de la persona del señor Presidente, por que, lógicamente, sobre el tendría que caer toda aquella tenebrosa serie de maniobras, y marcho a las oficinas presidenciales pretextando que su presencia solamente obedecía al deber de informar de lo que acababa de suceder en las oficinas de la comandancia militar de la plaza.
Nunca una corazonada fue mas cierta y reveladora de lo que venia en seguida.
En las oficinas presidenciales estaba el señor Madero acompañado de varios de sus ministros y también estaba ahí el capitán Federico Montes, ayudante del Presidente.
Tal vez si al mayor Germendia no se le ocurre hacerse presente ese día a esa hora en la Presidencia de la República, los acontecimientos posteriores no hubieran marcado tan profunda huella en la historia de México. Germendia fue, con Montes y otros de los que ahí estuvieron, actores muy destacados y dejaron escrita, con su actitud, una pagina de honor y valentía muy significativa.

Acto 14

     Los acontecimientos se venían sucediendo en la capital de la República con un ritmo que cobraba aceleración de instante en instante. La nueva de que los cenadores porfiristas del Senado habían ido a pedir al palacio nacional las renuncias de los señores Francisco I. Madero y el licenciado José María Pino Suárez, de sus puestos de presidente y vicepresidente de la República, llevo a las oficinas presidenciales a numerosos amigos que felicitaron calurosamente al señor Madero por la actitud que había asumido ante aquellos políticos y los comentarios sobre la forma en que había terminado la entrevista con ellos, eran en todos los tonos, pero siempre dentro de un regocijo acentuado.
     El ministro de Gobernación, licenciado don Rafael Hernández, decía al Presidente, comentando aquella entrevista:
-Has hecho muy bien en decir lo que les dijiste a los senadores y a los diplomáticos que venían con ellos, era lo menos que se podía esperar.
-¡Pues, hombre! –Comentaba el Presidente- ¡no faltaba más! Como se les ocurre pensar que va a estar el Presidente de la República, elegido por el pueblo sujeto a la mas peregrina decisión que puedan tomar unas cuantas personas tan solo por que así lo creen ellas y estiman conveniente ¡Pues valla respeto a la voluntad popular!
-es usted el Presidente, y su actitud fue la que su dignidad indicaba. Tiene usted toda la razón –dijo otro de los visitantes.
Finalmente, como para cerrar la conversación sobre aquel paso aventurado, pero peligroso, que dieron los senadores porfiristas, el Presidente de la República expreso:
     -Si el pueblo me pidiera que abandonara la presidencia, que me fuera, yo me iría inmediatamente; pero solo son unos cuantos rebeldes a los que se les tiene rodeados por tropas leales y a los que se esta a punto de destrozar; son ellos y sus aliados en el Senado los que me dicen que deje mi puesto. No estoy en ánimo de darles gusto. Todo el país esta con migo, lo se perfectamente, por eso les doy la pelea y me mantendré en mi lugar hasta el final.
Y al final venia avanzando inexorablemente, con esa fatalidad de las cosas que han de suceder y que nada ni nadie los puede detener o desviar.
Fuera, en las calles, en los sitios que circundan la ciudadela, la batalla sigue sin cesar, ruda, sangrienta, incesante, pero también, inútilmente. De poco o nada ha servido el sacrificio de tantos hombres que derramaron su sangre en el reiterado intento por apoderarse del refugio felixista. Sus esfuerzos se vieron truncados por la muerte a que los estuvo enviando también inexorable y despiadado, el general traidor Victoriano Huerta.
Una batería de cuatro cañones esta emplazada en el campo florido. La sirven un capitán y cuatro oficiales. Los sirvientes de las piezas están dedicados a la atención del cometido específico que corresponde a cada uno. El capitán ordena
-¡Batería! ¡Distancia 1500 metros! ¡Arco 108! ¡Corredera cero! ¡Granadas de tiempo! ¡Cinco cartuchos por pieza!
-¡Listo!... ¡listo! –informan, cortantes, voces lejanas de los servidores, manifestando que se ha ejecutado la orden.
Nuevamente el capitán ordena:
-¡Platillo 24! ¡Tambor 40!
Y otra vez las voces de los hombres de servicio en cada pieza, responden simultáneamente:
-¡Listo! ¡Listo!
-¡Corredor 34!... ¡Tiro de ráfaga!... ¡cinco cartuchos por pieza! A discreción… ¡fuego!
Los veinte estallidos de las piezas son producidos con rapidez, dejando esa sensación de sordera que resta cuando cesa el estruendo.
Los proyectiles silban con ronco desgarramiento de las capas atmosféricas y al explotar, en el viento, a la altura precisa, arrojan mortíferos conos de balines sobre las azoteas de la ciudadela.
Los hombres que están parapetados tras los paramentos de las azoteas del edificio de la ciudadela, al sentir el fuego de la artillería sobre ellos, corren buscando abrigo contra las granadas de tiempo que les envían los cañones del gobierno de la República.
El fuego es de una eficacia admirable, preciso, justo, exacto. Cada granada explota justo sobre el blanco al que va destinada, y los efectos no dejan de hacerse sentir tanto en lo que a las bajas se refiere, como en el animo de los hombres parapetados en la ciudadela, que no estaban acostumbrados a que se les disparara de verdad sobre ellos como en los días pasados a esta batalla.
Esos cañonazos si han sido disparados para que llegaran a causar el mayor daño posible, y así fue.
Los hombres que rodean a Félix Díaz están positivamente atemorizados. Los civiles que tanto alarde hicieron de bravura y decisión al unirse a los sublevados, ahora intentan escapar, arrojan el fusil para pasar desapercibidos y tratan de huir del campo de batalla.
La alarma ha llegado hasta el despacho mismo en que ventilan sus asuntos los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón. Ahí están aquellos dos que son la cabeza de la rebelión. Con ellos están algunos oficiales y varios civiles. Han estado comentando la variante que se ha producido en la situación, consistente en que ahora si disparan los cañones del gobierno para acertar sobre la ciudadela.
Cuando los ahí reunidos se han cansado de exponer sus temores antes Félix Díaz y Mondragón, aquel, con talante de intrigante y maquiavélico, dándose toda la importancia posible, informa:
-He concertado un pacto con el general Victoriano Huerta. Para el efecto, el señor embajador de los Estados Unidos se presto admirablemente como mediador. En síntesis, el acuerdo o pacto establece que el general Huerta derrumbara al gobierno que encabeza Madero; eso dejara el campo libre para que sea designado el mismo general Huerta, presidente provisional, y luego se proceda a convocar a elecciones en el termino del plazo mas corto posible.
-Naturalmente, ¿será usted luego el presidente constitucional, no es así? –pregunta inquieto el general Mondragón, dirigiéndose a Félix Díaz.
-Bueno… -Sonríe Félix Díaz, poniendo cara de modestia impecable- Así lo esperamos. Por lo pronto y para mayor seguridad, en el gabinete que forma el general Huerta estarán elementos nuestros para que no haya posibilidades de que el pacto no se lleve a cabo al pie de la letra.
Uno de los civiles que están en aquella reunión, se atreve a meter baza y pregunta, con evidente ansiedad:
-Y… ¿Cuándo terminara esto?
-Hoy mismo –responde categóricamente el general Díaz, volviendo a recuperar su talante militar-. Hoy mismo por la tarde, cuando los atacantes suspendan el fuego, esa será la señal de que el general Huerta habrá llevado a termino la aprensión de Madero. Como una garantía de lo pactado, nos enviaran para que queden bajo nuestro poder a “ojo parado” y al intendente de palacio, Bassó
-Daremos cuenta de ello –grita un civil.
El licenciado Rodolfo Reyes, hijo del general Bernardo Reyes, que muriera al tratar de apoderarse del palacio nacional y que desde un principio ha estado con los infidentes, habla con pasión y odio incontenibles:
-Bassó fue quien mato a mi padre, el manejaba la ametralladora que acabo con su vida.
En otras partes de la capital, las cosas se iban desarrollando con precisión matemática, tal como las había preparado la mente tenebrosa del general Huerta.
La situación en el palacio nacional estaba absolutamente controlada por el general Blanquet, que tenia a su disposición el 29º. Batallón y al que se le había instruido meticulosamente sobre cada uno de los pasos que había de dar, como darlos y sobre la hora precisa en que había que ejecutar cada uno de ellos.
El bombardeo “n serio” sobre la ciudadela, había servido para obtener la anuencia definitiva para los planes trazados por el general Huerta, de parte de los cabecillas de la rebelión.
Para completar el cuatro, el propio general Huerta entra en juego y da la cara, mañosamente, pero da la cara.
La escena en que ha de tomar parte ha sido preparada en forma de un banquete que le “ofrece” al señor Gustavo Madero, para patentizarle su amistad y la comprensión y cordialidad que hay entre los elementos mas significativos del gobierno. Máxime cuando se han corrido las versiones de que la unidad del alto mando maderista no estaba tan firme y solida desde que, se decía, don Gustavo Madero y el general Victoriano Huerta no se llevaban bien entre si. El despliegue de exhibicionismo hecho en aquel banquete fue positivamente sugerente. Parecía que, efectivamente, se trataba de hacer que todo el mundo se diera cuenta de lo que ahí acontecía.
Los brindis menudeaban y no menos sucedía con las protestas de amistad para don Gustavo y lealtad para el Presidente de la República, en cuyo honor se bebía copiosamente.
Además de los personajes centrales de aquella ocasión, que eran dos Gustavo Madero y el general Victoriano Huerta, aquel, invitado principal, y este anfitrión, estaban ahí el general Delgado y numerosos jefes de los que formaban el estado mayor del general Huerta. El general Huerta tiene en la mesa, a su derecha al señor Gustavo Madero, y a su izquierda, al general Delgado.
-Lo he querido invitar a usted –Dice Huerta a don Gustavo –por que se lo merece; positivamente se lo merece usted, don Gustavo.
-¿Por qué me lo merezco, general? –pregunta no muy confiado, don Gustavo, a la par que detiene en mitad de camino la mano que llevaba la copa de coñac hacia su boca.
-Si don Gustavo; ya lo creo que se merece usted esto y mas. Se ha andado usted exponiendo durante todos estos días tanto como nosotros los militares.
-es mi deber; eso no es ningún merito.
-Por su cuenta han comido nuestros tropas estos días, y usted mismo, personalmente, ha repartido todos los alimentos –dice el general Huerta, poniendo en sus palabras el mejor tono de reconocimiento de que es capaz, mientras trata de dibujar una sonrisa en su rostro que es lo menos imaginable en semejante actitud-. ¡Que menos que tener el gusto de que usted coma con nosotros, don Gustavo! Yo le garantizo que estas tremendas luchas van a terminar esta misma tarde.
-¡Ojala que así sea, general! –Dice don Gustavo y agrega-: nada me es más anhelado por mí y por todos, que esta absurda matanza llegue a un punto final para bien del pueblo.
-No dude usted un solo momento, don Gustavo…
La palabra que iba a decir el general Huerta no llega a salir de su garganta, por que precisamente en esos momentos llega hasta el un ayudante que le dice:
-Mi general, lo llaman a usted por teléfono el general Blanquet, desde el palacio.
Huerta oye aquello, sonríe enigmáticamente y poniéndose en pies, dice, mientras se allega la guerrera tirándole sus vuelos inferiores:
-Voy… voy a contestar .y dirigiéndose a don Gustavo-: discúlpeme, don Gustavo, vuelvo en seguida.
Sale del salón en que esta celebrándose aquella comida y cuando ha salido, dice con autentica convicción al general Delgado.
-Cuando el general Huerta dice que hoy se acaba el fuego, es seguro que así va ser. No hay la menor duda.

Y... así fue.

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