Acto 17
Esa misma
tarde del 18 de febrero de 1913, poco después de que el general Victoriano
Huerta consumo sus planes sometiendo a prisión al Presidente y al
Vicepresidente de la República, así como a la mayoría de sus colaboradores,
pero de manera personal y por determinación contra ellos, a los señores don
Gustavo Madero y Bassó, a lo que hizo conducir a la ciudadela a disposición del
general Félix Díaz; el general Huerta estuvo conferenciando largamente con el
embajador de los Estados Unidos, Mr. Lane Wilson, a quien había estado
visitando con extraña frecuencia en los días inmediatamente anteriores y en
medio del desarrollo de los acontecimientos que después habían de ser conocidos
como la Decena Trágica, manteniéndolo informado del paso que se pensaba dar. Se
citaron por esa misma noche, a las diez, en la propia casa del embajador, cita
a la que debería concurrir también el general Félix Díaz, corruptor del
ejercito e infidente traidor, en consorcio perfectamente explicable y muy digno
de ellos. Bajo la egida del oficioso señor Wilson, quien extrañamente estuvo
controlando los hilos de aquella trama sangrienta, Victoriano Huerta y el traidor
Félix Díaz firmaron un tratado de
ignominia y vergüenza, esa misma noche, como estaba previsto, pacto que luego
fue conocido como “pacto de ciudadela”, pero que, en estricta justicia, debería
ser llamado “pacto de la embajada”.
En
presencia del amistoso embajador Wilson, los dos traidores se estrecharon en fuerte abrazo y recibieron las
felicitaciones por el propio Lane Wilson y de algunos senadores y militares que
concurrieron a aquel extraño acto, quienes lo vitorearon ardientemente,
rociando después aquello con frecuentes brandis de champaña, brindis que se
hacían por los “salvadores de la patria”, por el “glorioso ejercito”, y por la “republica” … pero, ya resultaba
desmesurado para el criterio de la gente honrada y respetuosa de las instituciones
patrias, mas no así para quienes lo habían propiciado y ejecutado.
La
traición estaba consumada y sus efectos empezaban a mostrarse en los diversos
actos que luego vinieron, como para colmar de escarnio y vergüenza los anales
de la historia.
A
la traición, siguieron los crímenes aún más cobardes y perfectamente
explicables, si se considera por quienes fueron ejecutados y quienes fueron sus
mentores.
La
sangre de millares de inocentes victimas que actuaron en la trágica farsa de
los diez días de combate, no era manjar suficiente para satisfacer los apetitos
inenarrables de aquellos sátrapas; no estaba todavía satisfecha su ferocidad y,
por ello, se dieron a preparar, con lujo de refinamiento, los crímenes más
oscuros de nuestra patria.
La
primera de aquellas víctimas, escogidas para epilogar la “masacre” efectuada
durante diez días, en las calles de la capital, fue Gustavo A. Madero, a quien
tanto calumniaron y befaron en vida, atribuyéndole toda suerte de actos que
solamente en las mentes tortuosas de sus calumniadores existieron, pues si cometió
algún delito, fue el dedicar sus actividades a la restauración del patria.
Un
alumno de la Escuela Militar de Aspirantes, narro la sangrienta escena de que
fuera testigo ocular. Conto que ya entrada la noche, se detuvieron ante la
puerta de la ciudadela dos automóviles que llegaron conduciendo a Gustavo A.
Madero y al intendente Bassó, fuertemente custodiados por numerosos oficiales.
Se les hizo descender de los autos, y ya sin ninguna sombra de decencia, se les
introdujo a la fatídica fortaleza, a través de un oscuro pasillo que mas
alumbrada una lámpara de petróleo, pues desde el principio de los combates, la
ciudad había quedado a oscuras.
En
medio de palabras injuriosas, empellones y tratos peores que si se tratara de
criminales odiosos, se les llevo hasta la oficinal en que despachaban los
generales Félix Díaz y Manuel Mondragón.
Ahí
estaban los dos militares traidores, acompañados de sus inseparables, el
licenciado Rodolfo Reyes, Cecilio Ocón y varios de otros elementos civiles y
algunos militares.
Todos
comentaban regocijadamente los acontecimientos de ese día. La aprehensión del
Presidente, la de don Gustavo y, naturalmente, la actitud de “insubordinación”
que había asumido el general Ángeles al negarse a suspender el fuego sobre la
ciudadela.
-La
labor ha sido larga y bien dura, pero al fin todo se acabó satisfactoriamente –decía
el general Mondragón.
-Si,
efectivamente –apoyaba el general Félix Díaz-. Hemos terminado; el triunfo es
nuestro.
Uno
de los civiles que esta en el corrillo, anuncia sorprendido:
-¡ahí
traen a “ojo parado y a Bassó!
-¿Qué
vamos a hacer con ellos? –pregunta otro, ansiosamente.
Se
oye como se acercan los dos detenidos, percibiéndose claramente los ruidos característicos
de esa clase de marchas: golpes, injurias lanzadas por grupos de individuos que
quieren todos están en un mismo lugar, cerca de los presos, para ser ellos los
que golpeen mas. El teniente coronel Corral, que encabeza a los que conducen a
los presos, se adelanta y cuadrándose militarmente ante el general Félix Díaz,
le informa:
-Mi
general Huerta envía a usted a estos dos señores.
Alguien
empuja villanamente a los detenidos para que se acerquen al general Félix Díaz,
quien contesta al teniente coronel Corral:
-perfectamente,
teniente coronel. Diga usted al señor general Huerta que lo saludo.
Rápidamente
se levanta el general Mondragón y, adelantándose, dice:
-Yo
me hago cargo de los prisioneros.
Los
civiles, que han llegado en gran cantidad tanto con los presos como al saber la
noticia de que ya están en la ciudadela aquellos dos detenidos, gritan
desaforadamente:
-¡que
muera ojo parado!
Otros
exclaman como demandando una acción pronta y rápida:
-¡hay
que matar a ojo parado! ¡Que muera Bassó!
El
general Mondragón, señalando a don Gustavo Madero, ordena.
-Lléveselo
ahí afuera y que ese otro (Bassó) espere aquí.
Don
Gustavo es conducido casi a rastras fuera de aquella oficina sombría y mal
alumbrada. El terror estaba marcado en su rostro.
El
mismo cielo de aquella noche era menos oscuro que el pasillo por el que sacan a
don Gustavo hacia la plaza, frente a la ciudadela. La estatua del libertador
don José María Morelos se recortaba airosa sobre el fondo descolorido de aquel
cielo nocturno.
Por
la puerta principal sale el grupo de felixistas que, delirantes de odio y sed
de sangre, llevan a empujones y a golpes a Gustavo Madero, obligándolo a llegar
hasta el pedestal de la estatua de Morelos.
Un
oficial, con una linterna de mano, ilumina el rostro despavorido de don Gustavo,
en que el ojo artificial, inmóvil y quieto, hace extraño contraste con la
expresión de horror que exhibe el otro, el bueno.
Otro
oficial, con un marrazo, clava el ojo sano de don Gustavo, que al ser tan
brutalmente herido, lanza un alarido de intenso dolor.
La
gente, o los que están ahí reunidos ejecutando aquella incalificable iniquidad,
lanzan al aire enardecidos gritos de entusiasmo, en sádico placer ante el dolor
de aquel sujeto indefenso.
Del
rostro ensangrentado de aquel hombre, enloquecido por el dolor, caen a raudales
sangre y lágrimas, mientras que sus manos, laceradas y doloridas, buscan en la
noche de sus ojos su cara para tratar de cubrirla, y balbuceante, en ese
supremo recordar que solemos tener los hombres, piensa en su madre y tránsito
de dolor la llama.
La
canalla anónima en la que lo mismo van oficiales del felixismo, politicastros,
que simples curiosos, enardecida por el espectáculo, zarandea al señor Madero
mientras le grita:
-¡Chillón,
ojo parado, cobarde!
Don
Gustavo, materialmente enloquecido por el dolor y la desesperación de no poder
ver ni defenderse, trata, trastabillante, de huir sin saber como ni por donde.
La turba lo persigue y acoquina con toda suerte de brutalidades, pateándolo,
golpeándolo y disparando sus armas sobre del.
Cae
hecho jirones el cuerpo de don Gustavo Madero y aun así, sigue siendo
acribillado a tiros por sus asesinos.
Uno
de sus atacantes, llega hasta el y le da varios golpes con un marro.
El cadáver de aquel hombre, victima del ambiente
formado por los criminales y traidores engreídos con su éxito transitorio, fue
llevado dentro del cuartel de guardia y enterrado bajo un montón de estiércol.
Horas
mas tarde, por la misma puerta de la ciudadela, sacan al intendente Bassó,
custodiado por un piquete de soldados; marcha sereno y, cuando es colocado bajo
la estatua de Morelos, eleva la vista y clava la mirada en la estrella polar y
susurra:
-permítame
un solo momento para ver por ultima vez en mi vida a la Estrella Polar, que
tantas veces me sirvió en mi vida de marino.
Arriba,
el cielo estrellado, frio, luce la brillante Estrella Polar.
Bassó
baja la mirada plácidamente, como ignorando su cercano fin. Respira profundo y
poniéndose firme, dice con voz serena y calmada.
-Estoy
listo.
Los
custodios de Bassó, en forma desordenada, accionan los cerrojos de sus rifles,
apuntan como quieren y disparan.
Bassó
cae muerto al instante.
Ese
mismo día, el que fuera jefe político de Tacubaya don Manuel M. Oviedo, condenado
por el delito de haber obedecido órdenes del gobierno del Distrito, en que se
le daban instrucciones para que cateara la casa de Manuel Mondragón, también
fue asesinado en la ciudadela.
En
diversas comisarias de la ciudad, se formaron pelotones de ejecución para dar
muerte a infinidad de personas a las que bastaba para que se les pasara por
armas, el simple hecho de que alguien asegurara que eran maderistas
reconocidos, amigos ignorados del régimen, así como a numerosos jefes de
rurales que eran, naturalmente aliados del señor Madero.
Aquella
ola de muerte duro hasta las primeras horas de la madrugada, sembrando muerte y
terror por toda la ciudad.
Aquella
fue la ocasión que todos los cobardes saben apr0ovechar para cobrarse lo que
ellos estiman “una cuenta” contra todos los que nunca pudieron hacer nada, por
que su misma cobardía los colocaba en inferioridad.
Aquella
misma tarde del día 18, fueron puestos en libertad bajo palabra de que no
intentarían dejar la ciudad, los ministros de relaciones, justicia,
gobernación, hacienda y guerra: licenciados: Pedro Lascuráin, Manuel Vázquez
Tagle, Rafael L. Hernández, don Ernesto Madero y general Ángel García Peña,
respectivamente.
El
Presidente y Vicepresidente, continuaron en cautiverio en las dependencias de
la intendencia del palacio, mismo lugar al que fue llevado también prisionero,
acusado de “insubordinación en campaña”, el general Felipe Ángeles.
Los
familiares del Presidente y de otros de los que fueron victimas de aquella
trágica jornada del 18 de febrero de 1913, lograron ser amparados en diversas
legaciones extranjeras, significándose por su actitud amistosa hacia el
Presidente y sus familiares, el ministro de la Republica de Cuba, el señor
Manuel Márquez Sterling.
El
mismo Presidente Taft, mandatario de los Estados Unidos del Norte, pidió
garantías para la vida de los prisioneros.
Se
acercaba el epilogo de la implacable, fatal.
Acto 18
En las
primeras horas de la noche de aquel sangriento y agitado 18 de febrero de 1913,
y mientras se preparaba todo lo necesario para dar cima a la tarea de derruir
cuanto existía y que significaba nexo alguno del régimen maderista con la nueva
situación, pasando por la mentira internacional y llegando hasta el crimen, se organizó
una verdadera ofensiva contra don Francisco I. Madero y el licenciado José María
Pino Suárez, tendiente a lograr de ellos sus renuncias a los cargos que la
elección popular mexicana les había conferido.
Fueron
diversas las instancia que se desarrollaron para obligarlos a renunciar “por la
buena”. Los medios empleados para que aceptaran aquella “decisión” variaron,
abarcando una amplia escala que corría desde el halago melifluo y cínicamente
hipócrita de pseudo amigos, ahora aliados del traidor triunfante, hasta la
amenaza descarada y brutal de no solamente llegar contra ellos en su personal
supresión, sino ejercer represalias y presión hasta límites de escándalo contra
y sobre sus familiares.
Ni
uno ni otro extremo fueron argumentos suficientes para llevar a la conciencia
del Presidente de la República Mexicana, ni a la del Vicepresidente, licenciado
José María Pino Suárez, el convencimiento de que pudieran asirse para firmar
las renuncias que se les pedían.
Don
Francisco sabía que él era el único Primer Magistrado legitimo del país; que
para arrebatarle si investidura habría que recurrir a uno de los medios: o más
bien presionando sobre las cámaras legislativas simulando un proceso legal que
no podían sustentar porque nadie mejor que ellos sabían que no tenían base
alguna para hacerlo, o por el otro extremo, recurriendo a lo que parecía que
trataban de llegar a suprimir simple y sencillamente su persona, valiéndose de
alguna mano mercenaria y cubriendo el hecho con cualquier explicación, en forma
tal, que quedara el camino expedito a las cámaras, lógicamente bajo terrible
presión de los vencedores, para poder en la Presidencia a quien se les diera la
gana.
Sabiendo
su peligrosa situación y conociendo que había noventa y nueve por ciento de
probabilidades de que con su negativa estuviera firmando su sentencia de muerte,
el Presidente se negó una y otra vez a cuantas instancias se hicieron para que
firmara su renuncia, dejando el paso legal expedito para los traidores.
La
actividad de Victoriano Huerta y sus corifeos no se circunscribía a la sola
tarea de tratare de desmantelar la voluntad del Presidente Madero; también
ocupaba buen tiempo y no poco empeño en llevar a la convicción de los diversos
diplomáticos y las numerosas personas y organismos nacionales que
constantemente estaban haciendo gestiones en pro de los detenidos para que se
les dejara en libertad, en unos casos, en otros, para que se les respetara la
vida.
Materialmente
le tenían cerrado el camino a Victoriano Huerta para poder llevar a cabo sus
aviesos designios. No le quedo mas que un sendero a recorrer, y por el se
encamino sin titubear: la mentira, más o menos sutil y descarada, según se le
opusiera la verdad, actividad en la que Huerta era quizás mas competente que en
el ejercicio de armas.
Mintió
con toda la serenidad de que es capaz un sujeto. A quienes fuero a rogarle para
que respetara las vidas del presidente y vicepresidente, les dijo que nada
sucedería; que se les dejaría salir del país hacia Europa, y hasta se llegaron
a concretar arreglos diplomáticos, naturalmente, con el embajador de Cuba, para
que embarcaran en un cañonero cubano que aguardaba surto en la bahía de
Veracruz. Lo único que se les pedía a los presos para que quedaran en pronta
libertad y pudieran emprender el viaje al extranjero, eran que firmaran sus
renuncias, eso nada más.
Pero
ante la firme decisión de los presos, de mantenerse en el terreno de la
legalidad y el honor, negándose a firmar aquellos documentos que hubieran sido
un baldón para la historia y para su nombre, Huerta, avieso y listo, maniobro
de tal forma que los actos que pensaba ejecutar de todos modos, aun antes de
conocer la negativa de Madero y Pino Suárez, y aunque firmaran renuncias, no
resultarían algo que gravitara sola y exclusivamente sobre el, sino que hubiera
otros que se sintieran vinculados a la responsabilidad de un paso tan serio.
Fraguo
una estratagema que experimentaba entre el crimen y la deshonra.
Valiéndose
de la presión que podía ejercer por medio de las armas y conociendo la cobardía
humana, presiono sobre determinados individuos para simular que las renuncias
habían sido firmadas, presentando luego estas ante la Cámara, para hacer el
simulacro de legalidad de la designación de un Presidente Provisional.
Así
se hizo la noche del 19 de febrero de 1913. Reunida la cámara de diputados en
sesión extraordinaria, recibió de manos de Victoriano Huerta las “renuncias”
que de sus respectivos cargos de Presidente y Vicepresidente de la República
hacían don Francisco I. Madero y el licenciado José María Pino Suárez.
Puestas
las cosas así, por ministerio de ley, resultaba Presidente de la República, el
ministro de Relaciones Exteriores, que lo era el licenciado Pedro Lascuráin, a
quien se llevo “convenientemente acompañado”, para que rindiera la protesta del
cargo que se le venia encima. Una vez que hubo protestado y, por lo mismo,
asumido la Presidencia de la República, en términos de la mayor legalidad
posible, dadas las circunstancias, se le llevo, estrechamente vigilado por
oficiales del ejército, hombres de absoluta confianza de Victoriano Huerta, ministro
de gobernación, y a continuación hizo formal renuncia de su cargo.
Así,
cuarenta y cinco minutos mas tarde, en medio de un profundo y sepulcral
silencio, cerca de las once de la noche del día 19 de febrero de 1913, fue
declarado presidente interino de la República, el general Victoriano Huerta.
Una
vez mas el pretorianismo escalaba, por asalto, el poder publico, infamia tras
infamia, tinto en la sangre de miles de inocentes, procurando dar ciertos visos
de legalidad a un gobierno emanado del cuartelazo, de la traición y el crimen.
El
gabinete de Huerta quedo así:
Relaciones:
Lic. Francisco León de la Barra.
Justicia:
Lic. Rodolfo Reyes.
Gobernación:
Lic. Alberto García Granados.
Fomento:
ing. Alberto Robles Gil.
Comunicaciones:
ing. David de la Fuente.
Instrucción
pública: Lic. Toribio Esquivel Obregón.
Guerra:
Gral. Manuel Mondragón.
Esos fueron
os individuos que se avinieron a servir de corifeos en la trágica
representación de un gobierno que no tenia mas cabeza que la de Victoriano
Huerta, ni mas campo ni base de sustentación que la carne destrozada de cientos
y cientos de cadáveres de hombres y mujeres, inclusive niños sacrificados en
aras de una simulada batalla por la legalidad. Que no tenía más plan ni otra
finalidad que propiciar el clima necesario para consumar el más vergonzoso
crimen político que registró la Historia de México.
Mientras
toda esa maraña de cobardías y bajezas era actuada por sujetos a los que el
traje y el titulo solamente les serbia para cubrir una absoluta ausencia de dignidad
y honor, en las dependencias del palacio nacional, habilitadas de cárcel,
estaban don Francisco I. Madero, el licenciado José Mara Pino Suarez y el
general Felipe Ángeles.
Se les
había proporcionado unos catres de lona, de campaña, y concediéndoles una
verdadera granjería, dad la forma y trato en que se les había encerrado, se
habían permitido darles algunas mantas de cama.
En cada
puerta o hueco posible, permanecían, día y noche, centinelas de vista con las
armas listas para hacer uso de ellas a la menos sombre de intento de fuga o
rebelión contra los nuevos amor. Cada palabra que pronunciaban era escuchada
por docenas de pares de oreas de esbirros.
Que las
anotaban y comunicaban a sus superiores rápidamente.
Los pocos y
esparcidos contactos que tenían con personas fuera, de la calle, que podían
llegar hasta ellos, eran previamente observados, hurgados hasta el fondo y
vigilados estrechamente para que no llevaran ni más ni menos que lo que era
permitido que le legara en cualquier forma. Hasta en la conversación, a los presos.
Así,
precariamente, le fue comunicado, quien sabe por quién, a don Francisco I.
Madero, la noticia de la trágica muerte de su hermano don Gustavo, dándole una
idea de como se le había dado muerte y del trato previo para llegar a ese final
que había recibido.
Don
Francisco I. Madero era un hombre de natural comedido y sentimientos
eminentemente humanitarios. Tal vez en ese aspecto radicaba su mayor fuerza
moral. Y si tal era su conformación espiritual,
es sencillo deducir cuál sería su manera de sentir cuál sería su dolor al
enterarse de la suerte que había corrido su hermano Gustavo.
La pena lo
anonado simplemente. No comento gran cosa de lo sucedido, pero permaneció
durante horas cavilando y sufriendo en silencio aquel nuevo dolor que se le
disparaba.
Sus
compañeros de cautiverio, en vano trataron de hacer que su mente se apartara de
la idea penosa de su hermano martirizado, vejado y despedazado por una chusma
que no tenía por qué tratarlo así, ni por que enseñarse contra el en forma tan
cruel y despiadada.
Se paseaba
Don Francisco I. Madero en el precario espacio del que podía disponer en su
habitación-celda o permanecía sentado con la barba apoyada sobre el pecho y la
mirada perdida.
Esa noche,
cuando ya se disponían los tres reos a echarse sobre sus respectivos catres de
campaña para tratar de descansar, el señor Madero cambio con sus compañeros y
amigos unas breves palabras referentes a la suerte de su hermano. No había en
su expresión ni en su palabra, asomo de ira o rencor contra los que tomaron
parte en el sacrificio de su hermano. Había dolor, solo dolos, un dolor muy
grande y sereno, por la tragedia, por el sufrimiento que pudieron infringirle antes
de que llegara, piadosa, la muerte, poniendo fin a su martirio.
Sus amigos
compañeros, conociendo su carácter y viendo su pena, no quisieron insistir en
tratar de alejarlo de sus pensamientos y apenas si hicieron los comentarios que
su simpatía por su amigo, jefe y compañero de cautiverio, les inspiraba:
-¡que
infamia! –musito el licenciado Pino Suárez.
-¡eso no
tiene nombre, Don Francisco! –comento el general Ángeles.
Ya en
silencio la habitación, con las luces apagadas y estando aquellos tres hombres
tendidos en sus catres, don Francisco seguía teniendo en su mente la figura de
su hermano, a quien sabia atormentado y vilipendiado, martirizado y destrozado
y… muy a su pesar, rodaron por sus mejillas, las amargas lágrimas del dolor,
mientras de sus labios, muy despacio, casi en silencio decía:
-¡pobre
Gustavo!
Acto 19, final
La
mañana del 21 de febrero de 1913, fecha que hoy marca el calendario marca como
“día de luto”, el flamante presidente de la República Victoriano Huerta, hace
acudir a sus cómplices habilitados de ministros, al palacio nacional, para
cambiar impresiones con ellos y, sobre todo, resolver de una buena vez por
todas, que era lo que se tenía que hacer con los prisioneros.
Huerta
sabía que era lo que iba a hacer con los prisioneros desde antes que estos
estuvieran en su poder. Había sido largamente pensado por él y rumiado
prolongadamente.
Al
reunir a su gabinete no era sino una forma de dar la impresión publica que se
estaba obrando con legalidad y de acuerdo con las formas más severas.
Victoriano
Huerta había acentuado en mucho su ya antigua y muy conocida afición a la
bebida. Estaba, pues, esa mañana un poco beodo y no trataba de disimularlo.
Hablaba con lengua estropajosa, y su mirada, hipócritamente disimulada por sus
eternos lentes oscuros, ahora era menos clara que nunca.
Sin
que hubiera necesidad de recordarle a toda aquella comparsa con carteras de
ministro, cuál era el origen de la situación actual y como se había llegado a
ella, Huerta, con esa inclinación a lo insistente y monótono, que es característica
del alcohólico, les restregó en la cara con lujo de detalles, como era que él había
llegado a la Presidencia y como, por consecuencia lógica, ellos estaban
ocupando los puestos que ahora tenían. Les describió la cabriola que había obligado
a ejecutar a Lascuráin y a la Cámara de Diputados para hacer que, a través de
una serie de renuncias y designaciones, la Presidencia viniera a quedar en sus
manos.
Desde
Félix, que también asistió a esa reunión, para abajo, todos se extremaron en
sus elogios serviles hacia su habilidad política y buen tino. Apenas y uno de
sus ministros, a través de los más enrevesados razonamientos y mediante una
oratoria de pirotécnica verbal, se atrevió a esbozar ciertas dudas respecto a
lo que debiera hacerse con las personas de Francisco I. Madero y Pino Suárez, cuando
Huerta planteo lisa y llanamente la cuestión: ¿Qué se va a hacer con Madero y
Suárez?
Huerta
mismo indico que lo más conveniente era darles muerte porque, dijo, si se les
arroja del país no tardaran en encontrar la forma de regresar para unirse al
pueblo que los había llevado a las más altas categorías políticas de la
Republica y, juntos, tratarían de derrocar y castigar a quienes les
sustituyeron. Vivos, decía Huerta, serian un peligro latente; muertos, ¿Quién pensaría
en Madero? ¿Quién iba a ocuparse de Pino Suárez? No podrían, ya muertos,
convertirse en banderas de combate, y por lo que respecta al pueblo “las masas
ignorantes y carentes de responsabilidad” aceptarían la situación creada por
ellos, de grado o por fuerza.
Ignoraban
aquellos sujetos que Francisco I. Madero se elevaba miles y miles de codos por
arriba del cuerpo físico, que sus ideales estaban ya grabados en la conciencia
de los hombres honrados, que estaban perennemente identificados ya con la conciencia
nacional y que su memoria perduraría como una guía de la legalidad y del deber.
Huerta
logro lo que quería, que sus ministros aprobaran que matar a Madero y a Suárez
era lo más indicado; naturalmente que tales acuerdos se guardó absoluta reserva
y solamente se dijo a los diplomáticos extranjeros que estaban inquiriendo
constantemente sobre la muerte de los prisioneros, que estos guardarían la más
absoluta seguridad respecto de sus vidas.
Pero
apenas había salido el boletín que llevaba a los diplomáticos la enésima mentira
de aquel grupo, cuando Victoriano Huerta, temeroso de que alguien o algo le echaran
por tierra su tinglado, apremio a sus cómplices de la siguiente forma:
-Señores:
creo que ya hemos llegado, por fin a un acuerdo del que solamente resta ahora
ponerlo en práctica. Ahora le corresponde al general Blanquet hacer lo
necesario para que lo dispuesto se haga efectivo.
El
general Blanquet, sin titubear un solo instante, se levantó y pidió permiso para
salir un minuto a la antesala, regreso inmediatamente y con él, el mayor
Francisco Cárdenas y el teniente Rafael Pimienta. El general Blanquet dirigiéndose
a los ahí reunidos, manifiesta en tono vehemente y apasionado:
-El
mayor Francisco Cárdenas, de mi absoluta confianza, y su ayudante, el teniente
Rafael Pimienta, serán los encargados de cumplir la trascendental decisión que aquí
se ha tomado. –Luego, dirigiéndose al mayor Cárdenas-: mayor, tiene usted que
cumplir con una misión muy importante, ahora mismo. Vaya usted a sacar a los presos
Madero y Suárez de la intendencia de palacio, en donde están detenidos y los conducirá
usted a la penitenciaria pero, óigalo bien .dijo remarcando cada letra de cada
una delas siguiente palabras -: no deben llegar vivos allí. Una vez muertos los
dos, usted simulara que ha sido atacado por numerosos partidarios de esos
señores y que ellos perecieron en la refriega. ¿Me entiende? ¡Que ellos
perecieron en la refriega! En esa forma rendirá usted el parte mañana por la
mañana.
-Entendido
perfectamente, mi general, secumpliran sus órdenes –Contesto secamente el mayor
Cárdenas.
-dos
automoviles estan a su disposición para que usted conduzca a los presos, con
algunos individuos de tropa para que lo ayuden –informo Blanquet.
-se
ara como usted lo ordena. ¿Algo más que ordenar? –dice Cárdenas, impasible.
-¡nada
más! –Blanquet responde con sequedad-. Vaya usted a cumplir lo que se le ha
ordenado.
-Con
permiso de usted –Cárdenas ejecuta el saludo, luego vuelto hacia Huerta, le
saluda mientras dice-: con permiso de usted, señor Presidente.
Con
paso firme, salen por donde llegaron, el mayor Cárdenas y el teniente Pimienta.
Esa
noche, a las once y media aproximadamente, llegan hasta la intendencia del
palacio, en donde están presos los señores Madero, Pino Suárez y el general
Ángeles. El teniente federal que estaba de servicio, enterado con antelación de
lo que debía hacer, entrega a los presos. Penetran a la habitación en que
duermen los detenidos, y el teniente los a señalando con una lámpara de mano:
-Este es el señor Madero; este
Suárez y este otro, el general Ángeles.
Luego
los despierta con ademanes bruscos.
-¿Qué
pasa?... ¿qué pasa? –inquiere el señor Madero, despertando y medio cegado por
la luz de la lámpara que lleva el teniente.
-Tengo
órdenes de entregar a ustedes a sus custodios.
-informa
el teniente, secamente.
-¿A
dónde me van a llevar? –Pregunta el señor Madero, mientras acaba de despertar y
echa mano de sus ropas.
-Ustedes
dos- dice Cárdenas señalando con la mano a Madero y Pino Suárez- van con migo a
la penitenciaria.
Allí
van a ser alojados.
-¿también
yo?- inquiere el general Ángeles.
-no
tengo ninguna orden respecto a usted. Solamente me han ordenado conducir a
estos dos señores. Usted continuara aquí.
Los
señores Madero y Pino Suárez se visten con premura y en silencio. Cuando han
terminado, tratan de recoger sus ropas de cama, pero el mayor Cárdenas les die,
impersonalmente, sin dar importancia a sus palabras.
-no hace falta que se molesten en llevar
nada. Después les llevaran a ustedes todo eso a sus nuevos alojamientos.
-Adiós,
general Ángeles –dice Francisco I. Madero, abrazando con firmeza al general-. Recordare
siempre la nobles y valiente lealtad de usted.
-Señor
Madero…-trata de contestar el general.
-General
–se despide el licenciado Suárez-. ¡Quién sabe hasta cuándo!
-¡Lo
que Dios quiera señor! –Responde Ángeles de forma seria.
Por
la puerta central del palacio salen a la calle, en medio de la noche oscura y fría,
dos automóviles que toman rumbo a la penitenciaria. En uno de ellos van el señor
Madero y el mayor Cárdenas en el asiento trasero, en el delantero van el chofer
y dos rurales armados; en el estriba va un oficial.
En
el otro auto van, en el asiento posterior, el licenciado Pino Suárez y el
teniente Rafael Pimienta; en el asiento delantero, el chofer y dos rurales armados.
Nadie
pronuncia una palabra mientras los carros van avanzando. Llegan al costado del
edificio de la penitenciaria, en los llanos de San Lázaro. Ahí se detienen los automóviles
y de ellos bajan los rurales, portando sus armas.
El
teniente Rafael Pimienta dice, imperativamente, al licenciado Pino Suárez:
-Ya
hemos llegado, bájese.
-¡Pero,
si no estamos frente a la puerta de la penitenciaria! ¿Por qué?... no pudo
terminar la frase que empezaba, por que recibe un fuerte golpe de Pimienta, tirándolo
al suelo y ahí, antes de que se dé cuenta de lo que sucede, le dispara una bala
que le destroza la masa encefálica.
El
automóvil que lleva a Madero, también hace alto, y al parar, el mayor Cárdenas
dice al señor Madero.
-¡Aquí
es bájese!
-¿Pero
aquí, en el campo raso?... ¿es que me van a matar?- inquiere sobresaltado
Madero.
El
mayor Cárdenas lo empuja con violencia lanzándolo fuera del automóvil, y tras la
baja Cárdenas con la pistola en la mano, y sin decir una sola palabra, dispara
toda la carga de su arma sobre el cuerpo del Presidente de la Republica, don
Francisco I. Madero, asesinándolo instantáneamente.
Violentamente
se vuelve Cárdenas y ordena a los soldados rurales atónitos ante lo que han
visto:
-Ustedes,
disparen unas cuantas balas sobre los automóviles. ¡Rápido!
Los
soldados hacen lo que se les ordena, vuelven a montar en los carros y emprenden
el regreso a la ciudad, dejando tirados en aquellos llanos los cuerpos acribillados
de sus víctimas.
Quedaba
consumado el crimen.
La
República, al enterarse al día siguiente de aquellos acontecimientos, a través
de la versión fraguada por los esbirros en la que aparecía como que los señores
Madero y Suárez habían sido asesinados por sus propios partidarios, se estremeció
de horror, pero la versión no engaño a nadie. Todo el mundo supo que aquel
asesinato era indispensable para consolidar el régimen del crimen y traición, y
volcó los sentimientos, especialmente de la clase popular, los trabajadores,
haciendo un verdadera peregrinación hasta los lugares en que cayeron los cuerpos
acribillados por las palas del general Rafael Pimienta y el mayor Cárdenas.
fin
toda esta historia fue tomada del libro ¡viva Madero!escrita por Francisco L. Urquizo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario