Acto 15
Ese mismo día, ese martes 18 de febrero,
era el señalado para que las cosas llegaran a su clímax. Y todo estaba
aconteciendo con una precisión y ritmo absolutamente justos, conforme a las
previsiones que para cada aspecto se habían tomado.
Mientras el general Victoriano Huerta
simulaba complacer al germano del Presidente, a don Gustavo Madero,
reteniéndolo cerca de él con la intención efectiva de tenerlo a mano y, desde
luego, alejado de don Francisco I. Madero para que nadie pudiera avisarle, en
el palacio nacional se desarrollaban las cosas cumpliendo, en casi todo, las
instrucciones que para el efecto había dado Huerta a Blanquet.
Aproximadamente a las dos de la tarde,
estando aun con el Presidente Madero numerosas personas, entre ellas sus
ayudantes: el mayor Garmendia y el capitán Montes, y el cuando el Primer Mandatario se disponía a pasar al
comedor e instaba a que le acompañaran a la mesa a su tío, don Ernesto Madero;
a Rafael Hernández, secretario de gobernación; al Vicepresidente Pino Suárez;
al ministro de justicia, licenciado Vázquez Tagle; al licenciado Lascurain,
ministro de Relaciones Exteriores; a su jefe de estado mayor, capitán de navío
Hilario Rodríguez Malpica, y a su primo, el ingeniero Marcos Hernández, de improviso
y en forma asaz agitada, penetró al salón de consejos, en donde se encontraban,
mismo lugar en donde había tenido lugar su entrevista con los senadores que
pedían su renuncia, el teniente coronel Jiménez
Riveroll, seguido por una veintena de soldados pertenecientes al 29º. Batallón
y llegándose hasta el señor Presidente Madero, que se hallaba en el
departamento contiguo, una especie de pequeño privado, le manifestó en forma
atropellada, y evidentemente bajo un estado de nervios extremado, que iba de
parte del general Blanquet para informarle que el general Rivera, de Oaxaca,
estaba llegando en esos momentos a la ciudad de México en son de rebelión
contra el gobierno de la República y que se encaminaba precisamente al Palacio
Nacional para atacarlo y que, por lo mismo, era indispensable que el Presidente
bajase para que hablara a las tropas, arengándolas, a efecto de levantar su
espíritu y darles ánimos para la batalla, que seguramente se libraría dentro de
breves instantes.
Para mayor claridad en el relato de aquellos
acontecimientos, conviene fijar la forma en que cada uno de sus actores fue
entrando en la escena: minutos antes de que el teniente coronel Riveroll se
presentara en la forma que queda descrita, el mayor Izquierdo, del 29º.
Batallón, recorre, como quien va inspeccionando el terreno por el que camina
por primera vez los salones del palacio, desde el suntuoso de embajadores,
hasta aquel en que se encuentra el Presidente Madero comentando con sus amigos
y colaboradores los incidentes de la entrevista con los senadores porfiristas.
Pasa por delante del capitán Montes y apenas lo ve; ese en cambio, lo reconocen
el acto. Sigue Izquierdo hasta la puerta misma del despacho del señor Madero,
la entreabre y al ver al Presidente, saluda con respeto y se regresa por el
mismo camino que trajo, haciendo el recorrido a la inversa de cuando llego,
pero ahora ya sin titubeos ni vacilaciones, sino directa y rápidamente.
No bien acaba de salir el mayor Izquierdo,
cuando del elevador que llegaba precisamente al mismo saloncillo en que estaba
el capitán Federico Montes de servicio, emerge el mayor Garmendia, ayudante
también del señor Presidente, pero ahora en funciones de inspector general de
policía. Viene vestido de civil. Saluda familiar y cordialmente al capitán
Montes, palmeándole la espalda y penetra en el despacho del Presidente Madero.
A los pocos instantes de esas dos
significativas llegadas a las oficinas presidenciales, por la escalera central
del palacio se ve como vienen subiendo cincuenta soldados del 29º. Batallón,
llevando sus armas terciadas y obedeciendo el mando del teniente coronel
Riveroll, a quien secunda el mayor Izquierdo. Forman parte del grupo que
acompañan a aquella tropa, el capitán Enrique Gonzáles, del estado mayor del
general Huerta; el civil Enrique Cepeda y algunos más, igualmente civiles,
todos ellos amigos del general Huerta.
Suben por la escalera hasta alcanzar los
salones mismos de la Presidencia, siguiendo exactamente el mismo recorrido que
antes hiciera el mayor Izquierdo. La tropa marcha en dos hileras, los jefes van
a la cabeza y los elementos civiles, a los dos.
El capitán Federico Montes escucha primero el
rumor de la tropa que se acerca y, sorprendido, observa su irrupción en los
salones presidenciales. Se incorpora rapidamente y cuando están a su alcance
los que llegan, ordena con toda energía:
-¡Alto! –Y pregunta airado-: ¿A dónde van
esos soldados?
La tropa, habituada a obedecer, hace alto, no
así los demás que van en el grupo. Por su parte, el teniente coronel Riveroll,
ya sabemos como entro, inesperadamente, hasta llegar al señor Presidente.
Dentro, el presidente, conociendo bien la
lealtad del general Rivera, comprendió que no era exacta la información y, al mismo
tiempo se extraño de la forma en que el teniente coronel Riveroll, cogiéndolo
con relativa deferencia por el brazo izquierdo, lo trataba de halar hacia la
puerta del salón. El presidente, con un tirón enérgico, se desprende de la mano
de Riveroll, diciéndole que fuera a llamar al general Blanquet para que le
informara personalmente, que esa era la forma en que debía hacerlo.
Riveroll, sumamente nervioso ante la
inminencia de los acontecimientos que, por otra parte, no están saliendo todo
lo bien que ellos habían planeado, tratar de coger nuevamente al Presidente por
el brazo, mientras dice:
-¡Señor Presidente, es urgente que abandone
este lugar, enseguida!
El señor presidente, nuevamente se deshace de
el y le dice enérgicamente:
-¡No saldré!
El capitán Montes, que ha tratado de detener
a la tropa que venia con Riveroll e izquierdo, se llega hasta cerca del
Presidente y al ver como el teniente coronel Riveroll trata de obligar por la
fuerza al señor Madero para que lo siga, le grita:
-¡Alto!
Riveroll, perfectamente consiente de que su
estratagema no dio resultado, su encara con Montes y le dice:
-¿Por qué detiene a esos soldados? – Luego a
ellos-: ¡Media vuelta! ¡Alto! – y vuele a encararse con el capitán Montes,
mientras trata de asir nuevamente al señor Madero-: ¿Quién es usted para mandar
a esa tropa?
-¡Soy ayudante del señor Presidente de la
República y por lo tanto mando aquí!
El mayor Garmendia, viendo la actitud de
Riveroll, le grita:
-¡Al señor Presidente de la República no se
le toca!
Simultáneamente echa mano a su pistola y
dispara sobre Riveroll, donde le una muerta instantánea.
El capitán Montes y Marcos Hernández, dispara
sobre el mayor Izquierdo, que se acercaba precipitadamente, y lo matan también.
Se forma una algarabía, pasos precipitados,
muebles arrojados violentamente y, sobre toda esa barahúnda, se escucha la voz
del capitán Enrique Gonzáles, que ordena a la tropa:
-¡Soldados! ¡Fuego!
Los civiles que acompañan aquella tropa
gritan despavoridos:
-¡fuego! ¡Fuego! ¡Disparen! ¡Mátenlos a
todos!
Al ver que los soldados van a hacer fuego,
Marcos Hernández actúa rápidamente y de un salto cubre al señor Presidente con
su cuerpo. Si se hubieran tardado en ejecutar aquel acto una fracción de
segundo, el Presidente Madero hubiese sido asesinado ahí mismo.
Los soldados disparan sobre el grupo en que
esta el Presidente Madero y cae asesinado Marcos Hernández.
Por parte, Montes y Garmendia siguen
disparando, haciendo que la tropa se repliegue junto con los civiles que venían
con ella, una vez que han visto morir a sus cabecillas Riveron e Izquierdo.
-¡Marcos! ¡Marcos!- clama el señor Madero
tratando de auxiliar a su amigo y pariente Marcos Hernández.
Todos se acercan a el y cuando han visto de
cerca al caído, dice el señor Rafael Hernández:
-¡Esta muerto!
-Tenemos que huir inmediatamente –dice don Ernesto
Madero-, Blanquet se ha volteado y seguramente que estará aquí dentro en unos
instantes.
-Hay que cerrar perfectamente todas las
puertas que dan al patio –ordena el mayor Garmendia a Bassó, intendente del
palacio, que ha acudido al lugar de los acontecimientos-. ¡Rápido!
El Presidente Madero dice:
-Aquí abajo, en las calles de la Acequia; hay
fuerzas de rurales leales. Salgamos al balcón.
Rápidamente salen al balcón el Presidente y
varios de los que ahí estaban con el, entre ellos el capitán Federico Montes.
Fuera, los rurales, que habían escuchado el
ruido de descargas se fusilería, se han preparado, listos para cualquier
eventualidad que se presente. Al ver al Presidente en el balcón lo vitorean
delirantes.
-¡viva Madero! ¡Viva Madero! ¡Viva el
presidente Madero! ¡Viva el presidente de la Republica!
El capitán Montes, con voz potente, hablo a
los rurales:
-Soldados de la República: el señor
Presidente don Francisco I. Madero acaba de sufrir un atentado. Han intentado
asesinarlo miembros del 29º. Batallón. La vida del Primer Magistrado de la
República, que eligió el pueblo esta en peligro. Soldados leales, hay que
defender la vida del señor Presidente de la República, en peligro en estos
momentos.
La gritería de rurales atronaba en el
espacio. Requirieron sus armas y gritaban.
-¡viva Madero! ¡Viva el supremo gobierno!
Luego fue el señor Madero quien les dirigió
la palabra para decir:
-Soldados: acabo de sufrir un atentado del
que, venturosamente salí ileso, pero el enemigo esta aquí mismo en el palacio.
El gobierno legitimo de la República esta en peligro y requiere la cooperación
inmediata de los soldados leales y dignos. Con la ayuda de ustedes, hemos de
triunfar ¡viva México!
-¡viva el supremo gobierno! ¡Viva el
presidente Madero!
Dentro, en el saloncillo del elevador, al que
ha vuelto el señor Presidente, dice este a sus acompañantes:
-bajemos por el elevador y tratemos de ganar
la puerta ¡urge salir de aquí cuanto antes!
El elevados es insuficiente para contener a
todos los que forman el grupo, así que quedan sin entrar a el y, por lo tanto,
sin bajar, el mayor Garmendia y Rafael Hernández, así como don Ernesto Madero
que trata de auxiliar todavía al moribundo Marcos Hernández, que tiene una
herida en el vientre.
-¡Mayor Garmendia! Busque usted a un medico,
Marcos se muere –dice angustiado, don Ernesto Madero.
Garmendia ve el elevador que baja con el
señor Presidente y a los pocos que pudieron acompañarlo, y vuelve el rostro
hacia el señor Hernández. Pálido y evidentemente moribundo, y exclama, como
para si mismo:
-El se va primero; quizás le seguiremos todos
luego
-y sale por el corredor rumbo al Ministerio
de Guerra. La rueda inexorable del destino seguía su marcha. La tragedia se
había enseñoreado de la patria y no había manera de frenar sus designios.
La hora fatal se precipitaba sobre el señor
Madero a pasos agigantados, como tratando de no perder un solo segundo en
cortar aquella vida.
Acto 16
El
ultimo cuarto de hora del régimen maderista estaba transcurriendo y lo hacia
con rapidez que pone en su empeño aquel que ya quiere terminar; el que ya ve en
lontananza la meta de su recorrido.
Los
últimos acontecimientos de aquella desmesurada tragedia nacional, en la que los
mas encontrados caracteres y, los rasgos mas disímbolos actuaron radicalmente,
se precipitaron, en arrebatado tropel, como no queriendo quedarse atrás ninguno
de ellos, sino que, antes bien, como exhibiendo una fatal ansiedad de ser, cada
uno, el primero en escribir su parte.
Por
la puerta del elevador privado de la Presidencia, que desciende en el patio de
honor del Palacio Nacional, salen de aquel vehículo el Presidente don Francisco
I. Madero y sus pocos acompañantes. En sus rostros están aun bien grabadas las
huellas de la tragedia que gravita sobre ellos.
El
oficial de guardia, al reconocer al señor Presidente, rápidamente ordena a la
tropa se servicio:
-¡Presenten
armas!
Los
soldados lo hacen con la marcialidad que les ha sido enseñada, firmes,
enérgicos, maquinalmente; con esa precisión con que se ejecutan los actos que
ya de tan sabidos, los efectuamos subconscientemente.
El
señor Madero y sus acompañantes, al ver la acción de aquella guardia, que
permanece en actitud de “presentar”, creen que han encontrado en ella un
posible refugio o sostén, y se detienen brevemente
El
capitán Montes habla a los soldados:
-Soldados,
¡han tratado de asesinar al señor Presidente de la República! Traidores
pertenecientes al 29º. Batallón han querido matarlo. Hay que defender la
persona del que es, por la elección del pueblo de la República, el Presidente
de México.
La trágica realidad responde a las
emocionadas palabras del capitán Federico Montes.
Los
soldados pertenecientes a la guardia, permaneces en su marcial actitud:
presentando armas. No demuestran en sus rostros el menor signo de comprensión
de aquellas palabras. Son maquinas que no piensan. Simplemente ejecutan las órdenes
que les dan.
Lo
mismo llevan a cabo en el acto respetuoso y simbólico de rendir homenaje al
Presidente de la República, presentando armas, que si se les ordena así, las
dispararían sobre el.
Cuando
el Presidente trato de encaminar los pasos hacia afuera, se ve avanzar al mismo
general Blanquet por uno de los corredores del patio de honor del palacio, en
el que estaba el señor Madero. Viene Blanquet seguido por dos hileras de
soldados que llevan el arma embrazada. Blanquet lleva en su diestra la pistola,
y los oficiales que mandan la tropa también pistola en mano, listos para actuar
ante la menor indicación.
El
general Blanquet, tal vez por el impacto moral de su propia ignominia, pone en
sus gestos el máximo de sus energías, como tratando de vestir con marcialidad
prusiana lo que solamente era la vergüenza.
Su
mirada, en la que están concentrados todos los restos de su persona, parece que
quiere devorar al Presidente y a las personas que lo rodean. Materialmente echa
lumbre por los ojos, que pos su movilidad y brillo, dejan entrever lo que es
aquel individuo… un traidor.
Don
Francisco I. Madero se detiene y con el los que forman el grupo de sus amigos.
Mira con aprensión, pero con serenidad también, como se acerca el general
Blanquet, quien nerviosamente levanta la mano armada hasta la altura del pecho
del Presidente de la República, mientras dice casi gritando:
-¡Ríndase
señor Presidente!
-¡es
usted un traidor general Blanquet! –responde enérgicamente Don Francisco I.
Madero.
-¡es
usted mi prisionero! –reitera Blanquet, mientras con la mano hace un ademan a
la gente que esta tras de el.
Un
grupo de oficiales y soldados del 29º. Batallón se apoderan violentamente de la
persona del señor Madero y lo conducen a la guardia.
Junto
con el señor Presidente fueron reducidos a prisioneros los señores: Licenciado
José María Pino Suárez, licenciado Vázquez Tagle, licenciado Rafael L.
Hernández, don Ernesto Madero y el general García Peña, todos miembros del
gabinete presidencial de Madero.
En
la sala de guardia de la puerta principal del palacio quedaron los detenidos,
sujetos a estrecha vigilancia de guardias que les fueron destacados con
instrucciones terminantes.
Cuando
todo aquel bochornoso episodio hubo terminado y el señor Madero estuvo seguro
en su lugar de reclusión, el general Blanquet, cumpliendo las instrucciones que
le diera su superior en jerarquía y en villanía, fue a comunicarse por teléfono
con el para darle el parte de novedades. Esa fue la comunicación telefónica que
recibió el general Huerta cuando estaba “consintiendo” en el restaurante
Gambrinus, a don Gustavo Madero.
En
un extremo de la línea esta el general Victoriano Huerta y dice la formula
consabida:
-¡bueno!
-Mi
general, ya esta todo listo y terminado –habla en el otro extremo el general
Blanquet, todavía presa de su ominoso estado de animo.
-¿ya?…
¿salió todo bien?...
-bueno,
el resultado final si; puede decirse que si -tartajea
el general Blanquet-. Me mataron al teniente coronel Riveroll y al mayor
Izquierdo.
-¡como!
–exclama Huerta asombrado-. ¿Se defendieron?
-Si
señor- asegura Blanquet-. Los ayudantes de Madero dispararon y dieron muerte a
esos dos magníficos jefes. Estoy sumamente indignado. Un pariente de madero
murió en la refriega. Yo personalmente tuve que efectuar la aprehensión de
Madero y de algunos de sus ministros. Los tengo en la prevención, a sus órdenes,
mi general.
-Perfectamente,
general Blanquet. Lo felicito –dijo Huerta con el tono impersonal de voz que
usaba cuando solamente el sabia cual era su verdadero estado de animo-
Esta
es la nuestra- ya es usted general de división- ¡viva la República!
-Muchas
gracias mi general –contesta jubilosamente el recién premiado-. ¿Viene usted
para acá luego?
-No
tardo mucho –informa Huerta y luego agrega con trágica ironía -: nada mas
despido a mi “huésped”. Mándeme bien escoltado a Bassó.
Huerta
deja el auricular del teléfono parsimoniosamente y, sin poder evitarlo, una
sonrisa de chacal asoma a sus facciones, mientras vuelve al solo en el que ha
estado comiendo con don Gustavo Madero, a quien al llegar de regreso, dice:
-Don
Gustavo, quiero regalarle una nueva pistola que es, seguramente, mucho mejor que
la que usted usa.
-Muchas
gracias, general; pero advierto que la mía no es nada mala –responde don
Gustavo Madero.
-a
ver –dice Huerta, mientras extiende la mano demandando la pistola de don
Gustavo.
Este
desenfunda su pistola y se la entrega, comedidamente, al general Huerta
diciéndole:
-Mire
usted.
El
general Huerta hace como que examina la pistola, la vuelve de un lado y del
otro y luego, amartillándola, la empuña con la mano diestra y la apunta al
pecho de don Gustavo, a quien dice violentamente.
-¡Es
usted mi prisionero!
Al
mismo tiempo, por distintos lados han aparecido unos soldados que apuntan
directamente con sus rifles a Gustavo Madero y al general Delgado, a quien
también, uno de los acompañantes de Huerta, a desarmado.
Don
Gustavo Madero exclama, en el colmo de la sorpresa:
-Pero,
¿Qué es esto?
-Lo
que oye –dice Huera, ya sin tratar de disfrazar su natural gesto grosero.- lo
de ustedes se acabo- el que manda ahora soy yo -.se vuelve a uno de los jefes
que están ahí y le dice-: teniente coronel, hágase cargo de este señor y condúzcalo
a la ciudadela, y ahí entrégueselo al general Félix Díaz. Y usted, general
Delgado, queda aquí detenido –diríjase ahora a otro de los oficiales ahí
presentes-: usted, valla y aprehenda al general Ángeles y condúzcalo a palacio
para que lo entreguen ahí al general Blanquet.
Todas
las fuerzas federales habían suspendido el fuego sobre la ciudadela, excepto
las que estaban bajo el mando directo del general Ángeles. La ciudadela
solamente contestaba a los disparos de este ultimo; cuando llego el oficial
enviado por Huerta, se le comunico la orden de suspender el fuego, pero el
pundonoroso militar no la obedeció y se mantuvo en su actitud, haciendo fuego
sobre la ciudadela, por espacio de dos horas, hasta que, sometido a prisión,
quedo detenido junto a Madero, en el palacio nacional.
Ha anochecido ya sobre la ciudad.
Las sombras de la noche van cerrando su mano, djerase de luto, por los
acontecimientos que han tenido lugar acá, abajo.
En
un lugar indeterminado, un corneta toca: “cesar el fuego”. En distintos rumbos
y con extrañas resonancias de renunciación, aquel toque tiene la respuesta de
otros cornetas que lo repiten, como ecos de aquella señal que marcaba el punto
final de la actuación del régimen que por la libre, franca e innegable voluntad
del pueblo de México, encabezaba y encarnaba, en su carácter de Presidente de
la República, el señor don Francisco I. Madero.
Para
festejar el triunfo de la traición, los huertistas hicieron que las campanas de
todos los templos de la ciudad repicaran a fiesta. Alardeando de su éxito. La banda
de guerra del “glorioso 29º. Batallón” recorrió los alrededores de la plaza de
armas, tocando dianas.
Las turbas
de insensatos que lo mismo siguen a una idea que a un crimen, azuzados por los
triunfadores, fueron a repetir sus crímenes, ahora prendiendo fuego a el
periódico “la nueva era” de filiación francamente maderista, lo mismo que
habían destruido y quemado para protestar por el cuartelazo, el día 9, los
periódicos oposicionistas al régimen: “el país” y “la tribuna”.
La dignidad nacional, esa noche, ocultaba
su rostro tratando de no ver la ignominia que se encallaba, llevando en hombros
a los triunfadores.
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