Por:
Griselda Gómez Pérez
Mucho
se ha dicho sobre los libros prohibidos y el control moralista y
político que el clero y las autoridades civiles ejercieron sobre los
textos, iglesia y gobierno identificaron al libro como el canal de
transmisión cultural y vigilaron estrechamente a ese posible
disidente que es el libro. La censura, que inicialmente se estableció
para los libros de temas religiosos en 1496 se extendió a otro tipo
de textos, como novelas, las distintas historias de las indias,
tratados de geografía y otros temas que discrepaban con las normas
establecidas por las autoridades eclesiásticas y civiles.
En
la Nueva España, las primeras víctimas de esta discrepancia
religiosa e ideológica fueron los amoxtli o códices prehispánicos,
cuya destrucción esta registrada por la historia, como es el caso de
la quema de los archivos de las casas reales de Nezahualpiltzintli en
Texcoco,- considerado el centro de la cultural náhuatl. Atribuida a
los hombres de Hernán Cortés y según Servando Teresa de Míer, por
órdenes del propio fray Juan de Zumárraga, quien en su momento
fuera inquisidor apostólico, también se puede mencionar el Auto de
Maní, ordenado por fray Diego de Landa el 12 de julio de 1562 cuando
miles de pictografías de la cultura maya fueron destruidas.
En
relación a que los indios aprendieran o no a leer, las controversias
estuvieron a la orden del día. En general, las diferentes órdenes
religiosas tenían como objetivo enseñar a leer sólo y
exclusivamente como un medio para que los nativos tuvieran acceso a
la religión. Por ejemplo, los franciscanos Alonso de Molina y
Bernarnido de Sahagún fomentaron la lectura bíblica en traducciones
manuscritas o impresas, pero por otra parte, se dio el caso de que
los dominicos Juan de la Cruz y Domingo de la anunciación opinaran
en contra y llegaron a destacar la necesidad de que “todos los
libros, de mano o de molde, seria muy bien que les fuesen quitados a
los indios”.
En
general, los indígenas eran considerados inferiores, sin capacidad
de discernir sobre su propia moralidad y raciocinio, por lo que
legalmente fueron tratados como menores de edad y como tal, le
lectura fue considerada peligrosa por algunas fracciones religiosas.
Al respecto en 1555 durante el primer concilio provincial mexicano,
se advirtió sobre el peligro de imprimir obras que no fueran
previamente censuradas, además se establecieron normas y sanciones
para los comerciantes de libros.
Esta
postura se venia sosteniendo desde muy tempranas fechas pues por
disposición legal desde la Real cédula de Ocaña del 4 de abril de
1531 y reiterada en la cedula de Valladolid de 1541, se prohibió el
envió a las indias de libros de romances, historias vanas, profanas
y libros de caballerías y por extensión todos aquellos libros que
estuvieran vetados en España, y cabe aclarar que el índice español
estaba sujeto a los intereses de las autoridades españolas y en
ocasiones no coincidían los libros incluidos en el índice romano,
por eso se ha podido comprobar que algunos libros prohibidos en
España circularon en Roma y viceversa.
Poco
después de la publicación del índex librorum prohibitorum et
expurgatorum, cuya primera edición data de 1559, el control se hizo
mas férreo, pues en el se asentaron las obras de autores prohibidos
cuyos textos fueron censurados a causa de herejía, deficiencia
moral, sexo explícito, inexactitudes políticas y errores teológicos
o morales.
Si
bien estas medidas se aplicaron sobre todo a las lecturas destinadas
a la población criolla y española, el establecimiento del Tribunal
del santo oficio de la Nueva España, en 1571, trajo como
consecuencia que las lecturas para los indios fueran un tema de
particular interés que fue abordado en 1572 en una consulta entre
las autoridades eclesiásticas para determinar las lecturas, de
estricta formación moral, podían dejarse en mano de los nativos.
Aún
se dio el caso de que hasta los libritos pictográficos que se
elaboraron como apoyo para memorizar las oraciones y que eran
empleados por los indígenas catequistas, familiarizados con la forma
pictográfica tradicional prehispánica, -que más que transcribir,
sugerían los contenidos- fueran vistos por algunos clérigos
doctrineros como peligrosos.
Los
bibliografos están de acuerdo en considerar que no fueron escritos
muchos catecismos jeroglíficos pues rápidamente quedaron prohibidos
por los adictos conciliares y fueron eliminados de las lecturas de
los nativos, lo que contribuyó a que se perdieran las formas de
registro gráfico prehispánicas.
Lo
anterior permite identificar una incongruencia en las políticas
virreinales e inquisitoriales en relación a la lectura; por una
parte la veda de leer escritos de alguna manera relacionados con los
antiguos códices prehispánicos, textos prohibidos por hetéricos,
así como libros considerados simplemente de temas vanos, y por otra
parte, una promoción a la lectura considerada constructiva, de los
textos que los misioneros les proporcionaban, con ello además
podemos observar lo complejo de la situación que prevaleció en esos
procesos.
El
expurgo de los libros enviados a América generalmente se realizaba
en la casa de contratación de Sevilla; el comerciante debía
presentar ante los oficiales reales de la casa de contratación un
registro con las características del envío y un listado del
cargamento en cuestión, entre lo que por supuesto estaban los
títulos de los libros incluidos. Después de los trámites meramente
administrativos y de fijar los costos de avería, entes de otorgar
las licencias de exportación el envió era revisado por el santo
oficio de la inquisición y los libros eran cotejados con las listas
de control de libros prohibidos, listas expurgatorias y edictos
especiales para constatar que no se trataba de hetericos o condenados
y así cerrar las cajas con el sello del santo oficio.
Existió
la cédula real, dada por Carlos V el 5 de septiembre de 1550, que
establecía que los embarques de libros que fueran enviados al Nuevo
Mundo deberían ser revisados uno por uno, pero debido a la cantidad
de libros que eran comercializados, en ocasiones flotas enteras,
estas disposiciones no fueron cumplidas, pues en general los títulos
específicos de libros que trataban de aspectos fatuos, no figuraron
en los listados de libros prohibidos ni expurgatorios por lo que
inadvertidos, en casi todos los embarques llegaron a los puertos del
Nuevo Mundo: novelas, poesía profana, caballería y otros temas
similares, gracias a lo que puede calificarse como futilidad del
tema. El punto central de esto es señalar que una situación ocurrió
en el papel, en los mandatos y en la propia acción de los revisores
de los cargamentos, quienes obviaron situaciones, pasaron por alto
revisiones otros errores humanos que permitieron que impresos y
manuscritos no autorizados se pudieran conocer en la Nueva España.
Leonar
Irving en los libros del conquistador aventura la opinión en el
sentido de que existía algún contubernio entre los oficiales de la
Casa de contratación y los comerciantes debido a las ventajas
económicas que representaba disimular las enormes cantidades de
novelas que ingresaron a la Nueva España. Así, entre lo que
nuestros antepasados coloniales no debieron haber leído posiblemente
estaban el Amandís de Guala (en general toda la seria de los Amadis
y Palmerínes), la crónica Troyana, la crónica del Sid, el Orlando
furioso, Orlando enamorado y la épica batalla de Roncesvalle; entre
las novelas pastoriles se tiene noticia de: los siete libros de
Diana, de Jorge Montemayor. Diana enamorada escrita por Gaspar Gil
Polo, la Galatea de Cervantes, la arcadia de Lope. De la novela
picaresca tenemos obras consagradas como la vida del lazarillo de
Tormes y la tragicomedia de Calixto y Melibea. La novela histórica
estuvo representada por Las guerras civiles de Granada, la crónica
del rey Don Rodrigo o la Crónica Troyana.
También cayeron en esta categoría
los libros con temas sobre las Indias y sus pobladores, por lo que se
prohibía la introducción de textos como la Historia de Indias y
conquista de México, de Francisco López de Gómara, la Historia de
América, de Robertson y aún los comentarios reales de Garcilaso de
la Vega.
Igual
suerte tuvieron los temas sobre la Revolución de Francia y la
filosofía de la ilustración Francesa que también fueron proscritos
de la lectura por considerarlos ideologicamente peligrosos. También
temas sobre ciencias, como la astronomía, que pudieran contravenir
lo establecido por los textos religiosos fueron indizados entre los
libros prohibidos como fuera el caso del texto sobre el movimiento de
las esferas celestiales, publicado en 1543, y que exponía la teoría
heliocéntrica de Nicolás Copernico.
Este
excesivo control de las lecturas se reforzó en el puerto de destino,
donde de acuerdo a una real cédula de 1556, los empleados de la casa
de contratación volvían a cotejar los listados de libros contra los
índices de libros prohibidos. Antes de esto el visitador del santo
oficio, acompañado de las autoridades civiles, interrogaban bajo
juramento y en secreto, al maestre, al piloto y a algunos pasajeros
en relación a cualquier anomalía de orden moral que se hubiera
suscitado durante el viaje y se incluían algunas preguntas sobre
libros que ellos u otras personas trajeran registrados o no, y si
tenían alguna característica que los hiciera sospechosos.
Al
paso del tiempo la inquisición se reservó las funciones de revisar
los cargamentos de libros y los empleados de la casa de contratación
se limitaron a remitir este tipo de cargamento al Tribunal de la
inquisición quien se encargaba de confiscar los materiales incluidos
en los listados de libros prohibidos. Aún se llegó a prohibir
comercializar los libros directamente desde Veracruz y se enviaban a
la Ciudad de México para que fueran revisados cabalmente.
Ese
control a primera vista puede llevarnos a la conclusión de que en la
Nueva España se leía
poco. Nada más lejos; se dio un proceso contradictorio, pues a
través de la inquisición
la iglesia prohibía la circulación
de algunos textos y, por otra parte, existían
normal propiciatorias para la difusión de la cultura escrita como
era, por ejemplo, el hecho de que la introducción
de libros al Nuevo Mundo estuviera libre de impuestos o que se
impulsara la impresión de catecismos y gramáticas en castellano
y lenguas indígenas.
para controlar la importación de libros se supervisaba, además de
los cargamentos de las naves
y los avíos de los pasajeros, las librerías, las imprentas y aún
las colecciones
particulares. El temor
a las doctrinas contrarias al catolicismo, la ignorancia y aún la
pereza de los comisarios y censores del santo oficio, ocasionaron que
en más de una ocasión se destruyeran indiscriminadamente envíos
considerados sospechosos y de esa forma algunos escritos
se perdieron para siempre.
Así
las cosas, el libro identificado como canal ideológico circuló
oculto o libremente por las colonias españolas. Las supervisiones de
alguna manera se tornaron cotidianas e improductivas y si bien la
autoridad imponía trabas al proceso de la difusión impresa, el
pueblo, principalmente conquistadores y criollos, se gloriaban de
burlar disposiciones y aduanas. Se disimulaban los libros hetéricos
bajo el nombre de autores reconocidamente católicos, o los libros
prohibidos se encuadernaban junto a otros considerados de sana
lectura o simplemente como sugiere Irbing; se empleó el soborno como
parte del proceso de comercialización.
No
obstante esta continua lucha por controlar los impresos, manuscritos
y la lectura de ellos en la Nueva España el libro de hizo necesario
a tal grado que el 12 de junio de 1539, Juan Pablos, considerado el
primer impresor de América latina, firmó con el editor J.
Cromberger un protocolo que lo autorizaba a instalar una imprenta en
la Ciudad de México y poco después; según se documenta en una
carta de fray Juan de Zumárraga, salió de la casa de Juan Pablos la
impresión del primer libro mexicano: Breve y compendiosa doctrina
cristiana en lengua mexicana y castellana.
El
titulo nos marca las pautas culturales del momento; la enseñanza de
la religión católica y del idioma castellano ocupaban las
prioridades de los entonces dos hombres más poderosos del virreinato
Don Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España y el primer
obispo de la diócesis de la ciudad de México, Don Juan de
Zumárraga.
El
control sobre lo que se debería o no escribir se reglamentó y dos
de las normas de mayor impacto fueron la real pragmática del 8 de
julio de 1502, en la cual se estableció la necesidad de obtener un
otorgamiento real o licencia para poder establecer una imprenta, y el
documento que estableció la censura real dictada el 7 de septiembre
de 1558.
Esto
obligaba a los autores e impresores a presentar cualquier manuscrito
que pretendiera publicarse (ante el escribano de la cámara del
consejo) el escrito previamente censurado por el inquisidor general y
su consejo. No así los libros religiosos escritos en latín o las
cartillas, vocabularios y gramáticas que sólo requerían la
licencia del prelado al que estuviera adscrita la imprenta.
También
se normalizaron los datos que debieran identificar a los responsables
del escrito y su impresión como: la información correspondiente a
la licencia, la asa de venta de los pliegos y la cédula de
privilegio, el nombre del autor, del impresor, el lugar de
publicación y el tiraje.
Las
ilustraciones tampoco escaparon al temor que despertaban los libros,
siempre portadores de palabra silenciosa y fértil. No obstante, el
uso de ilustraciones ha sido tradicionalmente un recurso de
comunicación muy atractivo, por lo que se popularizó el empleo de
imágenes y estampas que sin embargo no quedaron fuera de los límites
establecidos para los libros.
Es
ampliamente conocido que entre los juicios más destacados efectuados
en la Nueva España, en 1571 fue precisamente una estampa la causa
del proceso que efectuó la inquisición contra el impresor francés,
radicado en México, Pedro Ocharte el grabador Juan Ortiz a quienes
se les siguió juicio por imprimir una estampa de la Virgen del
Rosario cuya leyenda al pie de la imagen contravenía las normas
católicas.
La
edición de índices de libros prohibidos que se iniciara en 1559 se
mantuvo durante siglos, bajo la supervisión de la sagrada
congregación del índice, hasta la última lista que data de 1948,
pero no fue sino hasta 1966, cuando la iglesia católica decretó que
no se continuara renovando su edición. Sin embargo hasta la fecha,
el tema moral sobre lo que debe leerse o no, ocupa las actividades de
los mediadores entre el libro y los lectores pues la censura se ocupa
de los temas como herejía, brujería, deficiencia moral, sexo
explícito, inexactitudes o errores teológicos y morales, así como
normas de la iglesia. En relación a lo que se debe o no leer,
actualmente se puede consultar en Internet una Guía bibliográfica
del Opus Dei, en la que se establecen categorías, que recomiendan lo
que si puede leerse sin daño moral. La primera está constituida por
libros que “pueden ser leídos por todos”, sin embargo es notable
que aún algunas historias que uno considera para niños, como por
ejemplo los cuentos de los Hermanos Grimm quedan censurados por su
contenido fantástico ligado a temas de brujería y hechicería, como
sería el caso de la historia de Blanca Nieves. Una segunda categoría
la constituye aquellos textos que “requieren un poco de formación”
y que si bien son recomendables tienen algún “pero”. Una tercera
categoría comprende los libros apropiados para “quien tenga
formación” un criterio y cultura católica sólida, y que además
cuente con el permiso de su director espiritual para leer ese texto.
La cuarta categoría la constituyen aquellos textos que requieren
“formación y necesidad de leerlos” por razones de estudio o
preparación y por supuesto también se requiere contar con el
permiso del director espiritual. La quinta y sexta categorías se
clasifican como “no se puede leer” y “lectura prohibida” y
necesitan un permiso especial de la delegación o en el caso de la
lectura prohibida la autorización del prelado para leerse.
Los
lineamientos que aplica la Guía bibliográfica, aplican en general a
obras de teología, filosofía y derecho canónico, pero también se
incluyen obras de literatura y ciencias como la psicología o la
sociología. En contraparte a esta guía se ofrece un indice general
de bilbiografías positivas que es un amplio listado de obras que
pueden ser leídas sin casi ningún inconveniente.
Luego
de este recuento general lo que podemos ver es que las prácticas y
las restricciones, así como las recomendaciones por lo que se debe o
no leer es una constante hasta nuestros días, sin embargo la postura
y actitudes de las autoridades civiles y religiosas, en relación al
tema, esta mediada por los derechos de libertad de prensa, que si
bien en ocasiones son atropellados, al menos pueden invocarse en
defensa de libros y lectores.