viernes, 25 de abril de 2014

decena trágica (parte cinco)

Acto 9
Desde las primeras horas de aquel martes once de febrero, la actividad bélica asumió características de gran movilidad en todos los rumbos de la ciudad, pero, lógicamente, concentrándose sobre el punto toral que era la ciudadela, sitio en que estaban perfectamente bien parapetados y abastecidos los elementos, tanto civiles cuanto militares, que secundaban al general Félix Díaz.
Como detalle que, pudiera decirse, se observaba en la ciudad, como una consecuencia lógica de la situación que en ella prevalecía, ya el hambre estaba haciendo de las suyas, hincando sus garras, como siempre, en forma preferente en las clases económicamente más débiles. Era el tercer día de acontecimientos guerreros y, desde el primer, ya el ritmo usual de la vida capitalina había sufrido un dislocamiento y quebranto que significaba la falta de abastos casi en toda la línea. No se podía conseguir carne, legumbres, cereales, pan, leche, etc. Y la poca gente que se aventuraba a salir de casa, iba de un lado para otro exhibiendo  en su rostro, al par que el terror, pánico ante la inminente posibilidad, presente en sus mentes, de resultar victima de una descarga o de una bala “perdida”, el hambre que adquiría categoría de imperativo imprescindible, inaplazable y fatal.
En Tacubaya, la gente que llego de Cuernavaca bajo el mando del general Ángeles, después de ser revistada. Dotada convenientemente de municiones de guerra, partió de su cuartel rumbo a la ciudad de México. Era su formación, en dos largas hileras. Toda la fuerza estaba compuesta por elementos de infantería pertenecientes al 7º. Batallón. Cerraba su formación en la retaguardia, un numero de acumulas que llevaban sobre sus lomos, las ametralladoras y las municiones de repuesto.
A la cabeza, montado, marchaba el coronel Castillo, hombre de complexión robusta, más bien gordo, de corta estatura y que, como era la usanza del tiempo, gastaba grandes mostachos. Inmediatamente a sus lados formaban un oficial ayudante y un subteniente sub-ayudante, era este el autor de estas líneas.
Caminaba aquella gente por la calzada de Tacubaya, como se ha dicho, en dos largas hileras. Rebasan el cerro de Chapultepec y entran por el paseo de la reforma.
En formación semejante a la que guardaba el 7º. Batallón que venia de Tacubaya, por la avenida Juárez marcha otra tropa. Mas gente de armas viene haciendo rumbo hacia el centro de operaciones, caminando por el campo de florido y las calles de San Miguel.
En diversos lugares están emplazadas varias baterías de artillería, aparentemente listas para entrar en acción. Su espectacularidad hace que sobre ellas converja la curiosidad de los civiles que se han atrevido a salir a la calle.
En una de aquellas baterías esta el coronel Rubio Navarrete, acompañado por varios oficiales, con los que comenta y observa.
Frente a la alameda central esta un regimiento de rurales vistiendo su típico traje de charro y tocados con amplios sombreros. Avanza sin precipitación, pero listo para entrar en acción, pues todos sus elementos portan sus respectivos sables en la mano diestra.
Convergiendo sobre los alrededores de la ciudadela, casi no hay una calle en la que no se vean elementos militares en movimiento o haciendo sus preparativos indispensables para entrar en la acción que se ha señalado para las diez de la mañana.
En la misma ciudadela, las azoteas están materialmente coronadas de fusiles que sostienen elementos militares y civiles, codo con codo, y que están perfectamente preparados para entrar en combate. Los jefes y oficiales que les mandan, no cesan de observar los movimientos que se distinguen perfectamente desde sus posiciones, entre los distintos puntos en que las tropas del gobierno están tomando posiciones para combatirlos.
En las calles que circundaba la ciudadela, se han ubicado varios puestos avanzados, emplazándose ametralladoras, cuyos servidores están ya listos para disparar sobre el enemigo en cuanto sea avistado. Igualmente, en los puestos avanzados que protegen la ciudadela, se han emplazado piezas de artillería, cañones cuyas bocas apuntan para todos los rumbos, como si estuvieran ansiosas de escupir sus andanadas de fuego y metralla.
En el interior de la ciudadela, convertida en una verdadera fortaleza, los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón, acompañados de varios oficiales de distintas graduaciones y armas, observan un plano extendido sobre una mesa y hacen comparaciones con otro plano, este de la ciudad, que esta sujeto a la pared.
-Con estas piezas batiremos directamente al palacio nacional –señala el general Mondragón un determinado punto en el mapa mientras habla.
-Y con estas desmontaremos a esta batería que tienen emplazada en el Campo Florido. Estas otras las emplearemos para batir al enemigo que venga por las calles de Balderas y que será objetivo fácil para nosotros.
Todos los circunstantes oyen y observan los lugares que el general Mondragón va señalando en los dos mapas y apenas si hacen algún ligero comentario en voz baja.
En otro lugar de la ciudad esta el hombre que tiene en sus manos, en cierto modo, el destino de las cosas; los hilos que pueden hacer que los acontecimientos que van a iniciarse en breves minutos, tengan un resultado determinante. Es, en esos momentos, quien puede inclinar la balanza al lado que sus personales determinaciones lo prefieran… y así lo hizo. Es el general Victoriano Huerta que, como casualmente lo hace, lleva lentes obscuros cubriendo sus ojos glaucos de mirada impersonal y huidiza. Va uniformado de caqui, y se cubre con un grueso capote. Pende de su cuello, hacia el pecho, el estuche que contiene los gemelos de campaña.
En torno del comandante militar de la plaza y, de hecho, el hombre más fuerte, militarmente hablando, están los oficiales de su estado mayor.
Todos ocupan la azotea de una casa desde la que pueden dominar, ayudados de sus gemelos, el campo sobre que se han de desarrollar las operaciones.
El general Huerta observa atentamente la marcha de las manecillas de su reloj, que en forma fatal van caminando, golpe a golpe, como si fueran latidos de un corazón mecánico, hasta llegar a la hora convenida: ¡las diez de la mañana!
Por la avenida Morelos avanza el 7º batallón, con el coronel Castillo y sus ayudantes a la cabeza, y entra en acción exactamente a la hora que previamente le había sido ordenada.
Se rompe el fuego de forma intensamente…
A los primeros disparos cae muerto instantáneamente el coronel Castillo, y otro de sus ayudantes le sigue en el viaje sin regreso. El otro, el subteniente Urquiza, rueda por tierra al ser muerto su caballo.
Entre las filas de tropa, las bajas son numerosas. El fuego de los defensores de la ciudadela es trágicamente certero y mortífero.
Las ametralladoras de los puestos avanzados que están ubicados en torno a la ciudadela y las que están emplazadas en las azoteas de la misma fortaleza, no cesan de bramar con sus lenguas de fuego, y su tableteo que parece que va marcando el ritmo en que va segando las vidas con su fuego, entre las filas reales que atacan para reconquistar aquella posición.
La infantería sigue, inexorable, su avance sobre la ciudadela. Paso a paso va acercándose, combatiendo sin cesar, por la alameda central hasta llegar a la calle ancha, hoy de Luis Moya.
Los roncos truenos de la artillería estremecen los ámbitos en los dos lados, tanto en el bando leal al gobierno como en el de os infidentes. El silbar de la metralla pone un lúgubre alarido en el aire.
En un puesto que esta servido por gente leal al gobierno, esta una granada infidente estalla precisamente bajo una pieza de artillería, desmontándola, dando muerta a numerosos hombres de los que combaten y a varios curiosos de los que se han ido acercando al cobijo de la pared.
Frente a la alameda central están a la expectativa de órdenes para entrar en acción, los rurales, que integran un regimiento.
Se llega hasta su comandante, un oficial de los que forman en el estado mayor del general Victoriano Huerta y le comunica ordenes del comandante militar de la plaza y jefe de operaciones contra la ciudadela.
-Ordena mi general Huerta que usted, con su regimiento, de una carga a fondo por las calles de Balderas, abatiendo los puestos rebeldes hasta la esquina de la Asociación cristiana –comunica el oficial.
-Pero ¡como! ¿Vamos a cargar a caballo? ...  ¡No quedaremos ninguno! –comenta asombrado el comandante de los rurales, ante una orden tan descabellada.
-Esa es la orden –dice, impersonalmente, el oficial.
Ante la evidencia de lo inevitable, el comandante del cuerpo de rurales se yergue en los estribos de su cabalgadura y, con voz entera y enérgica dice:
     -¡Se cumplirá la orden! –y volviéndose para que su gente lo escuche ordena:
-¡Escuadrones! ¡Por secciones, a la derecha, para marchar en columna! ¡Marchen!
La fuerza integrada por los rurales toma el dispositivo de columna por secciones –la sección con dieciséis hombres en fila al frente y otros dieciséis atrás. Y emprende la marcha.
A medida que van acercándose los rurales, con sable en mano, a las calles de Balderas, el comandante, que marcha a la cabeza, ordena:
-¡al trote!
Esta orden es transmitida a todo el regimiento por una trompeta que lanza el toque de “al trote”.
A los pocos segundos, y ya casi para entrar a la calle de Balderas, el comandante vuelve a ordenar a su trompeta de órdenes:
-¡A galope!
El toque es lanzado al aire con los tonos bravíos de la trompeta. La columna galopa ahora y, al entrar a la calle de Balderas, la orden del comandante es:
-¡Para cargar!
Al escuchar la orden que les envía la trompeta, la tropa se tiende sobre los caballos, adelantando la punta de su sable por un lado de la cabeza de su cabalgadura.
La mirada de los rurales busca ansiosa al enemigo sobre el que ha de hincar el acero que lleva en la diestra. Los caballos resoplan en el esfuerzo de la carga cerrada.
Están ya en plena calle de Balderas, el regimiento viene al galope largo, y nuevamente el comandante hace que la trompeta ordene:
-¡carguen!
La calle que se abre ante los rurales, aparece enteramente desierta. Solamente allá, cerca de la esquina de la asociación cristiana, esta un puesto avanzado de los rebeldes. Guardan silencio sus armas mientras los rurales lanzan sus cabalgaduras en cara cerrada sobre ellos.
Los oficiales encargados del puesto mantienen su gente en quietud, viendo como los rurales avanzan por la calle de Balderas, acercándose vertiginosamente, levando por delante los amenazadores sables.
Cuando los hombres vestidos de charro han entrado al campo que los defensores del puesto infidente estiman conveniente para ejecutarlos, como simples blancos de entrenamiento, se ordena el fuego de las ametralladoras y la fusilería de infantes.
Las primeras filas de jinetes ruedan por tierra, muertos los hombres con sus caballos.
La banda de trompetas de los rurales toca: “carga cerrada”
Varios de los trompetas no pueden terminar de lanzar al aire el toque bravío, expresión máxima de caballería, por que las balas enemigas, que los tiene enfilados sin ningún estorbo, los hacen caer muertos o gravemente heridos.
A medida que atruena el aire el fuego, el toque va menguando en intensidad y fogosidad. Su ataque decrece a medida que los hombres van cayendo atravesados por las balas enemigas… hasta que la banda de trompeta calla, calla en silencio eterno.
El regimiento de rurales ha quedado desecho.
La calle esta materialmente tapizada de cadáveres de charros y sus caballos.
La sangre comienza a corres silenciosamente en arrollo hacia las coladeras.

Acto 10
Aun para quienes no estaban acostumbrados a observar el desarrollo de una acción militar, la marcha de la batalla por la recuperación de la ciudadela ya estaba resultando un tanto rara, extraña, fuera de lo que era natural que de ella se esperara y, sobre todo, si se tomaba en cuenta las declaraciones que reiteradamente había hecho el comandante militar de la plaza y jefe de operaciones en la ciudad, general Victoriano Huerta, quien había asegurado una y otra vez, ante quien quiso oírlo, que el tomar posesión de la ciudadela y acabar con sus defensores, era una operación sumamente sencilla y que no entrañaba ningún peligro de fracaso
Sin embargo, las perdidas de vidas de parte de los leales al gobierno eran desproporcionadas y escandalosas. De cada contingente de ataque que se destacaba por cualquier parte sobre la ciudadela, por una u otra razón, el resultado era siempre que las bajas obligaban a parar la acción y volverla a empezar con nuevos elementos humanos. Y en el intervalo entre una y otra operación, la ciudadela se mantenía incólume y sus defensores no habían llegado a resentir, como era de esperarse, el verdadero rigor de un combate.
Había muchos rumores que corrían de boca en boca por los corrillos, las antesalas y hasta entre los oficiales mismos: se hablaba de órdenes equivocadas, de falta de tino en la dirección de las operaciones, de excesivos sacrificios humanos ordenados a sabiendas de que de poco o nada serviría el que se realizaran. En fin, las cosas estaban en el punto en que la filosofía popular, mas sabida que cualquier otra, justifica aquello de que “cuando el rio suena, es que agua lleva”. Sonaba el rio de los comentarios y de simples cuchicheos que empezaron a enturbiar el cielo de la concordia entre los elementos participantes en la contienda, iba subiendo el tono de la escala y ya las cosas andaban por sitios en los que su presencia si determinaba la formación de un ambiente incomodo.
¿Era esa la intención que animaba a los que daban pábulo a semejantes rumores? ¿Estaba en su mente y en sus planes el que las líneas leales al gobierno de Madero se reblandecieran bajo el impacto de la desconfianza?
Evidentemente algo había
Se palpaba en el ambiente y ya era notable para todos y comentado por todos.
Y tan era verdad lo que la gente husmeaba con esa intuición rara que hace al soldado saber, conocer, presentir dijéramos, de donde y en que magnitud se acerca el peligro, que ello queda demostrado plenamente con los acontecimientos que mas tarde fueron desarrollándose en forma inexorable, fatal.

En las oficinas del comandante militar de la plaza, general Victoriano Huerta, la animación era notable, aunque en el talante de sus allegados para nada se evidenciaba que tomaran mucha prisa en la realización de sus operaciones y cometidos.
En su oficina particular esta el general Huerta. Sobre su escritorio descansa una botella de coñac en una charola y hay una copa a medio agotar. Están con los varios jefes, tanto de su estado mayor como de otras dependencias, de las que ahora están bajo su control. Se habla sobre temas que nada tienen que ver con el desarrollo de los sucesos que están bañando materialmente de sangre a la ciudad de México.
Entra, sin previo aviso, el oficial que fuera portador de la orden girada por el general Huerta para que el regimiento de rurales diera carga contra los puestos avanzados de la ciudadela, por la calle de Balderas. Al llegar frente al general Huerta, se cuadra marcialmente y rinde parte con las siguientes palabras:
-Se comunico la orden, mi general.
-¿obedecieron?-pregunta Huerta, como queriendo confirmar lo que ya imaginaba.
-Si, mi general-afirma el oficial y, esbozando una sonrisa agrega, a guisa de comentario-: Probablemente a estas horas ya no quedara ninguno de los maderistas.
Nadie habla una sola palabra más. Parece que pasa por el aire de aquel recinto un hálito de crimen que sobrecoge a los presentes, menos al general Huerta que, largando el brazo, toma la copa y con la otra mano empuña la botella con coñac y sin derramar una sola gota del liquido, llena su coma y mientras deja nuevamente la botella sobre la charola, rodea la copa con su mano para calentaren la forma clásica el licor; pasea la mirada por los rostros de los ahí presentes y poco a poco deja que aparezca su recia faz una especie de sonrisa enigmática que juega con sus facciones prolongadamente.
Fuera, en las calles, especialmente en torno a la ciudadela, el fragor de las ametralladoras hace sincope con el esporádico, y a veces precipitado tronar de los cañones, mientras que los trallazos de la fusilería hacen como un coro trágico en aquella sinfonía de muerte. Hay momentos en que parece que el cansancio obliga a los fusiles a ir espaciando su tronar, parece que el estrepito mengua y cuando todo induce a creer que la batalla para, el combate cobra nuevos bríos y truenan nuevos tonos de metralla desgarrando los aires con su ulular espeluznante y tremendo.
Con la cercanía de la noche, el combate va cobrando aspectos más impresionantes, pues a medida que cierra la obscuridad, tal parece que las armas: cañones, ametralladoras, fusiles y pistolas intentan desbaratarla, inundando el ambiente con la pirotecnia de sus disparos que rubrican la noche con fuego y metralla.
Trabajosamente se realizan operaciones de rescate de algunos heridos, arrastrándolos hacia sitios a cubierto del fuego enemigo. Los quejidos y lamentos de los lesionados hacen mas dura la jornada para los que combaten.
Hay heridos que han quedado en el campo de nadie, sin que haya la menor posibilidad de rescatarlos. Ahí están, sintiendo como se les va la vida y como, por encima de sus cuerpos silban las balas de los dos bandos, que andan buscando carne en la cual incrustarse.
El cansancio va mermando las posibilidades de los hombres y hay en sus gargantas y estómagos los espasmos del tiempo, la sed y el hambre.
Cuando, ocasionalmente, parece alguno de los automóviles en que Gustavo Madero y otros elementos civiles designados por el para que le auxilien, o espontáneamente que se han ofrecido para hacerlo, van llevando provisiones de boca a los combatientes, parece que cayera sobre el desierto una lluvia bienhechora. Se reparte a la gente pan, tortillas, pedazos de carne asada, o lo que buenamente se puede obtener es siempre bienvenido por quien lo recibe, que lo devora mientras continua haciendo hablar su arma en procura de llevarse por delante a un enemigo.
Y así van transcurriendo las horas son que haya noción del tiempo como signo de vida, ni dato alguno de su medida. Los instantes se cuentan solamente entre disparo y disparo, entre el tiempo transcurrido en agotar un “peine” y en el necesario para reponerlo en las entrañas del arma.
En el ambiente de la población civil, la situación va cobrando signos de tragedia quieta, callada, miserable. Es la tragedia del que no puede comer, no por que no tenga con que comprar lo necesario, sino por que no hay donde ir a comprarlo, ni el valor para arriesgarse a salir en su búsqueda.
No hay que comer y cuando en algún hogar hay algo con que preparar un platillo cualquier, surge la tragedia de que no hay como cocinarlo, por que ese otro elemento indispensable en aquellos días: el carbón, se ha agotado.
Ahí empieza el sacrificio tremendo, de la gente que no participa en la contienda. Hay que destruir un mueble para convertirlo en fuego, un cuadro de mucha estimación se transforma en leña y así, en cada casa, sin más variación que la diversidad de posiciones económicas.
Se dio el caso de familias que –mas afortunadas o mas previsoras- sin determinar su previsión, se encontraron con que poseían elementos suficientes no solamente para su propia subsistencias sino hasta para acudir en auxilio de la familia amiga o el pariente al que se sabia en critica situación, dadas las circunstancias. Pero, ¿Cómo hacer llegar la ayuda de a quien iba destinada, sin exhibir una posesión que podría resultar peligrosa? Si la gente menos afortunada se daba cuenta de que en aquel hogar había elementos de consumo, era posible que se lanzaran sobre la casa, y quien sabe que podría pasar.
Pero, como siempre, el ingenio de nuestro pueblo es fuente inagotable de recursos, se pensó: si se manda un “bocadillo” en el consabido portaviandas o en el platito o cosa semejante, todo el mundo lo va a notar. Hay que hacer que parezca que el envió es todo, menos una cosa comestible. Y así se hizo; una persona muy bien arreglada, dijéramos elegante, lleva un balso en la mano, que a todas luces es una simple caja en la que van todas las cosas imaginables, menos un plato de frijoles refritos o media docena de tortillas de maíz.
Así se auxiliaban en esos días los que tenían la suerte de poder hacerlo.
El pueblo, el miserable pueblo; carne sufrida y masa hambrienta, sufrió como siempre, en su propia carne y en su propio cuerpo, las torturas del hambre y la mordedura de las balas. No podía quedarse en casa por que ello equivalía a morir de inanición. Valía la pena salir a la calle a buscar algo; siempre seria mejor morir de balazos que de un retortijón de “tripas” vacías, y así salieron los de la clase humilde. Con esa trágica determinación de que hace alarde nuestro pueblo cuando, encogiéndose de hombros, declara: “nadie se muere la víspera”. Fueron a jugar a las escondidas con las balas, para hurgar en donde fuera posible encontrar algo de comer, y muchos de ellos si murieron en esa víspera, muchos de ellos llegaron a su raya fatal, tropezándola en mitad de una calle, cuando tuvieron la mala fortuna de interponerse en el paso de una bala.
Y esto es tan cierto que aun pueden verse infinidad de fotografías capturadas por periodistas valerosos, impresas en distintos rubros. En todas ellas aparecen los cadáveres, que eran el tema obligado en el paisaje citadino. Si se observa un poco en esas fotografías, de cada cien muertos, dos o tres llevan sacos con comida, o van con ropas de cierta calidad, los demás son el ejemplo típico de nuestro humilde pueblo.
Al tercer día de combate, la ciudad era un muladar en su aspecto y en los miasmas que de cadáveres de personas y animales llevaban al aire.
Los servicios, muy precarios por cierto, que había en aquel tiempo para atender a la limpieza publica, no era de esperarse que prestaran la menor atención a sus obligaciones, estando, como estaba la ciudad, sujeta a la contingencia de una batalla cuyo final no se podía predecir.
Sectores completos de la ciudad permanecían durante la noche sumidos en la más completa oscuridad, solamente desgarrada por las rayas de fuego que trazaban en el aire las granadas y los disparos.
Canes hambrientos se daban un festín en mitad de la calle con los caballos y personas muertas por causa de los disparos. Ellos tenían la felicidad de comer sin temor alguno, pues tenían la trágica sabiduría de la ignorancia del peligro que pululaba por las calles metropolitanas.
Había dos extremos que polarizaban los valores del espíritu, si cabe decirlo así, por encima de los acontecimientos o quizás precisamente a causa de ellos:
En el palacio nacional, el presidente de la república, desechando todos los avisos que le llegaban en los que se le hacia notar la traición de que estaba siendo objeto. Para el aquello era intriga y cosa de poco valor. No creía en la perfidia de los hombres y en los más pérfidos puso su mayor confianza.
El otro extremo era la comandancia militar de la plaza, en la que el general Huerta, avieso y taimado, estaba utilizando a los hombres para fincar su propia situación. No pensó jamás en que lo que hacia era un crimen sin nombre ni medida, inaudito y desproporcionado. Para el los hombres, fuera quien fuesen, solamente eran piezas de ajedrez y nada mas.

Mientras agotaba botellas tras botella de coñac, preparaba su jaque-mate traídor y asesino.

martes, 22 de abril de 2014

decena trágica (parte cuatro)

Acto 7
     La tragedia seguía urdiendo la trama en que había de arropar a la ciudad de México y, con ella, al presidente de la república, don Francisco I. Madero.
     Con todo y que en situaciones como la que prevalecía en aquella mañana de febrero, las cosas no es posible que sigan sus cauces ordinarios y lógicamente derrotan hacia lo inusitado y lo imprevisto en obvio de esfuerzos, tiempos y en afán de hacer las cosas en aparentemente mejor forma, la verdad es que en las oficinas presidenciales en el palacio nacional, a las que ya se había restituido el señor Madero, las normas acostumbradas para el desarrollo del trabajo estaban sufriendo la influencia del nerviosismo reinante, por todos conceptos explicable y excusable.
     La austeridad del despacho presidencial menguaba, ciertamente, por cuanto que el acceso a su interior había perdido mucho de sus protocolario proceso y a el entraban personas y de el salían gentes con nuevas, con disposiciones, con noticias; con infinidad de asuntos todos ellos relacionados con el desarrollo de las operaciones iniciadas en las primeras horas de ese mismo día.
     Dentro, en compañía del presidente Madero, estaban varios de sus ministros, como el de gobernación, Rafael Hernández; el de haciendo, Ernesto Madero; el vicepresidente de la republica, licenciado don José María Pino Suárez; el jefe de estado mayor presidencial, capitán del navío Hilario Rodríguez Malpica; el general Victoriano Huerta, recién designado comandante militar de la plaza, por haber resultado herido el general Lauro Villar, quien ocupaba tal cargo; el señor Marcos Hernández, primo de Francisco I. Madero; el hermano del mismo presidente, Gustavo Madero, y varios de los ayudantes, entre ellos el mayor Gustavo Garmendia y el capitán Federico Montes.
     El presidente don Francisco I. Madero, que había mantenido informado hasta lo posible de cuanto estaba sucediendo en la ciudad, habla con el general Victoriano Huerta, a quien dice:
     -Me acaba de informar, general Huerta, que la ciudadela esta en poder de Félix Díaz y que en la defensa de ella murió asesinado por la espalda el general Manuel P. Villareal, mayor de ordenes de la plaza y el jefe de aquel punto.
     -Efectivamente, señor Presidente; esa información es exacta –contesta el general Huerta, que se mantiene de pie, y agrega-: Pero no importa. Yo le prometo a usted tomar la ciudadela en cuanto pueda reunir aquí, en la capital, algunas fuerzas militares que están en los alrededores.
     -Hágalo usted cuanto antes, general –apremia Don Francisco I. Madero.
     -Con el permiso de usted –dice el general Huerta, dando a sus palabras el tono y énfasis más militares posibles-. Voy a ordenar telegráficamente que el coronel Rubio Navarrete, ya usted sabe que magnifico artillero es, se incorpore; esta en Querétaro, en la capital del Estado. Lo mismo ordenare que hagan los cuerpos rurales de Tlalnepantla y de San Juan Teotihuacán, para que se concentren aquí, igual que el 38° batallón de infantería, que se encuentra en Texcoco. Por otra parte, señor presidente estimo que seria conveniente que usted dispusiera que el general Ángeles procediera a trasladarse, con la mayoría de sus fuerzas, marchando desde luego para incorporarse en esta plaza. Otro tanto sugiero con respecto al general Blanquet, que actualmente esta en la ciudad de Toluca, con su 29° batallón; creo que también podríamos y deberíamos traerlo al 2°. Regimiento de caballería, que esta en Puebla, también creo conveniente que se le ordene incorporarse en esta plaza. Aquí, en la plaza de México, tenemos generales ameritados que ya se han presentado ante mí y que también pueden tomar el mando de las diversas columnas de ataque que se formen con los elementos que podamos reunir para atacar y batir al enemigo. Aquí están: Mass, Delgado, Romero y otros mas.
    
     -Me parece muy bien lo que usted sugiere, general, y desde luego creo que debe usted ordenar lo que estime necesario sobre el particular.
     El presidente Madero hablaba, al ordenar lo anterior, dando muestras de confiar plenamente en el buen consejo y juicio profesional del general Huerta.
     -Yo personalmente me encargare de traer al general Ángeles, de Cuernavaca –dijo el señor Madero.
     -Toda la mayor concentración de elementos combatientes posibles –insistió el general Victoriano Huerta, con marcado interés-, debe hacerse hoy mismo, para poder iniciar el ataque a la ciudadela mañana mismo por la mañana. Será un combate duro, pero breve. Yo le garantizo el buen excito de la acción, señor presidente.
     Con paso firme, aunque demostrando respetuosa deferencia, se acerca al presidente Madero el jefe de su estado mayor, el capitán de navío Hilario Rodríguez Malpica; porta gallardamente el uniforme de su grado y luce en su mentón una barba de marino a la antigua. Al estar al lado del presidente y cuando advierte que este se percato de su presencia, le informa:
     -Señor presidente, el mayor Emiliano López Figueroa, inspector general de Policía, solicita hablar con usted.
     -Hágalo pasar inmediatamente –ordena el señor Madero y, dirigiéndose a su hermano Gustavo, le dice-: Tú, Gustavo, hazte cargo de abastecer de comida a las tropas y de lo que sobre ese renglón se haga necesario.
     Terciando el general Victoriano Huerta entre los señores Don Francisco y don Gustavo Madero, dijo, mientras clavaba en este último su mirada penetrante, embozada en obscuros lentes.
     -Eso es muy importante. Me va ser usted de mucha utilidad, don Gustavo.
     -Quedo a sus órdenes, general –responde don Gustavo Madero-. Tenga usted la absoluta seguridad de que nada carecerán sus tropas.
     Por la puerta que da acceso al privado del presidente, en donde esta este con el general Huerta y don Gustavo Madero, entra el mayor Emiliano López Figueroa. Va vestido con ropas de civil, extremadamente acicaladas, luce en su rostro un exagerado bigote atesado a la Káiser Guillermo II y porta lentes. Habla con estudiada y campanuda diplomacia, a la que acompaña con amplios ademanes. Al estar cerca del presidente Madero, hace un saludo respetuoso marcado con una inclinación de cabeza, y tras de hacer una venia semejante dirigida al general Huerta, expresa:
     -Señor presidente: un individuo extranjero que se dice ser emisario del general Félix Díaz, se me ha presentado en mis oficinas de la Inspección General de Policía, y me ha manifestado que su representado o su jefe, Félix Díaz, tratando de evitar que haya mas derramamiento de sangre, desea conferenciar con algún enviado de usted para ver si es posible llegar a un arreglo que ponga punto final a la situación reinante.
     -No estaría mas escucharlo –opina el presidente Madero, y luego agrega-: Valla usted mismo, señor mayor.
     -Desde luego que lo haré, señor presidente –responde el mayor López Figueroa.
     -Pues cuanto antes lo haga, mejor será.
     -Con su permiso, señor presidente –se despide el mayor López Figueroa, que sale presurosamente por el mismo camino por el que había llegado.
     Baja hasta el patio de honor y ahí aborda su automóvil, en el que sale para tomar rumbo a la ciudadela. Cuando ha llegado a la puerta de la fortaleza, hace detener su automóvil y desciende de el. Sin siquiera volver la cara a parte alguna, el mayor López Figueroa penetra al interior de la diputada fortaleza, sin que nadie le pregunte su asunto ni trate de impedirle el paso.
     No habrían pasado escasos veinte minutos desde que el inspector general de policía, mayor Emiliano López Figueroa, había llegado a la ciudadela, cuando de improviso, por el rumbo en que estaba el puesto más avanzado de los que custodiaban aquella fortaleza, aparece un escuadrón de policía montada de la capital; vienen al trote largo y llevan las armas prontas. A la cabeza del escuadrón cabalga un oficial que, al estar lo suficientemente cerca del puesto avanzado, hace con la mano diestra, en la que empuña el sable, señal de alto a su gente, al mismo tiempo que, con voz estentórea, grita:
     -¡Aquí llego la policía montada! ¡Abajo Madero!
     Aquel grito es coreado tanto por los montados de la policía, integrantes del escuadrón que llegaba, como por los civiles y militares que estaban parapetados en el puesto avanzado y que ya se disponían a repeler lo que ellos creían una agresión de fuerzas del gobierno.
     Se deja paso franco a los recién llegados y se producen escenas de regocijado entusiasmo.
     Mientras tanto, en el despacho privado del presidente Francisco I. Madero, acompañado por las mismas personas que estaban cuando se desarrollo la entrevista con el comandante militar de la plaza, general Victoriano Huerta y el mayor López Figueroa, este ultimo por que ha sido enviado como representante del presidente para que conferenciara en la ciudadela con el general Félix Díaz.
     Ya ha transcurrido mucho tiempo, mas de lo prudente, después de la hora en que era de esperarse que se tuvieran noticias del resultado de las conversaciones entre López Figueroa y Félix Díaz. La espera, cada momento se torna más y más molesta.
     El jefe del estado mayor presidencial, Hilario Rodríguez Malpica, que acompaña al presidente, tras un largo silencio, dice, dirigiéndose a Madero.
     -Señor presidente, ya ha pasado mucho tiempo desde que el mayor López Figueroa marcho a la ciudadela para conferenciar con el general Félix Díaz y ni regresa el ni teneos alguna noticia respecto a lo que haya podido acceder en la entrevista. Por otra parte, se me acaba de informar que parece que la policía montada se ha pasado al enemigo con todos sus contingentes.
     Tras unos breves instantes, en que pareció que Madero meditaba sobre lo que se le acababa de informar, alzo la vista y poniendo su clara mirada directamente en los ojos francos y abiertos de Rodríguez Malpica, expreso:
     -Me parece muy raro el silencio y la falta de noticias de Figueroa; si, muy extraño –dijo con las ideas en otra parte, luego cambiando de expresión por una resuelta y definida, encaro al mayor Germandia, ordenándole:
     -Usted, mayor Germandia, hágase cargo inmediatamente de la inspección general de policía. Tiene usted los más amplios poderes para que asuma el cargo y lo desempeñe como mejor le aconseje su buen juicio y las circunstancias lo demandes. Obre usted con absoluta libertad.
     -Desde luego, señor presidente –respondió el mayor Germandia, poniéndose en posición de “firmes”, y agrego-: como usted ordene. Con permiso de usted –hizo el saludo militar y Salía rápidamente del despacho presidencial para ir a cumplir con la orden recibida.
     El presidente Madero, poniéndose en pie y empezando una especie de pequeño paso por el despacho, dijo como no queriendo dar mayor importancia a sus palabras:
     -Vamos a Cuernavaca para traernos al general Ángeles.
     El capitán de navío Rodríguez Malpica, con serenidad pero con una gran sinceridad en su voz, ni corto ni perezoso, hizo el siguiente comentario:
     -Puede haber peligro en el viaje, señor presidente.
     -No tenga cuidado, coronel –respondió el presidente Madero, mientras volvía su mirada para enfrentar la de Rodríguez Malpica-. No tenga el menor cuidado; estaré de regreso hoy mismo por la noche.
Esa misma noche, apenas cuando las sombras habían cerrado sobre la tierra, un automóvil de no muy flamante apariencia camina, jadeante, por el viejo camino carretero México-Cuernavaca, dando tumbos por baches y las piedras desprendidas del precario pavimento.
En aquel coche viaja el presidente de la república, quien trata de disfrazar su persona subiéndose la barba en punta que le fue siempre característica, con una bufanda que, por otra parte, bueno falta le hacia con el helado aire que soplaba entre el lomerío de camino en aquella noche de febrero. Le acompañaban el capitán Federico Montes, otro oficial, el taquígrafo Elías de los ríos y, en el asiento delantero, el chófer y su ayudante.
     Nadie habla.
     Callan y observan la noche sobre el camino.

Acto 8
El misterioso automóvil en el que viajaba nada menos que el hombre sobre el que apuntan todas las armas de la infidencia que ha ensangrentado la ciudad de México, sigue su ruta por el viejo camino carretero México-Cuernavaca, buscando, en medios de la noche obscura, no entrar en mas hoyancos de los que sea indispensable hacerlo. Nadie comenta ni dice nada. Como el presidente Madero calla, sus acompañantes no quieres distraerlo de sus pensamientos.
Nadie mejor que ellos saben cuanto es lo que tiene para meditar el.
De improviso, al dar una vuelta en el camino, se ven allá abajo varias luces, muchas luces, titilantes: es Cuernavaca. Ahí esta la meta tras la que se ha hecho el viaje.
Se van acercando a marcha regular, sin prisa, pero sin perdida de tiempo.
En las orillas de la población morelense, a la entrada misma del camino a la ciudad, esta un puesto avanzado federal.
A la señal del centinela, el automóvil se detiene y se acerca el oficial comandante del puesto a reconocer el carro, y al ver en su interior al presidente de la república, al que reconoce de inmediato, sorprendido, le rinde parte de novedades, cuadrándose.
-no hay novedad, señor presidente- dice el oficial.
-¿Dónde esta el general Ángeles?-inquiere Madero.
-En Cuernavaca señor-
-Bien, iremos a verlo –dice el presidente y, luego dirigiéndose al chófer del auto, ordena -: Adelante.
El automóvil arranca nuevamente con su jadeo cansado. A los pocos minutos de caminar ya por las calles de la población, hacen alto a la puerta de la casa en que se hospeda el general Ángeles.
En la puerta se han quedado los ayudantes del presidente, junto con los elementos que ahí estaban y que formaban parte de la gente a las que ordenes del general Ángeles.
Dentro esta el señor Madero con el general Ángeles que, sorprendido, recibe al primer mandatario de la república y escucha atentamente cuando le dice este respecto a la situación en la capital.
-¡Que sorpresa, señor presidente! Exclama el general Ángeles.
-Ha estallado un cuartelazo en mi contra en la ciudad de México –dice el señor Madero-. Félix Díaz se ha escapado de la prisión en que estaba y se ha hecho fuerte en la ciudadela. Tenemos que batirlo desde luego, sin perdida de tiempo. Por eso he venido personalmente para que usted marche inmediatamente hacia la capital y coopere con las fuerzas leales en la recaptura de la ciudadela y la pacificación de la ciudad.
-Estoy completamente a sus ordenes, señor presidente .declara el general Ángeles.
-¿Seria posible que usted, con la mayor parte de las fuerzas a su mando, estuviera esta misma noche en la ciudad de México, general? Es absolutamente indispensable que así se haga y espero que haga lo pertinente para que así sea.
-Y así será, señor presidente –afirma el general Ángeles-. Estaré ahí esta misma noche en la ciudad de México.
-Bueno. Eso esta muy bien, general –comenta el presidente Madero, mientras visiblemente deja que su cuerpo descanse un poco, relajados los músculos, al sentarse en el cómodo sillón-. Atacaremos mañana mismo a los infidentes que estén en la ciudadela, a primera hora de la mañana.
-Señor presidente, cuente usted con que las fuerzas que estén bajo mi mando, estarán ahí en el momento de la acción, para tomar parte en ella y cooperar hasta el último hombre.
-No esperaba otra cosa de usted, general –expreso Madero, mientras que se levanta y se despide del general Ángeles-. Me vuelvo a México y allá nos veremos.
La sombra de la noche fría se estremece con el traqueteo del automóvil que resopla en el camino. Como en el viaje hacia Cuernavaca, nadie habla ni cuenta nada. El presidente se abriga fuertemente con un grueso sobretodo y envuelve la parte inferior de su rostro en la bufanda cómplice.
Al filo de las primeras horas de la madrugada, están los viajeros nuevamente en la ciudad de México.
El capitán Montes, hasta que el carro rueda sobre las calles de la ciudad, deja que sus músculos entren en descanso. Todo el viaje lo ha hecho en una constante tensión, una espera alerta, un temor perenne de que de improviso sobreviviera el ataque traicionero.
La visita del presidente a la Cuernavaca romántica y cálida, no ha sido en vano,
Allá esta el general Ángeles montado a caballo, en albardón, rodeado por oficiales de su estado mayor. Todos llevan casco de corcho, estilo militar; uniforme de caqui, botas de montar, fornitura con pistola, y pende de su cuello, sobre el pecho, el estuche de cuero dentro del que van los gemelos de campaña.
Hay gran movimiento de tropas de infantería en grueso número, en marcha, vistiendo sus blancos uniformes de dril, quepis de paño. Calzan huaraches y llevan cartucheras atesadas de municiones, así como el correspondiente fusil que portan a discreción, es decir, como mejor place a cada quien para mayor comodidad en la marcha.
Hay numerosas acémilas que llevan sobre el aparejo ametralladoras y cañones de montaña. Otras cargan sobre sus lomos las cajas que contienen las municiones necesarias para las piezas de artillería.
Tras de cada grupo de soldados, tras de cada parte de la formación un tanto caprichosa, puesto que no es un desfile propiamente, van las soldaderas, que llevan sobre sus espaldas lo increíble en impedimenta y, tras de ellas, uno que otro perro que sigue, como si lo llevaran con una cerda, el humor del cuerpo del dueño.
Va esa gente hacia la estación en la que esta un tren formado por una locomotora y varios furgones cargueros, furgones “caja”. Esta el convoy detenido, pero la maquina esta resoplando, levantando vapor para partir en el momento en que se disponga.
La tropa, que viene desde la población de Cuernavaca, según va llegando a la estación, cerca del tren que la espera, aborda los carros, siguiendo las órdenes de sus respectivos oficiales.
Desde un lugar conveniente, el general Ángeles observa el embarque de la gente bajo su mando.
Cuando todos están ya a bordo y ha sido acomodado en una “jaula” el ganado, el general Ángeles aborda un carro “cabus”, enganchado en la parte final del convoy, y se da la orden para que el tren inicie la macha hacia la ciudad de México.
La tropa, que en su mayoría se ha acomodado en los techos de los carros “caja”, tanto por necesidad de espacio como porque en el interior de los carros es insoportable el ambiente, arma animada algarabía.
Cada pulsación de la maquina, cada embate de embolo que mueve las ruedas, acorta la distancia entre el lugar que esta el tren y la ciudad de México. Parece que la maquina sabe cuanto depende de ella para los acontecimientos que han de desarrollarse en la capital.
Cuando el tren arriba a México, se reproduce la misma escena anterior, la que se desarrollo al abordar el tren, nada más que ahora a la inversa, para abandonarlo. Vuelve la tropa a tierra, asumen su formación y marchan hacia el cuartel de Tacubaya.
Ese cuartel es el mismo que, ahora abandonado, fuera antes ocupado por el 1er. Regimiento de caballería, que se ha sublevado.
La tropa que vino en el tren, entra al cuartel y se acomoda, tomándolo como alojamiento.
Se establecen las guardias. Se reparte el “rancho” y las soldaderas se acercan a sus “juanes”.
Poco a poco el recinto, ahora habitado, va quedando en silencio, ese silencio murmurante de la gente que esta quieta.
Hay mucho silencio y quietud.
La noche esta gastando sus ultimas horas en defenderse del alba.
En otras partes de la ciudad, la quietud no es tan reconfortante como la que reina en el cuartel de Tacubaya. Hay movimientos, hay alertas y expectación en la gente y en el ambiente.
Los que tienen bajo su poder la Ciudadela, en la que aun no se ha acabado de secar la sangre de quienes en ella fueran muertos por traición aleve, están alertas, vigilantes y dispuestos a repeler cualquier intento de parte del gobierno para recuperar aquella posición. Saben que esta a punto de suceder algo y están dispuestos a recibir los acontecimientos tal como se presenten.
En otras partes, hay movimientos de tropas leales al gobierno de Francisco I. Madero. Se marcha de una parte hacia otra, se mueven, adelantan, pero todos los movimientos convergen sobre la ciudad de México, en cuyo perímetro habrá de dilucidarse la situación.
Con la llegada del día, crece la actividad. Se desperezan los individuos y se toman los aprestos necesarios para la jornada que se avecina.
En el palacio nacional, en la oficina del presidente de la república, esta don Francisco I. Madero y, cerca de el, el general Victoriano Huerta. Varios oficiales de diversas graduaciones están con ellos y todos rodean una amplia mesa sobre la que se ha colocado un plano de la Ciudad de México.
El general Huerta, mientras va enseñando con un lápiz que tiene en la mano derecha, explica al Presidente.
-Mire usted, señor presidente; por aquí, por las calles de Nuevo México y la avenida Morelos, atacara el general Ángeles. Por la alameda, la avenida Juárez y la calle ancha, lo hará el general Gustavo Mass, y por acá, abarcando todas estas calles, avanzara el general Delgado. Los rurales permanecerán de reserva en las calles de Balderas. Por su parte, el coronel Rubio Navarrete tiene su artillería perfectamente emplazada en los lugares más convenientes y estratégicos. Su fuego será concentrado sobre la ciudadela, mientras las tropas de cada una de las columnas de ataque efectúan su avance.
Calla un instante el general Huerta y, viendo el reloj, dice terminante y categóricamente.
-A las diez de la mañana se romperá fuego.
Fuera, en cada uno de los sectores en que estaba preparándose cada una de las columnas de ataque, la actividad crecía al par que se acortaba la hora marcada para la iniciación de las operaciones de ataque.
Los soldados revisaban por enésima vez los cerrojos de sus armas, comprobando que su funcionamiento fuera correcto. Recontaban sus dotaciones de cartuchos y aseguraban sus fornituras en forma tal, que les dejaran mayor libertad de movimiento. En una palabra, se hacían todas aquellas cosas que no son necesarias, pero que el subconsciente ordena que se hagan para que los nervios tengan una salida para su tensión. De no hacerse así, lo mas lógico de esperar seria un colapso.
Era el instante fronterizo entre la vida tal y como transcurre siempre, y aquel en que puede ser truncada por la bala que a cada uno le toca, si es que le ha de tocar.
Los jefes de cada corporación y los oficiales miraban a cada instante sus respectivos relojes, observando como sus manecillas iban acercándose, golpe a golpe, para marcas la hora:

¡Las diez de la mañana!

domingo, 13 de abril de 2014

decena trágica (parte tres)

Acto 5
A medida que el presidente de la república, don Francisco I. Madero, seguido de sus ayudantes y escoltado por los alumnos del colegio militar, va acercándose al centro de la ciudad, la gente de todas las condiciones sociales, lo vitorea entusiasmamente y se va uniendo a su séquito voluntario, sin cesar de lanzar estentóreos vivas para el, personalmente, y también como presidente de la república.
A penas se había rebasado el monumento a Carlos IV, que aun existe en la confluencia de las calles de Bucareli y Juárez, cuando, saliendo de entre la multitud, aparece un hombre evidentemente civil, que porta en la mano diestra una bandera nacional que ondea entusiasta, mientras vitorea al señor Madero. Se para precisamente frente al Presidente y respetuosamente le hace entrega de la bandera de la patria que lleva, misma que recoge amablemente. Madero llevándola levantada con su mano derecha, sigue la marcha hacia el palacio nacional, en medio de los vítores y las aclamaciones del pueblo metropolitano.
Cuando la comitiva que marcha rodeando a Don Francisco I. Madero llega a la alameda central, se escuchan varios disparos de fusil. El capitán Montes, ayudante del señor presidente, se adelanta y, poniéndose al lado de su jefe, le informa:
-Señor presidente, hay gente enemiga apostada en el teatro nacional, y no sabemos si también la haya en algunos edificios de las calles de San Francisco y Plateros. Convendría que hiciéramos un alto y que usted espera en algunas casa de las de por aquí cerca, mientras efectuamos un recorrido del terreno.
Ante la prudencia del consejo, el señor Madero accede y echa pie a tierra y, luego acompañado de sus ayudantes y de otras personas de las que se le han unido en el trayecto recorrido, penetra en la casa en que estuvo establecida la Fotografía Daguerre.
Es recibido cordialmente por los dueños del establecimiento, que lo ponen a las ordenes del Presidente, y este, tras de hablar brevemente con algunos de sus acompañantes, entre los que ya se encuentran a esas horas su hermano, el señor Gustavo Madero, y el general Victoriano Huerta, que va uniformado de caqui de campaña, se dirige al balcón del establecimiento, acompañado de su hermano Gustavo y del general Huerta, así como de otras personas de su sequito, para saludar a la multitud que se ha congregado en la calle, en la que han quedado los alumnos del Colegio militar, en alerta, así como los asistentes que cuidan los caballos en que han hecho el recorrido Madero y sus ayudantes.
Mientras esta el presidente saludando a la multitud reunida en la calle, vitoreándolo entusiasmadamente, el general Victoriano Huerta le dice:
-Señor presidente, creo que ya le habrán informado a usted de la muerte del general Bernardo Reyes y de que en la refriega frente al palacio resulto herido el general Lauro Villar.
-no sabia que estuviera herido el general Villar –contesto el señor Madero, evidentemente sorprendido por esta última novedad.
-no es nada grave, según parece –informo el general Huerta.; le dieron un balazo en un hombro; pero de todas maneras, creo que tendrá que retirarse, no podrá continuar así. Yo estoy a sus órdenes.
-General Huerta –expreso el presidente Madero-, hágase cargo de la comandancia militar de la plaza. Y usted, general Peña, tome nota de esta nueva comisión encomendada al general Huerta.
A los pocos instantes llego el capitán Montes, ayudante del presidente Madero, quien había salido en recorrido de exploración, a efecto de darse cuenta de la situación real que prevalecía en el trayecto que había de recorrer el señor Madero. Así que estuvo de nuevo delante de su jefe, cuadrándose marcialmente, informo:
-Señor presidente, no hay enemigo en el camino que debe seguirse hasta palacio; puede usted continuar su recorrido.
Al enterarse de aquella buena nueva, el presidente, de inmediato, ordeno que se reanudara la marcha y tal como lo expreso lo hizo, despidiéndose cortésmente de las personas que tenían a su cargo la Fotografía Daguerre y que, según les manifestó el, tan gentilmente lo habían hospedado.
En la calle, en donde habían quedado los cadetes del colegio militar, el presidente monta en su caballo y, cuando todos sus acompañantes hacen otro tanto, la columna reanuda la marcha siguiendo en el mismo dispositivo que habían traído anteriormente. A los breves momentos de caminar por la calle de San Francisco y Plateros, hoy avenida Francisco I. Madero, desembocaron el señor presidente y su sequito en el zócalo.
     Para el presidente y para otros muchos de los que con el venían, el espectáculo que presentaba el zócalo y especialmente la parte frontera del palacio nacional, con los cadáveres tirados en un macabro dislocamiento, fue algo positivamente impresionante.
     Al llegar Madero frente al palacio nacional y enderezar la marcha de su caballo hacia la puerta, el general Lauro Villar, con la manga del saco correspondiente al hombro herido empapada en sangre y sujetando fuertemente la herida un pañuelo también ya empapado, se adelanto sobresaliendo a la línea de tiradores pecho a tierra que todavía estaba en el mismo dispositivo que tenían cuando murió el general Bernardo Reyes. Se planto serena y gravemente delante del presidente Madero y le rindió parte de novedades en la siguiente forma:
     -Señor presidente, hemos recuperado el palacio nacional y hemos rechazado a los traidores. Murió el general Bernardo reyes y tengo prisionero al general Gregorio Ruiz.
     -¡que hombrote es usted general Villar! –exclamo agradecido el presidente Madero.
     -No, señor presidente; los hombrotes son estos soldados que están ahí, en la cadena de tiradores –repuso el general Villar.
     -Valla usted a curarse, general Villar. El general Huerta se hará cargo de la situación.
     -Muy bien señor presidente –contesto el general Villar y volviéndose hacia el general Huerta, le dijo-: ¡Mucho cuidado Victoriano!
     -¡No tengas cuidado, Lauro! –respondió el general Huerta, gravemente.
     El presidente, seguido por numerosas personas de las que habían llegado hasta el palacio, acompañándolo penetro al recinto de aquel macizo edificio y se encamino a sus oficinas para desde ahí controlar las cosas y reanudar el trabajo.
     Mientras tanto, abajo, en el cuarto en que estaba prisionero, el rebelde general Gregorio Ruiz, se ve a este sentado en una silla aparentemente en descanso, pero, en efecto, cavilando con gravedad.
     Entra el capitán Aldana al cuarto en que este prisionero el general Ruiz, seguido de un piquete de soldados que llevan el arma terciada, y dirigiéndose al reo, le dice:
     -Mi general, tengo orden de pasarlo a usted por las armas
     -¿a quien? ¿A mi? –responde casi gritando de asombro el general Ruiz.
     -Si, señor, a usted –afirma el capitán Aldana.
     -¿Cuándo?
     -Ahora mismo.
     -Pero… ¿Quién lo ordeno? –inquiere el preso, que esta ahora muy pálido.
     -El señor presidente de la Republica –le contesta firmemente el capitán Aldana.
     -Eso no puede ser –exclama Ruiz, aterrado
     -Así es, señor –manifiesta Aldana dando un paso hacia adelante.
     -Soy diputado y tengo fuero –vuelve a gritar el general Ruiz, con evidente pánico.
     -Yo no se nada –declara el capitán Aldana-; solo obedezco las órdenes que se me han dado.
     -Deseo hacer testamento –dice Ruiz, simulando aplomo -. Tengo que disponer de lo necesario en estos casos.
     -Nada de eso se puede hacer, mi general.
     -soy cristiano; necesito un confesor –ruega ahora el general Ruiz.
     -Mi general, dispóngase usted a seguirme y no me obligue a que emplee con usted la fuerza –dice ya con energía respetuosamente el capitán Aldana-. Como militar que es, debe afrontar la muerte con serenidad.
     -Tiene usted razón, capitán –dice el general Ruiz resignado y con dignidad-. Estoy a sus órdenes.
     Se levanta y marcha hasta colocarse en medio de soldados que esperan impasibles.
     El capitán Aldana, tomando su colocación, ordena: -¡Media vuelta! ¡Derecha! ¡De frente! ¡Hileras a la izquierda! ¡Marchen!
     Y se ejecuta con ritmo seco y enérgico lo ordenado.
Solo el choque violento de los pies, acompasadamente, rompe el silencio imponente de aquel minuto.
     Pasan marchando por los patios de palacio y los transponen hasta llegar al jardín trasero; en el fondo del jardín esta el paredón que muestra las trágicas lascas de impactos que hablan claro y alto de por que y como fueron causados.
     -¡Alto! –ordena el capitán Aldana y, dirigiéndose al general Ruiz, le dice, impersonalmente, con fría sobriedad -: Su lugar, enfrente.
     -Ya lo se, capitán –dice Ruiz y agrega-: ¿Me permite mandar mi ejecución?
-No hay inconveniente –declara Aldana.
     Los soldados se han formado frente al reo que avanzo y dando media vuelta da la cara al pelotón; cargan sus armas en la posición de “tirador en pie”.
     Cuando el capitán Aldana ve que el general Gregorio Ruiz se ha colocado en el lugar adecuado para recibir la descarga que ha de privarlo de la vida, ordena al pelotón:
-¡Preparen!
     El ruido seco de los cerrojos que se mueven en las cajas de los rifles, es la sola contestación a aquella orden perentoria y cortante.
Hay unos breves segundos de intervalo, entre el ruido de las armas al ser preparadas por los soldados, y luego, con voz fuerte y serena, el general Gregorio Ruiz ordena, con energía:
     -¡Apunten!... ¡Fuego!
     Una descarga cerrada atruena el ambiente.
     El cuerpo del reo se contrae sobre si mismo al recibir los impactos de las balas y luego se desploma hacia un costado, quedando con la cara hacia arriba, como si sus ojos quisieran ver el final de la vida, aquel sol frio y claro del 9 de febrero de 1913.

En la ciudad, pocos, muy pocos fueron los que comentaron la muerte del general Gregorio Ruiz, fusilado en el jardín interior del palacio nacional. Eran otros acontecimientos los que atraían la curiosidad del público, y la de los que estaban en el secreto de lo que acontecía, era reclamada con mayor vigor por el desarrollo mismo de las cosas. Lo que había sucedido en el curso de las primeras horas de la mañana de aquel día 9 de febrero de 1913, ciertamente que no era todo lo previsto ni siquiera en parte, pero tampoco era lo esperado.
     No habían resultado las cosas, como se habían planeado y, por lo mismo, quienes operaban los hilos del tinglado se disponían ahora a trazar nuevos planes, distintas actividades y, para hacerlo, estaban observando la posición de cada uno de los sujetos que en la trama intervenían, a fin de saber que ordenar a cada quien y como había de pedirle que lo realizara.
     El populacho, siempre apto para captar en forma extraña, pero segura, la presencia de sucesos que salen de los márgenes de los normal, iba de un lado para el otro, ora viendo como se levantaba a los muertos de frente a palacio y del zócalo mismo, ora corriendo por las calles adyacentes a los cuarteles y centros de agrupamiento de elementos militares, siempre listo para mirarlo todo, para comentarlo todo y luego referido a sus allegados y amigos, con la autoridad y suficiencia del que posee una información de primera mano.
     Para la ciudad, el día amaneció en tragedia. La genta de “orden” no salió de sus casas. Había pánico, terror verdadero. Las ventanas de las casas apenas si se entreabrían un poco cuando algún tripel se escuchaba por la calle, no más de lo suficiente como para permitir atisbar hacia afuera sin que se pudiera ver hacia adentro.
     Se empezó en esa mañana sangrienta del día 9 de febrero de 1913, aquella trágica jornada que la historia llamaría, andando los días, como la decena trágica.

                              acto 6
    La ciudad de México se tornaba, precipitadamente, en campo de batalla. Por todas partes el tema militar ocupaba el primer plano. Los soldados cobraban actualidad preferente y, por lo mismo, sus actividades, ya ostensibles y abiertamente declaradas, tenían a los ciudadanos materialmente con el alma en un hilo.
Por las calles de Bucareli, esquina con la avenida Morelos, a la altura del reloj público monumental, llega el ahora liberado general Félix Díaz. Le acompaña el general Manuel Mondragón, un grupo de cadetes de aspirantes de caballería y una sección de artillería de campaña. Vienen apresuradamente y, al llegar a la altura del reloj hacen alto con gran estrépito de los armones de artillería y de los cañones mismos, cascos de caballos y chocar armas.
    Inmediatamente que hacen alto, Mondragón ordena que se emplacen las dos piezas de artillería que llevan, apuntando hacia la ciudadela. Los servidores de las piezas, diligentemente, ejecutan la maniobra sin preocuparse en lo absoluto de la expectación que despiertan sus actos en los curiosos que se detienen, entre miedosos y mirones, para no perderse nada de lo que allí acontezca.
     En la ciudadela, el panorama no era muy diferente. Solamente cambia en cuanto a los elementos en acción.
Frente al ancho y plano edificio se abre la amplia plaza de armas, en el centro de la cual se yergue la estatua del cura. Morelos. La fachada de la actual Fábrica Nacional de armas y del Cuartel de la Guardia Presidencial, en ese entonces, hacen marco a la gran plaza.
     En la azotea de estos edificios, lo mismo en la ciudadela como en la Fábrica de Armas y en el cuartel de la guardia presidencial, hay soldados armados que están tomando dispositivos para resistir cualquier agresión que se produzca.
En la azotea de la ciudadela hay numerosos elementos de la policía de la ciudad de México y algunos soldados de línea, todos ellos parapetados tras los pretiles y con sus fusiles dispuestos para hacer fuego en contra de quien se ordene y en el momento en que se de la orden. Permanecen echados sobre la azotea o rodilla en tierra, según el alto del pretil del cornisamento, pero evidentemente alertas y oteando el campo visual que les es permitido desde su posición.
En un sitio conveniente de la azotea de la ciudadela están emplazadas dos ametralladoras servidas para oficiales de artillería.
    El general Manuel P. Villareal, jefe del puesto de la ciudadela, vistiendo uniforme de caqui, con gorra de paño y portando al cinto pistola y espada, desde la azotea de la ciudadela observa con unos gemelos los movimientos de los elementos felixistas que se han colocado al pie del reloj de Bucareli. Junto al general Villareal esta un oficial ayudante, listo para transmitir cualquier orden o disposición que dicte el jefe del puesto.
Mientras tanto, los dos oficiales que tienen a su cargo las ametralladoras, revisan sus piezas cuidadosamente, a fin de comprobar su buen funcionamiento. Las repasan parte por parte, y cuando uno de ellos ha comprobado que su ametralladora esta lista para "cantar" con toda su capacidad, vuelve la cara hacia su compañero y le hace un significativo guiño, que el otro contesta asintiendo con la cabeza, silenciosamente.
     En un momento dado, un corneta, desde La Ciudadela lanza el toque de “enemigo al frente”. El toque es repetido por un trompeta desde la azotea del Cuartel de Guardias Presidenciales.
     Las notas vibrantes de aquellos instrumentos, que llevan la voz de la infantería y de la caballería, respectivamente, meten en el animo de los que se aprestan a combatir, la nerviosidad propia de esos momentos solemnes en los que no se sabe si le toque a uno estar en el lado de los que ya no se levantaran jamás de su puesto o los que escucharan las notas alegres del “tres de diana” de los vencedores.
     Desde su posición, al pie del reloj de las calles de Bucareli, las dos piezas de artillería que ha mandado emplazar ahí el general Mondragón, rompen el fuego disparando una vez cada una. Fuego que de inmediato es contestado por los defensores de la ciudadela.
     El ronco tronar de los cañones es coreado por el trallazo de los rifles, y el aire se puebla, instantáneamente del enjambre de zumbidos que, como exhalación, pasan sembrando la muerte. Son las balas que van en busca de la carne para destrozarla. Es la guerra, nada más.
     De imprevisto, los dos oficiales que están a cargo de las dos únicas ametralladoras que hay en la azotea de la ciudadela, y de las que tanto depende la defensa de ese puesto, cambian la posición de sus armas y convierte en objetivo de ellos no a los atacantes felixistas sublevados sino a los propios defensores de la ciudadela, sobre los que disparan indiscriminadamente, tomándolos por la espalda sin darles oportunidad de enterarse de que esta sucediendo en realidad, las armas los sorprenden antes de que se den cuenta de que han sido vendidos con deliberación.
     Casi todos los hombres que estaban perpetrados tras de los pretiles del cornisamento de la ciudadela, quedan muertos en la misma posición en que estaban para batirse con el enemigo que esperaba, no por la retaguardia, sino procedente de la calle de Bucareli.
     El general Villareal, también victima de aquel crimen inenarrable, cae agonizante; su ayudante cae muerto a su lado; un soldado, despreciando el peligro, corre y sostiene al general herido.
     El corneta de la ciudadela toca “cesar fuego” y aquel toque es repetido por el trompeta de guardias presidenciales.
     Se suspende el fuego. Callan las armas
     En la azotea de la ciudadela, el general Villareal, moribundo, hace manifiestos esfuerzos pretendiendo hablar. El soldado que lo sostiene, advirtiendo el intento dice respetuoso:
     -Ordene, mi general Villareal.
     Con palabras entrecortadas, casi inaudibles, el general Villareal dice:
     -¿Quién ordeno cesar fuego?... si quiera esperen hasta que yo muera para rendirme ¡cobardes!...
     Aquellas fueron sus últimas palabras. Al terminar de lanzar aquella exclamación airada, murió, asesinado por la espalda.
     El panorama entre los elementos que acompañan a Feliz Díaz y que ya están situados al pie del reloj de Bucareli es distinto.
     En medio de exclamaciones de triunfo y de jubilosos vítores, Félix Díaz avanza hacia la ciudadela rendida, como lo demuestra la bandera blanca que ondea en lo alto de la azotea. La gente que acompaña a Félix Díaz lo vitorea estentóreamente:
     ¡Viva Félix Díaz! ¡Viva Félix Díaz!
     Al llegar a la ciudadela el general Félix Díaz, la puerta de aquel establecimiento se abre de par en par, como para brindarle su abrigo triunfador.
     Un grupo de oficiales que esta en aquel recinto, recibe con clamorosas felicitaciones y vítores a Díaz, que avanza con su gente hasta el interior de la fortaleza.
     Recorre todo el establecimiento. Los almacenes de armas y municiones, ahí existente en gran cantidad, ponen alegría en lacara del vencedor y la de sus acompañantes. Aquello significaba abastecimiento asegurado para continuar la rebelión hasta reducir el último baluarte que pueda levantarse.
     Provisionalmente, como ellos mismos lo dicen, los generales Félix Díaz y Mondragón, instalan sus oficinas en la que fuera dirección de la ciudadela. De inmediato, aquel recinto cobra una inusitada importancia y un movimiento de entradas y salidas que nunca antes había sido visto ahí. Militares y civiles entran y salen trayendo y llevando ordenes, recados, informes y toda esa suerte de cosas que suceden a los acontecimientos como los que ahí tienen efecto.
     En los almacenes de armas y municiones, varios oficiales pertrechan a gran número de elementos civiles que se han alistado para ayudar a los sediciosos en su aventura rebelde. Todo es llegar hasta el recinto de los almacenes para lograr lo cual no hay ninguna dificultad, y declarar que se quiere tomar parte en la aventura contra el gobierno, para que de inmediato se le entregue un arma con una generosa dotación de municiones.
     Sobre las alturas de la ciudadela, en las azoteas que antes estuvieron defendidas por los soldados a los que se les acribillo por la espalda, el aspecto ahora es otro. Están ahí tomando dispositivos para defender el puesto, los nuevos elementos que han ingresado en las filas de la rebelión. Los civiles armados hacen mayoría al lado de unos cuantos elementos militares. Los puestos que ocuparon los soldados muertos ahora están cubiertos por los voluntarios de la rebelión.
En otro sector, no lejano por cierto, la actividad bélica esta en todo su apogeo. Dos piezas de artillería emplazadas en las cercanías de la ciudadela, han tomado como objetivo nada menos que uno de los muchos del penar de belén. Abren fuego sobre aquella muralla y la baten hasta derribarla. Cuando se dan cuenta los artilleros que su fuego a sido efectivo y observan con sus prismáticos los efectos logrados, advierten también que por el boquete enorme que las granadas han abierto en el muro de la prisión, aparecen los reos que en su interior estaban purgando sabrá Dios que delitos. Miran los reclusos recelosos para lado y lado y, ni cortos ni perezosos, emprenden la huida en carrera desenfrenada, cogiendo la libertad alcanzada tan inesperadamente, con la ansiedad de la desesperación y el temor. No son pocos los presos que encaminan su carrera rumbo a la ciudadela, demostrando con ello que están enterados de que ahí pueden ser armados.
     Apenas han tomado sus dispositivos cuando llega un oficial, quien con voz levantada y enérgica ordena:
     -¡Listo todo el mundo! ¡Ahí viene una fuerza!
     -¡traen bandera blanca! ¡No tiren! –advierte otro oficial.
     En efecto se acerca una fuerza numerosa, compuesta por elementos de infantería.
     Un oficial de la tropa se adelanta hacia los que están parapetados tras de las trincheras y, según va acercándose, les informa:
     -Veníamos a batirlos; pero ya estamos con ustedes.
     -¿de donde son? –inquiere un oficial del puesto.
     -Somos del batallón de seguridad –contesta el interpelado y agrega a guisa de información oficiosa-: No han de tardas en llegar los de la policía montada; también se han pasado a este lado.
     Así cundió la gangrena de la traición entre aquella gente. No era raro que tal cosa sucediera. Se trataba de tropas mandados por oficiales que habían hecho su carrera bajo la égida de un régimen que creyeron infalible, y el solo hecho de que se les hubiera sustituido, para ellos, era mas que suficiente no digamos para emprender una acción como la que venían desarrollando –que en su criterio no era traición ni delito, sino recuperación-, sino hasta dar pasos mas largos como los que dieron mas adelante.
     Mientras los hechos que dejamos narrados en los párrafos anteriores tenían lugar en los sitios mencionados, la ciudad, presa del pánico y azorada, empezaba a sufrir los resultados de una situación de aquella índole. Había hambre. No podía salir la gente a surtirse de aquellas cosas que le eran menester, por que temían: o bien que les tocara alguna bala “perdida” o bien encontrarse con que el tendero de la esquina no había abierto o se había marchado a engrosar las filas de la infidencia.
     La ciudad, fuera de los lugares de actividad militar parecía un desierto.

     No se veía en toda la calle de Balderas, una sola alma viviente.