sábado, 24 de mayo de 2014

decena tragica (parte nueve y ultima)

Acto 17

                               Esa misma tarde del 18 de febrero de 1913, poco después de que el general Victoriano Huerta consumo sus planes sometiendo a prisión al Presidente y al Vicepresidente de la República, así como a la mayoría de sus colaboradores, pero de manera personal y por determinación contra ellos, a los señores don Gustavo Madero y Bassó, a lo que hizo conducir a la ciudadela a disposición del general Félix Díaz; el general Huerta estuvo conferenciando largamente con el embajador de los Estados Unidos, Mr. Lane Wilson, a quien había estado visitando con extraña frecuencia en los días inmediatamente anteriores y en medio del desarrollo de los acontecimientos que después habían de ser conocidos como la Decena Trágica, manteniéndolo informado del paso que se pensaba dar. Se citaron por esa misma noche, a las diez, en la propia casa del embajador, cita a la que debería concurrir también el general Félix Díaz, corruptor del ejercito e infidente traidor, en consorcio perfectamente explicable y muy digno de ellos. Bajo la egida del oficioso señor Wilson, quien extrañamente estuvo controlando los hilos de aquella trama sangrienta, Victoriano Huerta y el traidor Félix Díaz  firmaron un tratado de ignominia y vergüenza, esa misma noche, como estaba previsto, pacto que luego fue conocido como “pacto de ciudadela”, pero que, en estricta justicia, debería ser llamado “pacto de la embajada”.
     En presencia del amistoso embajador Wilson, los dos traidores se estrecharon  en fuerte abrazo y recibieron las felicitaciones por el propio Lane Wilson y de algunos senadores y militares que concurrieron a aquel extraño acto, quienes lo vitorearon ardientemente, rociando después aquello con frecuentes brandis de champaña, brindis que se hacían por los “salvadores de la patria”, por el “glorioso ejercito”,  y por la “republica” … pero, ya resultaba desmesurado para el criterio de la gente honrada y respetuosa de las instituciones patrias, mas no así para quienes lo habían propiciado y ejecutado.
     La traición estaba consumada y sus efectos empezaban a mostrarse en los diversos actos que luego vinieron, como para colmar de escarnio y vergüenza los anales de la historia.
     A la traición, siguieron los crímenes aún más cobardes y perfectamente explicables, si se considera por quienes fueron ejecutados y quienes fueron sus mentores.
     La sangre de millares de inocentes victimas que actuaron en la trágica farsa de los diez días de combate, no era manjar suficiente para satisfacer los apetitos inenarrables de aquellos sátrapas; no estaba todavía satisfecha su ferocidad y, por ello, se dieron a preparar, con lujo de refinamiento, los crímenes más oscuros de nuestra patria.
     La primera de aquellas víctimas, escogidas para epilogar la “masacre” efectuada durante diez días, en las calles de la capital, fue Gustavo A. Madero, a quien tanto calumniaron y befaron en vida, atribuyéndole toda suerte de actos que solamente en las mentes tortuosas de sus calumniadores existieron, pues si cometió algún delito, fue el dedicar sus actividades a la restauración del patria.
     Un alumno de la Escuela Militar de Aspirantes, narro la sangrienta escena de que fuera testigo ocular. Conto que ya entrada la noche, se detuvieron ante la puerta de la ciudadela dos automóviles que llegaron conduciendo a Gustavo A. Madero y al intendente Bassó, fuertemente custodiados por numerosos oficiales. Se les hizo descender de los autos, y ya sin ninguna sombra de decencia, se les introdujo a la fatídica fortaleza, a través de un oscuro pasillo que mas alumbrada una lámpara de petróleo, pues desde el principio de los combates, la ciudad había quedado a oscuras.
     En medio de palabras injuriosas, empellones y tratos peores que si se tratara de criminales odiosos, se les llevo hasta la oficinal en que despachaban los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón.
     Ahí estaban los dos militares traidores, acompañados de sus inseparables, el licenciado Rodolfo Reyes, Cecilio Ocón y varios de otros elementos civiles y algunos militares.
     Todos comentaban regocijadamente los acontecimientos de ese día. La aprehensión del Presidente, la de don Gustavo y, naturalmente, la actitud de “insubordinación” que había asumido el general Ángeles al negarse a suspender el fuego sobre la ciudadela.
     -La labor ha sido larga y bien dura, pero al fin todo se acabó satisfactoriamente –decía el general Mondragón.
     -Si, efectivamente –apoyaba el general Félix Díaz-. Hemos terminado; el triunfo es nuestro.
     Uno de los civiles que esta en el corrillo, anuncia sorprendido:
     -¡ahí traen a “ojo parado y a Bassó!
     -¿Qué vamos a hacer con ellos? –pregunta otro, ansiosamente.
     Se oye como se acercan los dos detenidos, percibiéndose claramente los ruidos característicos de esa clase de marchas: golpes, injurias lanzadas por grupos de individuos que quieren todos están en un mismo lugar, cerca de los presos, para ser ellos los que golpeen mas. El teniente coronel Corral, que encabeza a los que conducen a los presos, se adelanta y cuadrándose militarmente ante el general Félix Díaz, le informa:
     -Mi general Huerta envía a usted a estos dos señores.
     Alguien empuja villanamente a los detenidos para que se acerquen al general Félix Díaz, quien contesta al teniente coronel Corral:
     -perfectamente, teniente coronel. Diga usted al señor general Huerta que lo saludo.
     Rápidamente se levanta el general Mondragón y, adelantándose, dice:
     -Yo me hago cargo de los prisioneros.
     Los civiles, que han llegado en gran cantidad tanto con los presos como al saber la noticia de que ya están en la ciudadela aquellos dos detenidos, gritan desaforadamente:
     -¡que muera ojo parado!
     Otros exclaman como demandando una acción pronta y rápida:
     -¡hay que matar a ojo parado! ¡Que muera Bassó!
     El general Mondragón, señalando a don Gustavo Madero, ordena.
     -Lléveselo ahí afuera y que ese otro (Bassó) espere aquí.
     Don Gustavo es conducido casi a rastras fuera de aquella oficina sombría y mal alumbrada. El terror estaba marcado en su rostro.
     El mismo cielo de aquella noche era menos oscuro que el pasillo por el que sacan a don Gustavo hacia la plaza, frente a la ciudadela. La estatua del libertador don José María Morelos se recortaba airosa sobre el fondo descolorido de aquel cielo nocturno.
     Por la puerta principal sale el grupo de felixistas que, delirantes de odio y sed de sangre, llevan a empujones y a golpes a Gustavo Madero, obligándolo a llegar hasta el pedestal de la estatua de Morelos.
     Un oficial, con una linterna de mano, ilumina el rostro despavorido de don Gustavo, en que el ojo artificial, inmóvil y quieto, hace extraño contraste con la expresión de horror que exhibe el otro, el bueno.
     Otro oficial, con un marrazo, clava el ojo sano de don Gustavo, que al ser tan brutalmente herido, lanza un alarido de intenso dolor.
     La gente, o los que están ahí reunidos ejecutando aquella incalificable iniquidad, lanzan al aire enardecidos gritos de entusiasmo, en sádico placer ante el dolor de aquel sujeto indefenso.
     Del rostro ensangrentado de aquel hombre, enloquecido por el dolor, caen a raudales sangre y lágrimas, mientras que sus manos, laceradas y doloridas, buscan en la noche de sus ojos su cara para tratar de cubrirla, y balbuceante, en ese supremo recordar que solemos tener los hombres, piensa en su madre y tránsito de dolor la llama.
     La canalla anónima en la que lo mismo van oficiales del felixismo, politicastros, que simples curiosos, enardecida por el espectáculo, zarandea al señor Madero mientras le grita:
     -¡Chillón, ojo parado, cobarde!
     Don Gustavo, materialmente enloquecido por el dolor y la desesperación de no poder ver ni defenderse, trata, trastabillante, de huir sin saber como ni por donde. La turba lo persigue y acoquina con toda suerte de brutalidades, pateándolo, golpeándolo y disparando sus armas sobre del.
     Cae hecho jirones el cuerpo de don Gustavo Madero y aun así, sigue siendo acribillado a tiros por sus asesinos.
     Uno de sus atacantes, llega hasta el y le da varios golpes con un marro.
          El cadáver de aquel hombre, victima del ambiente formado por los criminales y traidores engreídos con su éxito transitorio, fue llevado dentro del cuartel de guardia y enterrado bajo un montón de estiércol.
     Horas mas tarde, por la misma puerta de la ciudadela, sacan al intendente Bassó, custodiado por un piquete de soldados; marcha sereno y, cuando es colocado bajo la estatua de Morelos, eleva la vista y clava la mirada en la estrella polar y susurra:
     -permítame un solo momento para ver por ultima vez en mi vida a la Estrella Polar, que tantas veces me sirvió en mi vida de marino.
     Arriba, el cielo estrellado, frio, luce la brillante Estrella Polar.
     Bassó baja la mirada plácidamente, como ignorando su cercano fin. Respira profundo y poniéndose firme, dice con voz serena y calmada.
     -Estoy listo.
     Los custodios de Bassó, en forma desordenada, accionan los cerrojos de sus rifles, apuntan como quieren y disparan.
     Bassó cae muerto al instante.
     Ese mismo día, el que fuera jefe político de Tacubaya don Manuel M. Oviedo, condenado por el delito de haber obedecido órdenes del gobierno del Distrito, en que se le daban instrucciones para que cateara la casa de Manuel Mondragón, también fue asesinado en la ciudadela.
     En diversas comisarias de la ciudad, se formaron pelotones de ejecución para dar muerte a infinidad de personas a las que bastaba para que se les pasara por armas, el simple hecho de que alguien asegurara que eran maderistas reconocidos, amigos ignorados del régimen, así como a numerosos jefes de rurales que eran, naturalmente aliados del señor Madero.
     Aquella ola de muerte duro hasta las primeras horas de la madrugada, sembrando muerte y terror por toda la ciudad.
     Aquella fue la ocasión que todos los cobardes saben apr0ovechar para cobrarse lo que ellos estiman “una cuenta” contra todos los que nunca pudieron hacer nada, por que su misma cobardía los colocaba en inferioridad.
     Aquella misma tarde del día 18, fueron puestos en libertad bajo palabra de que no intentarían dejar la ciudad, los ministros de relaciones, justicia, gobernación, hacienda y guerra: licenciados: Pedro Lascuráin, Manuel Vázquez Tagle, Rafael L. Hernández, don Ernesto Madero y general Ángel García Peña, respectivamente.
     El Presidente y Vicepresidente, continuaron en cautiverio en las dependencias de la intendencia del palacio, mismo lugar al que fue llevado también prisionero, acusado de “insubordinación en campaña”, el general Felipe Ángeles.
     Los familiares del Presidente y de otros de los que fueron victimas de aquella trágica jornada del 18 de febrero de 1913, lograron ser amparados en diversas legaciones extranjeras, significándose por su actitud amistosa hacia el Presidente y sus familiares, el ministro de la Republica de Cuba, el señor Manuel Márquez Sterling.
     El mismo Presidente Taft, mandatario de los Estados Unidos del Norte, pidió garantías para la vida de los prisioneros.
     Se acercaba el epilogo de la implacable, fatal.

Acto 18

                En las primeras horas de la noche de aquel sangriento y agitado 18 de febrero de 1913, y mientras se preparaba todo lo necesario para dar cima a la tarea de derruir cuanto existía y que significaba nexo alguno del régimen maderista con la nueva situación, pasando por la mentira internacional y llegando hasta el crimen, se organizó una verdadera ofensiva contra don Francisco I. Madero y el licenciado José María Pino Suárez, tendiente a lograr de ellos sus renuncias a los cargos que la elección popular mexicana les había conferido.
     Fueron diversas las instancia que se desarrollaron para obligarlos a renunciar “por la buena”. Los medios empleados para que aceptaran aquella “decisión” variaron, abarcando una amplia escala que corría desde el halago melifluo y cínicamente hipócrita de pseudo amigos, ahora aliados del traidor triunfante, hasta la amenaza descarada y brutal de no solamente llegar contra ellos en su personal supresión, sino ejercer represalias y presión hasta límites de escándalo contra y sobre sus familiares.
     Ni uno ni otro extremo fueron argumentos suficientes para llevar a la conciencia del Presidente de la República Mexicana, ni a la del Vicepresidente, licenciado José María Pino Suárez, el convencimiento de que pudieran asirse para firmar las renuncias que se les pedían.
     Don Francisco sabía que él era el único Primer Magistrado legitimo del país; que para arrebatarle si investidura habría que recurrir a uno de los medios: o más bien presionando sobre las cámaras legislativas simulando un proceso legal que no podían sustentar porque nadie mejor que ellos sabían que no tenían base alguna para hacerlo, o por el otro extremo, recurriendo a lo que parecía que trataban de llegar a suprimir simple y sencillamente su persona, valiéndose de alguna mano mercenaria y cubriendo el hecho con cualquier explicación, en forma tal, que quedara el camino expedito a las cámaras, lógicamente bajo terrible presión de los vencedores, para poder en la Presidencia a quien se les diera la gana.
     Sabiendo su peligrosa situación y conociendo que había noventa y nueve por ciento de probabilidades de que con su negativa estuviera firmando su sentencia de muerte, el Presidente se negó una y otra vez a cuantas instancias se hicieron para que firmara su renuncia, dejando el paso legal expedito para los traidores.
     La actividad de Victoriano Huerta y sus corifeos no se circunscribía a la sola tarea de tratare de desmantelar la voluntad del Presidente Madero; también ocupaba buen tiempo y no poco empeño en llevar a la convicción de los diversos diplomáticos y las numerosas personas y organismos nacionales que constantemente estaban haciendo gestiones en pro de los detenidos para que se les dejara en libertad, en unos casos, en otros, para que se les respetara la vida.
     Materialmente le tenían cerrado el camino a Victoriano Huerta para poder llevar a cabo sus aviesos designios. No le quedo mas que un sendero a recorrer, y por el se encamino sin titubear: la mentira, más o menos sutil y descarada, según se le opusiera la verdad, actividad en la que Huerta era quizás mas competente que en el ejercicio de armas.
     Mintió con toda la serenidad de que es capaz un sujeto. A quienes fuero a rogarle para que respetara las vidas del presidente y vicepresidente, les dijo que nada sucedería; que se les dejaría salir del país hacia Europa, y hasta se llegaron a concretar arreglos diplomáticos, naturalmente, con el embajador de Cuba, para que embarcaran en un cañonero cubano que aguardaba surto en la bahía de Veracruz. Lo único que se les pedía a los presos para que quedaran en pronta libertad y pudieran emprender el viaje al extranjero, eran que firmaran sus renuncias, eso nada más.
     Pero ante la firme decisión de los presos, de mantenerse en el terreno de la legalidad y el honor, negándose a firmar aquellos documentos que hubieran sido un baldón para la historia y para su nombre, Huerta, avieso y listo, maniobro de tal forma que los actos que pensaba ejecutar de todos modos, aun antes de conocer la negativa de Madero y Pino Suárez, y aunque firmaran renuncias, no resultarían algo que gravitara sola y exclusivamente sobre el, sino que hubiera otros que se sintieran vinculados a la responsabilidad de un paso tan serio.
     Fraguo una estratagema que experimentaba entre el crimen y la deshonra.
     Valiéndose de la presión que podía ejercer por medio de las armas y conociendo la cobardía humana, presiono sobre determinados individuos para simular que las renuncias habían sido firmadas, presentando luego estas ante la Cámara, para hacer el simulacro de legalidad de la designación de un Presidente Provisional.
     Así se hizo la noche del 19 de febrero de 1913. Reunida la cámara de diputados en sesión extraordinaria, recibió de manos de Victoriano Huerta las “renuncias” que de sus respectivos cargos de Presidente y Vicepresidente de la República hacían don Francisco I. Madero y el licenciado José María Pino Suárez.
     Puestas las cosas así, por ministerio de ley, resultaba Presidente de la República, el ministro de Relaciones Exteriores, que lo era el licenciado Pedro Lascuráin, a quien se llevo “convenientemente acompañado”, para que rindiera la protesta del cargo que se le venia encima. Una vez que hubo protestado y, por lo mismo, asumido la Presidencia de la República, en términos de la mayor legalidad posible, dadas las circunstancias, se le llevo, estrechamente vigilado por oficiales del ejército, hombres de absoluta confianza de Victoriano Huerta, ministro de gobernación, y a continuación hizo formal renuncia de su cargo.
     Así, cuarenta y cinco minutos mas tarde, en medio de un profundo y sepulcral silencio, cerca de las once de la noche del día 19 de febrero de 1913, fue declarado presidente interino de la República, el general Victoriano Huerta.
     Una vez mas el pretorianismo escalaba, por asalto, el poder publico, infamia tras infamia, tinto en la sangre de miles de inocentes, procurando dar ciertos visos de legalidad a un gobierno emanado del cuartelazo, de la traición y el crimen.
     El gabinete de Huerta quedo así:
     Relaciones: Lic. Francisco León de la Barra.
Justicia: Lic. Rodolfo Reyes.
Gobernación: Lic. Alberto García Granados.
Fomento: ing. Alberto Robles Gil.
Comunicaciones: ing. David de la Fuente.
Instrucción pública: Lic. Toribio Esquivel Obregón.
Guerra: Gral. Manuel Mondragón.
Esos fueron os individuos que se avinieron a servir de corifeos en la trágica representación de un gobierno que no tenia mas cabeza que la de Victoriano Huerta, ni mas campo ni base de sustentación que la carne destrozada de cientos y cientos de cadáveres de hombres y mujeres, inclusive niños sacrificados en aras de una simulada batalla por la legalidad. Que no tenía más plan ni otra finalidad que propiciar el clima necesario para consumar el más vergonzoso crimen político que registró la Historia de México.
Mientras toda esa maraña de cobardías y bajezas era actuada por sujetos a los que el traje y el titulo solamente les serbia para cubrir una absoluta ausencia de dignidad y honor, en las dependencias del palacio nacional, habilitadas de cárcel, estaban don Francisco I. Madero, el licenciado José Mara Pino Suarez y el general Felipe Ángeles.
Se les había proporcionado unos catres de lona, de campaña, y concediéndoles una verdadera granjería, dad la forma y trato en que se les había encerrado, se habían permitido darles algunas mantas de cama.
En cada puerta o hueco posible, permanecían, día y noche, centinelas de vista con las armas listas para hacer uso de ellas a la menos sombre de intento de fuga o rebelión contra los nuevos amor. Cada palabra que pronunciaban era escuchada por docenas de pares de oreas de esbirros.
Que las anotaban y comunicaban a sus superiores rápidamente.
Los pocos y esparcidos contactos que tenían con personas fuera, de la calle, que podían llegar hasta ellos, eran previamente observados, hurgados hasta el fondo y vigilados estrechamente para que no llevaran ni más ni menos que lo que era permitido que le legara en cualquier forma. Hasta en la conversación, a los presos.
Así, precariamente, le fue comunicado, quien sabe por quién, a don Francisco I. Madero, la noticia de la trágica muerte de su hermano don Gustavo, dándole una idea de como se le había dado muerte y del trato previo para llegar a ese final que había recibido.
Don Francisco I. Madero era un hombre de natural comedido y sentimientos eminentemente humanitarios. Tal vez en ese aspecto radicaba su mayor fuerza moral.  Y si tal era su conformación espiritual, es sencillo deducir cuál sería su manera de sentir cuál sería su dolor al enterarse de la suerte que había corrido su hermano Gustavo.
La pena lo anonado simplemente. No comento gran cosa de lo sucedido, pero permaneció durante horas cavilando y sufriendo en silencio aquel nuevo dolor que se le disparaba.
Sus compañeros de cautiverio, en vano trataron de hacer que su mente se apartara de la idea penosa de su hermano martirizado, vejado y despedazado por una chusma que no tenía por qué tratarlo así, ni por que enseñarse contra el en forma tan cruel y despiadada.
Se paseaba Don Francisco I. Madero en el precario espacio del que podía disponer en su habitación-celda o permanecía sentado con la barba apoyada sobre el pecho y la mirada perdida.
Esa noche, cuando ya se disponían los tres reos a echarse sobre sus respectivos catres de campaña para tratar de descansar, el señor Madero cambio con sus compañeros y amigos unas breves palabras referentes a la suerte de su hermano. No había en su expresión ni en su palabra, asomo de ira o rencor contra los que tomaron parte en el sacrificio de su hermano. Había dolor, solo dolos, un dolor muy grande y sereno, por la tragedia, por el sufrimiento que pudieron infringirle antes de que llegara, piadosa, la muerte, poniendo fin a su martirio.
Sus amigos compañeros, conociendo su carácter y viendo su pena, no quisieron insistir en tratar de alejarlo de sus pensamientos y apenas si hicieron los comentarios que su simpatía por su amigo, jefe y compañero de cautiverio, les inspiraba:
-¡que infamia! –musito el licenciado Pino Suárez.
-¡eso no tiene nombre, Don Francisco! –comento el general Ángeles.
Ya en silencio la habitación, con las luces apagadas y estando aquellos tres hombres tendidos en sus catres, don Francisco seguía teniendo en su mente la figura de su hermano, a quien sabia atormentado y vilipendiado, martirizado y destrozado y… muy a su pesar, rodaron por sus mejillas, las amargas lágrimas del dolor, mientras de sus labios, muy despacio, casi en silencio decía:
-¡pobre Gustavo!

Acto 19, final


     La mañana del 21 de febrero de 1913, fecha que hoy marca el calendario marca como “día de luto”, el flamante presidente de la República Victoriano Huerta, hace acudir a sus cómplices habilitados de ministros, al palacio nacional, para cambiar impresiones con ellos y, sobre todo, resolver de una buena vez por todas, que era lo que se tenía que hacer con los prisioneros.
     Huerta sabía que era lo que iba a hacer con los prisioneros desde antes que estos estuvieran en su poder. Había sido largamente pensado por él y rumiado prolongadamente.
     Al reunir a su gabinete no era sino una forma de dar la impresión publica que se estaba obrando con legalidad y de acuerdo con las formas más severas.
     Victoriano Huerta había acentuado en mucho su ya antigua y muy conocida afición a la bebida. Estaba, pues, esa mañana un poco beodo y no trataba de disimularlo. Hablaba con lengua estropajosa, y su mirada, hipócritamente disimulada por sus eternos lentes oscuros, ahora era menos clara que nunca.
     Sin que hubiera necesidad de recordarle a toda aquella comparsa con carteras de ministro, cuál era el origen de la situación actual y como se había llegado a ella, Huerta, con esa inclinación a lo insistente y monótono, que es característica del alcohólico, les restregó en la cara con lujo de detalles, como era que él había llegado a la Presidencia y como, por consecuencia lógica, ellos estaban ocupando los puestos que ahora tenían. Les describió la cabriola que había obligado a ejecutar a Lascuráin y a la Cámara de Diputados para hacer que, a través de una serie de renuncias y designaciones, la Presidencia viniera a quedar en sus manos.
     Desde Félix, que también asistió a esa reunión, para abajo, todos se extremaron en sus elogios serviles hacia su habilidad política y buen tino. Apenas y uno de sus ministros, a través de los más enrevesados razonamientos y mediante una oratoria de pirotécnica verbal, se atrevió a esbozar ciertas dudas respecto a lo que debiera hacerse con las personas de Francisco I. Madero y Pino Suárez, cuando Huerta planteo lisa y llanamente la cuestión: ¿Qué se va a hacer con Madero y Suárez?
     Huerta mismo indico que lo más conveniente era darles muerte porque, dijo, si se les arroja del país no tardaran en encontrar la forma de regresar para unirse al pueblo que los había llevado a las más altas categorías políticas de la Republica y, juntos, tratarían de derrocar y castigar a quienes les sustituyeron. Vivos, decía Huerta, serian un peligro latente; muertos, ¿Quién pensaría en Madero? ¿Quién iba a ocuparse de Pino Suárez? No podrían, ya muertos, convertirse en banderas de combate, y por lo que respecta al pueblo “las masas ignorantes y carentes de responsabilidad” aceptarían la situación creada por ellos, de grado o por fuerza.
     Ignoraban aquellos sujetos que Francisco I. Madero se elevaba miles y miles de codos por arriba del cuerpo físico, que sus ideales estaban ya grabados en la conciencia de los hombres honrados, que estaban perennemente identificados ya con la conciencia nacional y que su memoria perduraría como una guía de la legalidad y del deber.
     Huerta logro lo que quería, que sus ministros aprobaran que matar a Madero y a Suárez era lo más indicado; naturalmente que tales acuerdos se guardó absoluta reserva y solamente se dijo a los diplomáticos extranjeros que estaban inquiriendo constantemente sobre la muerte de los prisioneros, que estos guardarían la más absoluta seguridad respecto de sus vidas.
     Pero apenas había salido el boletín que llevaba a los diplomáticos la enésima mentira de aquel grupo, cuando Victoriano Huerta, temeroso de que alguien o algo le echaran por tierra su tinglado, apremio a sus cómplices de la siguiente forma:
     -Señores: creo que ya hemos llegado, por fin a un acuerdo del que solamente resta ahora ponerlo en práctica. Ahora le corresponde al general Blanquet hacer lo necesario para que lo dispuesto se haga efectivo.
     El general Blanquet, sin titubear un solo instante, se levantó y pidió permiso para salir un minuto a la antesala, regreso inmediatamente y con él, el mayor Francisco Cárdenas y el teniente Rafael Pimienta. El general Blanquet dirigiéndose a los ahí reunidos, manifiesta en tono vehemente y apasionado:
     -El mayor Francisco Cárdenas, de mi absoluta confianza, y su ayudante, el teniente Rafael Pimienta, serán los encargados de cumplir la trascendental decisión que aquí se ha tomado. –Luego, dirigiéndose al mayor Cárdenas-: mayor, tiene usted que cumplir con una misión muy importante, ahora mismo. Vaya usted a sacar a los presos Madero y Suárez de la intendencia de palacio, en donde están detenidos y los conducirá usted a la penitenciaria pero, óigalo bien .dijo remarcando cada letra de cada una delas siguiente palabras -: no deben llegar vivos allí. Una vez muertos los dos, usted simulara que ha sido atacado por numerosos partidarios de esos señores y que ellos perecieron en la refriega. ¿Me entiende? ¡Que ellos perecieron en la refriega! En esa forma rendirá usted el parte mañana por la mañana.
     -Entendido perfectamente, mi general, secumpliran sus órdenes –Contesto secamente el mayor Cárdenas.
     -dos automoviles estan a su disposición para que usted conduzca a los presos, con algunos individuos de tropa para que lo ayuden –informo Blanquet.
     -se ara como usted lo ordena. ¿Algo más que ordenar? –dice Cárdenas, impasible.
     -¡nada más! –Blanquet responde con sequedad-. Vaya usted a cumplir lo que se le ha ordenado.
     -Con permiso de usted –Cárdenas ejecuta el saludo, luego vuelto hacia Huerta, le saluda mientras dice-: con permiso de usted, señor Presidente.
     Con paso firme, salen por donde llegaron, el mayor Cárdenas y el teniente Pimienta.
     Esa noche, a las once y media aproximadamente, llegan hasta la intendencia del palacio, en donde están presos los señores Madero, Pino Suárez y el general Ángeles. El teniente federal que estaba de servicio, enterado con antelación de lo que debía hacer, entrega a los presos. Penetran a la habitación en que duermen los detenidos, y el teniente los a señalando con una lámpara de mano:
-Este es el señor Madero; este Suárez y este otro, el general Ángeles.
     Luego los despierta con ademanes bruscos.
     -¿Qué pasa?... ¿qué pasa? –inquiere el señor Madero, despertando y medio cegado por la luz de la lámpara que lleva el teniente.
     -Tengo órdenes de entregar a ustedes a sus custodios.
     -informa el teniente, secamente.
     -¿A dónde me van a llevar? –Pregunta el señor Madero, mientras acaba de despertar y echa mano de sus ropas.
     -Ustedes dos- dice Cárdenas señalando con la mano a Madero y Pino Suárez- van con migo a la penitenciaria.
     Allí van a ser alojados.
     -¿también yo?- inquiere el general Ángeles.
     -no tengo ninguna orden respecto a usted. Solamente me han ordenado conducir a estos dos señores. Usted continuara aquí.
     Los señores Madero y Pino Suárez se visten con premura y en silencio. Cuando han terminado, tratan de recoger sus ropas de cama, pero el mayor Cárdenas les die, impersonalmente, sin dar importancia a sus palabras.
          -no hace falta que se molesten en llevar nada. Después les llevaran a ustedes todo eso a sus nuevos alojamientos.
     -Adiós, general Ángeles –dice Francisco I. Madero, abrazando con firmeza al general-. Recordare siempre la nobles y valiente lealtad de usted.
     -Señor Madero…-trata de contestar el general.
     -General –se despide el licenciado Suárez-. ¡Quién sabe hasta cuándo!
     -¡Lo que Dios quiera señor! –Responde Ángeles de forma seria.
     Por la puerta central del palacio salen a la calle, en medio de la noche oscura y fría, dos automóviles que toman rumbo a la penitenciaria. En uno de ellos van el señor Madero y el mayor Cárdenas en el asiento trasero, en el delantero van el chofer y dos rurales armados; en el estriba va un oficial.
     En el otro auto van, en el asiento posterior, el licenciado Pino Suárez y el teniente Rafael Pimienta; en el asiento delantero, el chofer y dos rurales armados.
     Nadie pronuncia una palabra mientras los carros van avanzando. Llegan al costado del edificio de la penitenciaria, en los llanos de San Lázaro. Ahí se detienen los automóviles y de ellos bajan los rurales, portando sus armas.
     El teniente Rafael Pimienta dice, imperativamente, al licenciado Pino Suárez:
     -Ya hemos llegado, bájese.
     -¡Pero, si no estamos frente a la puerta de la penitenciaria! ¿Por qué?... no pudo terminar la frase que empezaba, por que recibe un fuerte golpe de Pimienta, tirándolo al suelo y ahí, antes de que se dé cuenta de lo que sucede, le dispara una bala que le destroza la masa encefálica.
     El automóvil que lleva a Madero, también hace alto, y al parar, el mayor Cárdenas dice al señor Madero.
     -¡Aquí es bájese!
     -¿Pero aquí, en el campo raso?... ¿es que me van a matar?- inquiere sobresaltado Madero.
     El mayor Cárdenas lo empuja con violencia lanzándolo fuera del automóvil, y tras la baja Cárdenas con la pistola en la mano, y sin decir una sola palabra, dispara toda la carga de su arma sobre el cuerpo del Presidente de la Republica, don Francisco I. Madero, asesinándolo instantáneamente.
     Violentamente se vuelve Cárdenas y ordena a los soldados rurales atónitos ante lo que han visto:
     -Ustedes, disparen unas cuantas balas sobre los automóviles. ¡Rápido!
     Los soldados hacen lo que se les ordena, vuelven a montar en los carros y emprenden el regreso a la ciudad, dejando tirados en aquellos llanos los cuerpos acribillados de sus víctimas.
     Quedaba consumado el crimen.

     La República, al enterarse al día siguiente de aquellos acontecimientos, a través de la versión fraguada por los esbirros en la que aparecía como que los señores Madero y Suárez habían sido asesinados por sus propios partidarios, se estremeció de horror, pero la versión no engaño a nadie. Todo el mundo supo que aquel asesinato era indispensable para consolidar el régimen del crimen y traición, y volcó los sentimientos, especialmente de la clase popular, los trabajadores, haciendo un verdadera peregrinación hasta los lugares en que cayeron los cuerpos acribillados por las palas del general Rafael Pimienta y el mayor Cárdenas.

fin

toda esta historia fue tomada del libro ¡viva Madero!escrita por Francisco L. Urquizo.

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