viernes, 24 de octubre de 2014

Los libros prohibidos en la Nueva España, una revisión general

Por: Griselda Gómez Pérez
Mucho se ha dicho sobre los libros prohibidos y el control moralista y político que el clero y las autoridades civiles ejercieron sobre los textos, iglesia y gobierno identificaron al libro como el canal de transmisión cultural y vigilaron estrechamente a ese posible disidente que es el libro. La censura, que inicialmente se estableció para los libros de temas religiosos en 1496 se extendió a otro tipo de textos, como novelas, las distintas historias de las indias, tratados de geografía y otros temas que discrepaban con las normas establecidas por las autoridades eclesiásticas y civiles.
En la Nueva España, las primeras víctimas de esta discrepancia religiosa e ideológica fueron los amoxtli o códices prehispánicos, cuya destrucción esta registrada por la historia, como es el caso de la quema de los archivos de las casas reales de Nezahualpiltzintli en Texcoco,- considerado el centro de la cultural náhuatl. Atribuida a los hombres de Hernán Cortés y según Servando Teresa de Míer, por órdenes del propio fray Juan de Zumárraga, quien en su momento fuera inquisidor apostólico, también se puede mencionar el Auto de Maní, ordenado por fray Diego de Landa el 12 de julio de 1562 cuando miles de pictografías de la cultura maya fueron destruidas.
En relación a que los indios aprendieran o no a leer, las controversias estuvieron a la orden del día. En general, las diferentes órdenes religiosas tenían como objetivo enseñar a leer sólo y exclusivamente como un medio para que los nativos tuvieran acceso a la religión. Por ejemplo, los franciscanos Alonso de Molina y Bernarnido de Sahagún fomentaron la lectura bíblica en traducciones manuscritas o impresas, pero por otra parte, se dio el caso de que los dominicos Juan de la Cruz y Domingo de la anunciación opinaran en contra y llegaron a destacar la necesidad de que “todos los libros, de mano o de molde, seria muy bien que les fuesen quitados a los indios”.
En general, los indígenas eran considerados inferiores, sin capacidad de discernir sobre su propia moralidad y raciocinio, por lo que legalmente fueron tratados como menores de edad y como tal, le lectura fue considerada peligrosa por algunas fracciones religiosas. Al respecto en 1555 durante el primer concilio provincial mexicano, se advirtió sobre el peligro de imprimir obras que no fueran previamente censuradas, además se establecieron normas y sanciones para los comerciantes de libros.
Esta postura se venia sosteniendo desde muy tempranas fechas pues por disposición legal desde la Real cédula de Ocaña del 4 de abril de 1531 y reiterada en la cedula de Valladolid de 1541, se prohibió el envió a las indias de libros de romances, historias vanas, profanas y libros de caballerías y por extensión todos aquellos libros que estuvieran vetados en España, y cabe aclarar que el índice español estaba sujeto a los intereses de las autoridades españolas y en ocasiones no coincidían los libros incluidos en el índice romano, por eso se ha podido comprobar que algunos libros prohibidos en España circularon en Roma y viceversa.
Poco después de la publicación del índex librorum prohibitorum et expurgatorum, cuya primera edición data de 1559, el control se hizo mas férreo, pues en el se asentaron las obras de autores prohibidos cuyos textos fueron censurados a causa de herejía, deficiencia moral, sexo explícito, inexactitudes políticas y errores teológicos o morales.
Si bien estas medidas se aplicaron sobre todo a las lecturas destinadas a la población criolla y española, el establecimiento del Tribunal del santo oficio de la Nueva España, en 1571, trajo como consecuencia que las lecturas para los indios fueran un tema de particular interés que fue abordado en 1572 en una consulta entre las autoridades eclesiásticas para determinar las lecturas, de estricta formación moral, podían dejarse en mano de los nativos.
Aún se dio el caso de que hasta los libritos pictográficos que se elaboraron como apoyo para memorizar las oraciones y que eran empleados por los indígenas catequistas, familiarizados con la forma pictográfica tradicional prehispánica, -que más que transcribir, sugerían los contenidos- fueran vistos por algunos clérigos doctrineros como peligrosos.
Los bibliografos están de acuerdo en considerar que no fueron escritos muchos catecismos jeroglíficos pues rápidamente quedaron prohibidos por los adictos conciliares y fueron eliminados de las lecturas de los nativos, lo que contribuyó a que se perdieran las formas de registro gráfico prehispánicas.
Lo anterior permite identificar una incongruencia en las políticas virreinales e inquisitoriales en relación a la lectura; por una parte la veda de leer escritos de alguna manera relacionados con los antiguos códices prehispánicos, textos prohibidos por hetéricos, así como libros considerados simplemente de temas vanos, y por otra parte, una promoción a la lectura considerada constructiva, de los textos que los misioneros les proporcionaban, con ello además podemos observar lo complejo de la situación que prevaleció en esos procesos.
El expurgo de los libros enviados a América generalmente se realizaba en la casa de contratación de Sevilla; el comerciante debía presentar ante los oficiales reales de la casa de contratación un registro con las características del envío y un listado del cargamento en cuestión, entre lo que por supuesto estaban los títulos de los libros incluidos. Después de los trámites meramente administrativos y de fijar los costos de avería, entes de otorgar las licencias de exportación el envió era revisado por el santo oficio de la inquisición y los libros eran cotejados con las listas de control de libros prohibidos, listas expurgatorias y edictos especiales para constatar que no se trataba de hetericos o condenados y así cerrar las cajas con el sello del santo oficio.
Existió la cédula real, dada por Carlos V el 5 de septiembre de 1550, que establecía que los embarques de libros que fueran enviados al Nuevo Mundo deberían ser revisados uno por uno, pero debido a la cantidad de libros que eran comercializados, en ocasiones flotas enteras, estas disposiciones no fueron cumplidas, pues en general los títulos específicos de libros que trataban de aspectos fatuos, no figuraron en los listados de libros prohibidos ni expurgatorios por lo que inadvertidos, en casi todos los embarques llegaron a los puertos del Nuevo Mundo: novelas, poesía profana, caballería y otros temas similares, gracias a lo que puede calificarse como futilidad del tema. El punto central de esto es señalar que una situación ocurrió en el papel, en los mandatos y en la propia acción de los revisores de los cargamentos, quienes obviaron situaciones, pasaron por alto revisiones otros errores humanos que permitieron que impresos y manuscritos no autorizados se pudieran conocer en la Nueva España.
Leonar Irving en los libros del conquistador aventura la opinión en el sentido de que existía algún contubernio entre los oficiales de la Casa de contratación y los comerciantes debido a las ventajas económicas que representaba disimular las enormes cantidades de novelas que ingresaron a la Nueva España. Así, entre lo que nuestros antepasados coloniales no debieron haber leído posiblemente estaban el Amandís de Guala (en general toda la seria de los Amadis y Palmerínes), la crónica Troyana, la crónica del Sid, el Orlando furioso, Orlando enamorado y la épica batalla de Roncesvalle; entre las novelas pastoriles se tiene noticia de: los siete libros de Diana, de Jorge Montemayor. Diana enamorada escrita por Gaspar Gil Polo, la Galatea de Cervantes, la arcadia de Lope. De la novela picaresca tenemos obras consagradas como la vida del lazarillo de Tormes y la tragicomedia de Calixto y Melibea. La novela histórica estuvo representada por Las guerras civiles de Granada, la crónica del rey Don Rodrigo o la Crónica Troyana.
También cayeron en esta categoría los libros con temas sobre las Indias y sus pobladores, por lo que se prohibía la introducción de textos como la Historia de Indias y conquista de México, de Francisco López de Gómara, la Historia de América, de Robertson y aún los comentarios reales de Garcilaso de la Vega.
Igual suerte tuvieron los temas sobre la Revolución de Francia y la filosofía de la ilustración Francesa que también fueron proscritos de la lectura por considerarlos ideologicamente peligrosos. También temas sobre ciencias, como la astronomía, que pudieran contravenir lo establecido por los textos religiosos fueron indizados entre los libros prohibidos como fuera el caso del texto sobre el movimiento de las esferas celestiales, publicado en 1543, y que exponía la teoría heliocéntrica de Nicolás Copernico.
Este excesivo control de las lecturas se reforzó en el puerto de destino, donde de acuerdo a una real cédula de 1556, los empleados de la casa de contratación volvían a cotejar los listados de libros contra los índices de libros prohibidos. Antes de esto el visitador del santo oficio, acompañado de las autoridades civiles, interrogaban bajo juramento y en secreto, al maestre, al piloto y a algunos pasajeros en relación a cualquier anomalía de orden moral que se hubiera suscitado durante el viaje y se incluían algunas preguntas sobre libros que ellos u otras personas trajeran registrados o no, y si tenían alguna característica que los hiciera sospechosos.
Al paso del tiempo la inquisición se reservó las funciones de revisar los cargamentos de libros y los empleados de la casa de contratación se limitaron a remitir este tipo de cargamento al Tribunal de la inquisición quien se encargaba de confiscar los materiales incluidos en los listados de libros prohibidos. Aún se llegó a prohibir comercializar los libros directamente desde Veracruz y se enviaban a la Ciudad de México para que fueran revisados cabalmente.
Ese control a primera vista puede llevarnos a la conclusión de que en la Nueva España se leía poco. Nada más lejos; se dio un proceso contradictorio, pues a través de la inquisición la iglesia prohibía la circulación de algunos textos y, por otra parte, existían normal propiciatorias para la difusión de la cultura escrita como era, por ejemplo, el hecho de que la introducción de libros al Nuevo Mundo estuviera libre de impuestos o que se impulsara la impresión de catecismos y gramáticas en castellano y lenguas indígenas. para controlar la importación de libros se supervisaba, además de los cargamentos de las naves y los avíos de los pasajeros, las librerías, las imprentas y aún las colecciones particulares. El temor a las doctrinas contrarias al catolicismo, la ignorancia y aún la pereza de los comisarios y censores del santo oficio, ocasionaron que en más de una ocasión se destruyeran indiscriminadamente envíos considerados sospechosos y de esa forma algunos escritos se perdieron para siempre.
Así las cosas, el libro identificado como canal ideológico circuló oculto o libremente por las colonias españolas. Las supervisiones de alguna manera se tornaron cotidianas e improductivas y si bien la autoridad imponía trabas al proceso de la difusión impresa, el pueblo, principalmente conquistadores y criollos, se gloriaban de burlar disposiciones y aduanas. Se disimulaban los libros hetéricos bajo el nombre de autores reconocidamente católicos, o los libros prohibidos se encuadernaban junto a otros considerados de sana lectura o simplemente como sugiere Irbing; se empleó el soborno como parte del proceso de comercialización.
No obstante esta continua lucha por controlar los impresos, manuscritos y la lectura de ellos en la Nueva España el libro de hizo necesario a tal grado que el 12 de junio de 1539, Juan Pablos, considerado el primer impresor de América latina, firmó con el editor J. Cromberger un protocolo que lo autorizaba a instalar una imprenta en la Ciudad de México y poco después; según se documenta en una carta de fray Juan de Zumárraga, salió de la casa de Juan Pablos la impresión del primer libro mexicano: Breve y compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana.
El titulo nos marca las pautas culturales del momento; la enseñanza de la religión católica y del idioma castellano ocupaban las prioridades de los entonces dos hombres más poderosos del virreinato Don Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España y el primer obispo de la diócesis de la ciudad de México, Don Juan de Zumárraga.
El control sobre lo que se debería o no escribir se reglamentó y dos de las normas de mayor impacto fueron la real pragmática del 8 de julio de 1502, en la cual se estableció la necesidad de obtener un otorgamiento real o licencia para poder establecer una imprenta, y el documento que estableció la censura real dictada el 7 de septiembre de 1558.
Esto obligaba a los autores e impresores a presentar cualquier manuscrito que pretendiera publicarse (ante el escribano de la cámara del consejo) el escrito previamente censurado por el inquisidor general y su consejo. No así los libros religiosos escritos en latín o las cartillas, vocabularios y gramáticas que sólo requerían la licencia del prelado al que estuviera adscrita la imprenta.
También se normalizaron los datos que debieran identificar a los responsables del escrito y su impresión como: la información correspondiente a la licencia, la asa de venta de los pliegos y la cédula de privilegio, el nombre del autor, del impresor, el lugar de publicación y el tiraje.
Las ilustraciones tampoco escaparon al temor que despertaban los libros, siempre portadores de palabra silenciosa y fértil. No obstante, el uso de ilustraciones ha sido tradicionalmente un recurso de comunicación muy atractivo, por lo que se popularizó el empleo de imágenes y estampas que sin embargo no quedaron fuera de los límites establecidos para los libros.
Es ampliamente conocido que entre los juicios más destacados efectuados en la Nueva España, en 1571 fue precisamente una estampa la causa del proceso que efectuó la inquisición contra el impresor francés, radicado en México, Pedro Ocharte el grabador Juan Ortiz a quienes se les siguió juicio por imprimir una estampa de la Virgen del Rosario cuya leyenda al pie de la imagen contravenía las normas católicas.
La edición de índices de libros prohibidos que se iniciara en 1559 se mantuvo durante siglos, bajo la supervisión de la sagrada congregación del índice, hasta la última lista que data de 1948, pero no fue sino hasta 1966, cuando la iglesia católica decretó que no se continuara renovando su edición. Sin embargo hasta la fecha, el tema moral sobre lo que debe leerse o no, ocupa las actividades de los mediadores entre el libro y los lectores pues la censura se ocupa de los temas como herejía, brujería, deficiencia moral, sexo explícito, inexactitudes o errores teológicos y morales, así como normas de la iglesia. En relación a lo que se debe o no leer, actualmente se puede consultar en Internet una Guía bibliográfica del Opus Dei, en la que se establecen categorías, que recomiendan lo que si puede leerse sin daño moral. La primera está constituida por libros que “pueden ser leídos por todos”, sin embargo es notable que aún algunas historias que uno considera para niños, como por ejemplo los cuentos de los Hermanos Grimm quedan censurados por su contenido fantástico ligado a temas de brujería y hechicería, como sería el caso de la historia de Blanca Nieves. Una segunda categoría la constituye aquellos textos que “requieren un poco de formación” y que si bien son recomendables tienen algún “pero”. Una tercera categoría comprende los libros apropiados para “quien tenga formación” un criterio y cultura católica sólida, y que además cuente con el permiso de su director espiritual para leer ese texto. La cuarta categoría la constituyen aquellos textos que requieren “formación y necesidad de leerlos” por razones de estudio o preparación y por supuesto también se requiere contar con el permiso del director espiritual. La quinta y sexta categorías se clasifican como “no se puede leer” y “lectura prohibida” y necesitan un permiso especial de la delegación o en el caso de la lectura prohibida la autorización del prelado para leerse.
Los lineamientos que aplica la Guía bibliográfica, aplican en general a obras de teología, filosofía y derecho canónico, pero también se incluyen obras de literatura y ciencias como la psicología o la sociología. En contraparte a esta guía se ofrece un indice general de bilbiografías positivas que es un amplio listado de obras que pueden ser leídas sin casi ningún inconveniente.

Luego de este recuento general lo que podemos ver es que las prácticas y las restricciones, así como las recomendaciones por lo que se debe o no leer es una constante hasta nuestros días, sin embargo la postura y actitudes de las autoridades civiles y religiosas, en relación al tema, esta mediada por los derechos de libertad de prensa, que si bien en ocasiones son atropellados, al menos pueden invocarse en defensa de libros y lectores.


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