sábado, 10 de mayo de 2014

decena tragica (parte ocho)

Acto 15

     Ese mismo día, ese martes 18 de febrero, era el señalado para que las cosas llegaran a su clímax. Y todo estaba aconteciendo con una precisión y ritmo absolutamente justos, conforme a las previsiones que para cada aspecto se habían tomado.
Mientras el general Victoriano Huerta simulaba complacer al germano del Presidente, a don Gustavo Madero, reteniéndolo cerca de él con la intención efectiva de tenerlo a mano y, desde luego, alejado de don Francisco I. Madero para que nadie pudiera avisarle, en el palacio nacional se desarrollaban las cosas cumpliendo, en casi todo, las instrucciones que para el efecto había dado Huerta a Blanquet.
Aproximadamente a las dos de la tarde, estando aun con el Presidente Madero numerosas personas, entre ellas sus ayudantes: el mayor Garmendia y el capitán Montes, y el cuando  el Primer Mandatario se disponía a pasar al comedor e instaba a que le acompañaran a la mesa a su tío, don Ernesto Madero; a Rafael Hernández, secretario de gobernación; al Vicepresidente Pino Suárez; al ministro de justicia, licenciado Vázquez Tagle; al licenciado Lascurain, ministro de Relaciones Exteriores; a su jefe de estado mayor, capitán de navío Hilario Rodríguez Malpica, y a su primo, el ingeniero Marcos Hernández, de improviso y en forma asaz agitada, penetró al salón de consejos, en donde se encontraban, mismo lugar en donde había tenido lugar su entrevista con los senadores que pedían su renuncia, el teniente coronel Jiménez  Riveroll, seguido por una veintena de soldados pertenecientes al 29º. Batallón y llegándose hasta el señor Presidente Madero, que se hallaba en el departamento contiguo, una especie de pequeño privado, le manifestó en forma atropellada, y evidentemente bajo un estado de nervios extremado, que iba de parte del general Blanquet para informarle que el general Rivera, de Oaxaca, estaba llegando en esos momentos a la ciudad de México en son de rebelión contra el gobierno de la República y que se encaminaba precisamente al Palacio Nacional para atacarlo y que, por lo mismo, era indispensable que el Presidente bajase para que hablara a las tropas, arengándolas, a efecto de levantar su espíritu y darles ánimos para la batalla, que seguramente se libraría dentro de breves instantes.
Para mayor claridad en el relato de aquellos acontecimientos, conviene fijar la forma en que cada uno de sus actores fue entrando en la escena: minutos antes de que el teniente coronel Riveroll se presentara en la forma que queda descrita, el mayor Izquierdo, del 29º. Batallón, recorre, como quien va inspeccionando el terreno por el que camina por primera vez los salones del palacio, desde el suntuoso de embajadores, hasta aquel en que se encuentra el Presidente Madero comentando con sus amigos y colaboradores los incidentes de la entrevista con los senadores porfiristas. Pasa por delante del capitán Montes y apenas lo ve; ese en cambio, lo reconocen el acto. Sigue Izquierdo hasta la puerta misma del despacho del señor Madero, la entreabre y al ver al Presidente, saluda con respeto y se regresa por el mismo camino que trajo, haciendo el recorrido a la inversa de cuando llego, pero ahora ya sin titubeos ni vacilaciones, sino directa y rápidamente.
No bien acaba de salir el mayor Izquierdo, cuando del elevador que llegaba precisamente al mismo saloncillo en que estaba el capitán Federico Montes de servicio, emerge el mayor Garmendia, ayudante también del señor Presidente, pero ahora en funciones de inspector general de policía. Viene vestido de civil. Saluda familiar y cordialmente al capitán Montes, palmeándole la espalda y penetra en el despacho del Presidente Madero.
A los pocos instantes de esas dos significativas llegadas a las oficinas presidenciales, por la escalera central del palacio se ve como vienen subiendo cincuenta soldados del 29º. Batallón, llevando sus armas terciadas y obedeciendo el mando del teniente coronel Riveroll, a quien secunda el mayor Izquierdo. Forman parte del grupo que acompañan a aquella tropa, el capitán Enrique Gonzáles, del estado mayor del general Huerta; el civil Enrique Cepeda y algunos más, igualmente civiles, todos ellos amigos del general Huerta.
Suben por la escalera hasta alcanzar los salones mismos de la Presidencia, siguiendo exactamente el mismo recorrido que antes hiciera el mayor Izquierdo. La tropa marcha en dos hileras, los jefes van a la cabeza y los elementos civiles, a los dos.
El capitán Federico Montes escucha primero el rumor de la tropa que se acerca y, sorprendido, observa su irrupción en los salones presidenciales. Se incorpora rapidamente y cuando están a su alcance los que llegan, ordena con toda energía:
-¡Alto! –Y pregunta airado-: ¿A dónde van esos soldados?
La tropa, habituada a obedecer, hace alto, no así los demás que van en el grupo. Por su parte, el teniente coronel Riveroll, ya sabemos como entro, inesperadamente, hasta llegar al señor Presidente.
Dentro, el presidente, conociendo bien la lealtad del general Rivera, comprendió que no era exacta la información y, al mismo tiempo se extraño de la forma en que el teniente coronel Riveroll, cogiéndolo con relativa deferencia por el brazo izquierdo, lo trataba de halar hacia la puerta del salón. El presidente, con un tirón enérgico, se desprende de la mano de Riveroll, diciéndole que fuera a llamar al general Blanquet para que le informara personalmente, que esa era la forma en que debía hacerlo.
Riveroll, sumamente nervioso ante la inminencia de los acontecimientos que, por otra parte, no están saliendo todo lo bien que ellos habían planeado, tratar de coger nuevamente al Presidente por el brazo, mientras dice:
-¡Señor Presidente, es urgente que abandone este lugar, enseguida!
El señor presidente, nuevamente se deshace de el y le dice enérgicamente:
-¡No saldré!
El capitán Montes, que ha tratado de detener a la tropa que venia con Riveroll e izquierdo, se llega hasta cerca del Presidente y al ver como el teniente coronel Riveroll trata de obligar por la fuerza al señor Madero para que lo siga, le grita:
-¡Alto!
Riveroll, perfectamente consiente de que su estratagema no dio resultado, su encara con Montes y le dice:
-¿Por qué detiene a esos soldados? – Luego a ellos-: ¡Media vuelta! ¡Alto! – y vuele a encararse con el capitán Montes, mientras trata de asir nuevamente al señor Madero-: ¿Quién es usted para mandar a esa tropa?
-¡Soy ayudante del señor Presidente de la República y por lo tanto mando aquí!
El mayor Garmendia, viendo la actitud de Riveroll, le grita:
-¡Al señor Presidente de la República no se le toca!
Simultáneamente echa mano a su pistola y dispara sobre Riveroll, donde le una muerta instantánea.
El capitán Montes y Marcos Hernández, dispara sobre el mayor Izquierdo, que se acercaba precipitadamente, y lo matan también.
Se forma una algarabía, pasos precipitados, muebles arrojados violentamente y, sobre toda esa barahúnda, se escucha la voz del capitán Enrique Gonzáles, que ordena a la tropa:
-¡Soldados! ¡Fuego!
Los civiles que acompañan aquella tropa gritan despavoridos:
-¡fuego! ¡Fuego! ¡Disparen! ¡Mátenlos a todos!
Al ver que los soldados van a hacer fuego, Marcos Hernández actúa rápidamente y de un salto cubre al señor Presidente con su cuerpo. Si se hubieran tardado en ejecutar aquel acto una fracción de segundo, el Presidente Madero hubiese sido asesinado ahí mismo.
Los soldados disparan sobre el grupo en que esta el Presidente Madero y cae asesinado Marcos Hernández.
Por parte, Montes y Garmendia siguen disparando, haciendo que la tropa se repliegue junto con los civiles que venían con ella, una vez que han visto morir a sus cabecillas Riveron e Izquierdo.
-¡Marcos! ¡Marcos!- clama el señor Madero tratando de auxiliar a su amigo y pariente Marcos Hernández.
Todos se acercan a el y cuando han visto de cerca al caído, dice el señor Rafael Hernández:
-¡Esta muerto!
-Tenemos que huir inmediatamente –dice don Ernesto Madero-, Blanquet se ha volteado y seguramente que estará aquí dentro en unos instantes.
-Hay que cerrar perfectamente todas las puertas que dan al patio –ordena el mayor Garmendia a Bassó, intendente del palacio, que ha acudido al lugar de los acontecimientos-. ¡Rápido!
El Presidente Madero dice:
-Aquí abajo, en las calles de la Acequia; hay fuerzas de rurales leales. Salgamos al balcón.
Rápidamente salen al balcón el Presidente y varios de los que ahí estaban con el, entre ellos el capitán Federico Montes.
Fuera, los rurales, que habían escuchado el ruido de descargas se fusilería, se han preparado, listos para cualquier eventualidad que se presente. Al ver al Presidente en el balcón lo vitorean delirantes.
-¡viva Madero! ¡Viva Madero! ¡Viva el presidente Madero! ¡Viva el presidente de la Republica!
El capitán Montes, con voz potente, hablo a los rurales:
-Soldados de la República: el señor Presidente don Francisco I. Madero acaba de sufrir un atentado. Han intentado asesinarlo miembros del 29º. Batallón. La vida del Primer Magistrado de la República, que eligió el pueblo esta en peligro. Soldados leales, hay que defender la vida del señor Presidente de la República, en peligro en estos momentos.
La gritería de rurales atronaba en el espacio. Requirieron sus armas y gritaban.
-¡viva Madero! ¡Viva el supremo gobierno!
Luego fue el señor Madero quien les dirigió la palabra para decir:
-Soldados: acabo de sufrir un atentado del que, venturosamente salí ileso, pero el enemigo esta aquí mismo en el palacio. El gobierno legitimo de la República esta en peligro y requiere la cooperación inmediata de los soldados leales y dignos. Con la ayuda de ustedes, hemos de triunfar ¡viva México!
-¡viva el supremo gobierno! ¡Viva el presidente Madero!
Dentro, en el saloncillo del elevador, al que ha vuelto el señor Presidente, dice este a sus acompañantes:
-bajemos por el elevador y tratemos de ganar la puerta ¡urge salir de aquí cuanto antes!
El elevados es insuficiente para contener a todos los que forman el grupo, así que quedan sin entrar a el y, por lo tanto, sin bajar, el mayor Garmendia y Rafael Hernández, así como don Ernesto Madero que trata de auxiliar todavía al moribundo Marcos Hernández, que tiene una herida en el vientre.
-¡Mayor Garmendia! Busque usted a un medico, Marcos se muere –dice angustiado, don Ernesto Madero.
Garmendia ve el elevador que baja con el señor Presidente y a los pocos que pudieron acompañarlo, y vuelve el rostro hacia el señor Hernández. Pálido y evidentemente moribundo, y exclama, como para si mismo:
-El se va primero; quizás le seguiremos todos luego
-y sale por el corredor rumbo al Ministerio de Guerra. La rueda inexorable del destino seguía su marcha. La tragedia se había enseñoreado de la patria y no había manera de frenar sus designios.
La hora fatal se precipitaba sobre el señor Madero a pasos agigantados, como tratando de no perder un solo segundo en cortar aquella vida.

Acto 16

     El ultimo cuarto de hora del régimen maderista estaba transcurriendo y lo hacia con rapidez que pone en su empeño aquel que ya quiere terminar; el que ya ve en lontananza la meta de su recorrido.
     Los últimos acontecimientos de aquella desmesurada tragedia nacional, en la que los mas encontrados caracteres y, los rasgos mas disímbolos actuaron radicalmente, se precipitaron, en arrebatado tropel, como no queriendo quedarse atrás ninguno de ellos, sino que, antes bien, como exhibiendo una fatal ansiedad de ser, cada uno, el primero en escribir su parte.
     Por la puerta del elevador privado de la Presidencia, que desciende en el patio de honor del Palacio Nacional, salen de aquel vehículo el Presidente don Francisco I. Madero y sus pocos acompañantes. En sus rostros están aun bien grabadas las huellas de la tragedia que gravita sobre ellos.
     El oficial de guardia, al reconocer al señor Presidente, rápidamente ordena a la tropa se servicio:
     -¡Presenten armas!
     Los soldados lo hacen con la marcialidad que les ha sido enseñada, firmes, enérgicos, maquinalmente; con esa precisión con que se ejecutan los actos que ya de tan sabidos, los efectuamos subconscientemente.
     El señor Madero y sus acompañantes, al ver la acción de aquella guardia, que permanece en actitud de “presentar”, creen que han encontrado en ella un posible refugio o sostén, y se detienen brevemente
     El capitán Montes habla a los soldados:
     -Soldados, ¡han tratado de asesinar al señor Presidente de la República! Traidores pertenecientes al 29º. Batallón han querido matarlo. Hay que defender la persona del que es, por la elección del pueblo de la República, el Presidente de México.
La trágica realidad responde a las emocionadas palabras del capitán Federico Montes.
     Los soldados pertenecientes a la guardia, permaneces en su marcial actitud: presentando armas. No demuestran en sus rostros el menor signo de comprensión de aquellas palabras. Son maquinas que no piensan. Simplemente ejecutan las órdenes que les dan.
     Lo mismo llevan a cabo en el acto respetuoso y simbólico de rendir homenaje al Presidente de la República, presentando armas, que si se les ordena así, las dispararían sobre el.
     Cuando el Presidente trato de encaminar los pasos hacia afuera, se ve avanzar al mismo general Blanquet por uno de los corredores del patio de honor del palacio, en el que estaba el señor Madero. Viene Blanquet seguido por dos hileras de soldados que llevan el arma embrazada. Blanquet lleva en su diestra la pistola, y los oficiales que mandan la tropa también pistola en mano, listos para actuar ante la menor indicación.
     El general Blanquet, tal vez por el impacto moral de su propia ignominia, pone en sus gestos el máximo de sus energías, como tratando de vestir con marcialidad prusiana lo que solamente era la vergüenza.
     Su mirada, en la que están concentrados todos los restos de su persona, parece que quiere devorar al Presidente y a las personas que lo rodean. Materialmente echa lumbre por los ojos, que pos su movilidad y brillo, dejan entrever lo que es aquel individuo… un traidor.
     Don Francisco I. Madero se detiene y con el los que forman el grupo de sus amigos. Mira con aprensión, pero con serenidad también, como se acerca el general Blanquet, quien nerviosamente levanta la mano armada hasta la altura del pecho del Presidente de la República, mientras dice casi gritando:
     -¡Ríndase señor Presidente!
     -¡es usted un traidor general Blanquet! –responde enérgicamente Don Francisco I. Madero.
     -¡es usted mi prisionero! –reitera Blanquet, mientras con la mano hace un ademan a la gente que esta tras de el.
     Un grupo de oficiales y soldados del 29º. Batallón se apoderan violentamente de la persona del señor Madero y lo conducen a la guardia.
     Junto con el señor Presidente fueron reducidos a prisioneros los señores: Licenciado José María Pino Suárez, licenciado Vázquez Tagle, licenciado Rafael L. Hernández, don Ernesto Madero y el general García Peña, todos miembros del gabinete presidencial de Madero.
     En la sala de guardia de la puerta principal del palacio quedaron los detenidos, sujetos a estrecha vigilancia de guardias que les fueron destacados con instrucciones terminantes.
     Cuando todo aquel bochornoso episodio hubo terminado y el señor Madero estuvo seguro en su lugar de reclusión, el general Blanquet, cumpliendo las instrucciones que le diera su superior en jerarquía y en villanía, fue a comunicarse por teléfono con el para darle el parte de novedades. Esa fue la comunicación telefónica que recibió el general Huerta cuando estaba “consintiendo” en el restaurante Gambrinus, a don Gustavo Madero.
     En un extremo de la línea esta el general Victoriano Huerta y dice la formula consabida:
     -¡bueno!
     -Mi general, ya esta todo listo y terminado –habla en el otro extremo el general Blanquet, todavía presa de su ominoso estado de animo.
     -¿ya?… ¿salió todo bien?...
     -bueno, el resultado final si; puede decirse que si -tartajea el general Blanquet-. Me mataron al teniente coronel Riveroll y al mayor Izquierdo.
     -¡como! –exclama Huerta asombrado-. ¿Se defendieron?
     -Si señor- asegura Blanquet-. Los ayudantes de Madero dispararon y dieron muerte a esos dos magníficos jefes. Estoy sumamente indignado. Un pariente de madero murió en la refriega. Yo personalmente tuve que efectuar la aprehensión de Madero y de algunos de sus ministros. Los tengo en la prevención, a sus órdenes, mi general.
     -Perfectamente, general Blanquet. Lo felicito –dijo Huerta con el tono impersonal de voz que usaba cuando solamente el sabia cual era su verdadero estado de animo-
     Esta es la nuestra- ya es usted general de división- ¡viva la República!
     -Muchas gracias mi general –contesta jubilosamente el recién premiado-. ¿Viene usted para acá luego?
     -No tardo mucho –informa Huerta y luego agrega con trágica ironía -: nada mas despido a mi “huésped”. Mándeme bien escoltado a Bassó.
     Huerta deja el auricular del teléfono parsimoniosamente y, sin poder evitarlo, una sonrisa de chacal asoma a sus facciones, mientras vuelve al solo en el que ha estado comiendo con don Gustavo Madero, a quien al llegar de regreso, dice:
     -Don Gustavo, quiero regalarle una nueva pistola que es, seguramente, mucho mejor que la que usted usa.
     -Muchas gracias, general; pero advierto que la mía no es nada mala –responde don Gustavo Madero.
     -a ver –dice Huerta, mientras extiende la mano demandando la pistola de don Gustavo.
     Este desenfunda su pistola y se la entrega, comedidamente, al general Huerta diciéndole:
     -Mire usted.
     El general Huerta hace como que examina la pistola, la vuelve de un lado y del otro y luego, amartillándola, la empuña con la mano diestra y la apunta al pecho de don Gustavo, a quien dice violentamente.
     -¡Es usted mi prisionero!
     Al mismo tiempo, por distintos lados han aparecido unos soldados que apuntan directamente con sus rifles a Gustavo Madero y al general Delgado, a quien también, uno de los acompañantes de Huerta, a desarmado.
     Don Gustavo Madero exclama, en el colmo de la sorpresa:
     -Pero, ¿Qué es esto?
     -Lo que oye –dice Huera, ya sin tratar de disfrazar su natural gesto grosero.- lo de ustedes se acabo- el que manda ahora soy yo -.se vuelve a uno de los jefes que están ahí y le dice-: teniente coronel, hágase cargo de este señor y condúzcalo a la ciudadela, y ahí entrégueselo al general Félix Díaz. Y usted, general Delgado, queda aquí detenido –diríjase ahora a otro de los oficiales ahí presentes-: usted, valla y aprehenda al general Ángeles y condúzcalo a palacio para que lo entreguen ahí al general Blanquet.
     Todas las fuerzas federales habían suspendido el fuego sobre la ciudadela, excepto las que estaban bajo el mando directo del general Ángeles. La ciudadela solamente contestaba a los disparos de este ultimo; cuando llego el oficial enviado por Huerta, se le comunico la orden de suspender el fuego, pero el pundonoroso militar no la obedeció y se mantuvo en su actitud, haciendo fuego sobre la ciudadela, por espacio de dos horas, hasta que, sometido a prisión, quedo detenido junto a Madero, en el palacio nacional.
Ha anochecido ya sobre la ciudad. Las sombras de la noche van cerrando su mano, djerase de luto, por los acontecimientos que han tenido lugar acá, abajo.
     En un lugar indeterminado, un corneta toca: “cesar el fuego”. En distintos rumbos y con extrañas resonancias de renunciación, aquel toque tiene la respuesta de otros cornetas que lo repiten, como ecos de aquella señal que marcaba el punto final de la actuación del régimen que por la libre, franca e innegable voluntad del pueblo de México, encabezaba y encarnaba, en su carácter de Presidente de la República, el señor don Francisco I. Madero.
     Para festejar el triunfo de la traición, los huertistas hicieron que las campanas de todos los templos de la ciudad repicaran a fiesta. Alardeando de su éxito. La banda de guerra del “glorioso 29º. Batallón” recorrió los alrededores de la plaza de armas, tocando dianas.
Las turbas de insensatos que lo mismo siguen a una idea que a un crimen, azuzados por los triunfadores, fueron a repetir sus crímenes, ahora prendiendo fuego a el periódico “la nueva era” de filiación francamente maderista, lo mismo que habían destruido y quemado para protestar por el cuartelazo, el día 9, los periódicos oposicionistas al régimen: “el país” y “la tribuna”.
     La dignidad nacional, esa noche, ocultaba su rostro tratando de no ver la ignominia que se encallaba, llevando en hombros a los triunfadores.

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